martes, 2 de octubre de 2018

30 Festival de Cine Europeo: No soy una bruja

El lazo que Rungano Nyoni establece entre lo tradicional, lo mítico, lo colonizador y lo patriarcal es consecuente. Lo que su filme sugiere es que estas realidades parecen compartir un mismo origen, pretensión y hasta ofendido. En la historia, en algún lugar de Zambia, mujeres acusadas de brujería son confinadas a vivir en una periferia impartiendo labores asociados al esclavismo. Pueda que esta situación tiente a alguno a vincularla a una exclusividad de lo rural o retrógrada, sin embargo, el filme va revelando indicios que esta realidad es digerida y hasta consentida por un imaginario foráneo –atención a las escenas sobre turistas–, lo que invita a pensar que este pequeño cosmos es una proyección del escenario global. I am not a witch (2017) no solo se dirige a la pequeña Shula (Maggie Mulubwa), sino a toda una comunidad de desarraigadas. Todas son “shula”, las sometidas bajo la lógica de las creencias míticas religiosas institucionalizadas que son alentadas por el orden estatal.
¿Qué es lo mítico? Lo irreal que se ha convertido en tradición, un comportamiento que sociedades han decidido adoptar e impartir a generaciones posteriores, a fin de explicar sus propios orígenes, su naturaleza. En I am not a witch vemos a una sociedad infundiendo sus mitos, característica que no la hace defectuosa. El defecto radica más bien en que las intenciones de sus mitos han estigmatizado a parte de su grupo social. Aquí las brujas son parias. Y, en continuidad, ¿cuántas son en verdad brujas? Nyoni abre con una dramatización de “Las brujas de Salem”, de Arthur Miller. La paranoia florece mediante la reacción ilógica. El juicio popular de pronto pisotea el juicio racional e incluso las propias leyes de la naturaleza humana. Es esa misma actitud comunitaria la que el director aprovecha para generar un idioma sarcástico que tiene como fin subrayar el lado ridículo de un razonamiento social.
                                                                                 
Esto no tiene nada que ver con la periferia o la indigencia de un país. Nyoni, entre tierras resacas y viviendas carentes, deja en evidencia que por estos lares la fantasía de la tecnología, lo equivalente al desarrollo y la globalización, forma parte de la rutina. Si se hablara de indigencia, esta sería la ideológica, que funciona bajo los comportamientos de una sociedad colonizadora, que inventa agravios con la sola intención de justificar la explotación del dominado. I am not a witch, más allá de descubrir un lado etnográfico, revela un estudio antropológico. Los conceptos de dominación que vemos desarrollarse en la trama no están lejos de los aplicados por la Historia. No hay mucha diferencia entre los brazaletes antisemitas y los lazos que portan las brujas, entre los juicios de los inquisidores y la opción que les dan a las acusadas de elegir convertirse en cabra o “aceptar” su condición de bruja.
I am not a witch se torna un drama social para cuando comenzamos a percibir esa toma de conciencia de una condición de dominado. Shula, de nueve años, empieza a percibir lo que es y lo que la depara. La película va camino a un límite entre la inmolación y la emancipación. Muy lograda la idea de Rungano Nyoni de optar por un realismo mágico sugerente. Esto es significativo para pensar sobre el tema de identidades. ¿Qué diferencia a una mujer de una bruja? ¿Es que acaso la condición de bruja te hace inmune al valor de la libertad o el estado de derecho? La respuesta es obvia, sin embargo, la película se la ingenia para desarrollarla de una forma que conmueve, pero que también nos empuja hacia lo enigmático.

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