El evangelio de la carne (2013) se abre con una serie de premisas dramáticas
que parecen conducir a la esperanza y la redención en un grupo de personajes
que viven su propia vía crucis. Ellos son víctimas del infortunio, en la
mayoría de casos, enfrentando las consecuencias de actos errados o nocivos,
tales como el alcoholismo o el pandillaje. Es, sin embargo, que en el cenit de
sus tragedias, estos personajes no practican la teoría sobre la moralidad o la
mea culpa a la que han parafraseado o intentan aspirar. En lugar de esto hay
una respuesta con naturalidad moderna, es decir, cínica. Cuando una puerta de
escape parece abrirse, los protagonistas de esta historia terminan por cerrarla
de un portazo. Es la necesidad de finiquitar sus etapas oscuras, una que
ciertamente es inacabable porque trae rezagos o arrastra víctimas, los que por
cierto también terminan por ser engullidas al caos. El evangelio de la carne es un ejercicio sobre el cinismo. Eduardo
Mendoza felizmente no pisa el terreno total de lo reiterativo, muy a pesar, su último
filme no posee personalidad, algo que sí sucedía en Bolero de noche (2011).
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