jueves, 4 de agosto de 2022

26 Festival de Lima: La caja (Competencia Ficción)

Lograda película de Lorenzo Vigas que combina dramáticas tanto universales como sociales asociadas al México de hoy. La caja (2021) inicia con un niño reclamando los restos de su padre en un territorio cercano a la frontera. Ya desde aquí Vigas enciende la sensibilidad, a propósito de los casos de familiares en México reclamando a sus seres queridos reducidos a pertenencias o huesos reunidos en una caja por los órganos estatales. Un precedente fílmico cercano que toca este mismo tema es Sin señas particulares (2020), otra película mexicana. Ambos filmes atienden al efecto perturbador que provoca ese acto burocrático insensible que ejerce el funcionario público carente de cualquier gesto ceremonioso o respeto funerario a vista de los deudos, algo que, por ejemplo, sí expresan los encargados públicos presentados en la guatemalteca Nuestras madres (2019) o en la peruana NN (2014). Las mexicanas hacen pues una crítica a la indolencia ante la pérdida ajena, fruto de un desinterés natural o, tal vez, de la afluencia de casos que adormece la empatía hacia lo reconocido como parte de una rutina administrativa. Ahora, mientras que Sin señas particulares atiende a los testimonios de los que sucumbieron intentando cruzar la frontera con EEUU, La caja observa a los desaparecidos por una explotación laboral.

Ese es el segundo marco o conflicto que despliega el desértico escenario de la película de Vigas que, a pesar de ser zona fiscalizada, manifiesta un punto ciego desde donde se amasa el abuso hacia la mano de obra. De ser un individuo buscando a su familiar, Hatzín (Hatzín Navarrete) pasa a ser un habitante de este lugar, luego empleado, testigo y, por tanto, cómplice de esa dinámica explotadora. Desde una mirada inocente, el muchacho va recogiendo esas experiencias que implican medias verdades y actos puramente delictivos. Es uno de los tantos ejemplos de las injusticias en un país que ha convertido en tradición el fraude a beneficio propio aprovechando la ausencia o limitación de la intervención del Estado y la desesperación de comunidades que migran ante la carencia de trabajo. Pero hay más, porque a cada problema surge otro. Hatzín al convertirse en cómplice se convierte en una víctima de la corrupción. Ese problema me recuerda a la italiana A Ciambra (2017). Tanto en esta como en la mexicana, vemos a protagonistas menores interactuando con un mundo que supura violencia. Su acercamiento hacia ese círculo es producto de sus limitaciones económicas y además de sus antecedentes hereditarios. Sucede que en sendas historias los niños solo siguen los pasos de sus cercanos, su entorno o incluso sus mismos familiares. La corrupción se hereda en estos espacios corrompidos.

A partir de ello, un nuevo drama se suma a la cadena de conflictos. La relación entre Hatzín y su nuevo tutor no solo construye una relación laboral criminal, sino también una relación filial. Vigas introduce una cuota sentimental para dar forma a otra problemática habitual del territorio mexicano.    La caja en cierto momento pierde interés por las problemáticas sociales apuntadas y se convierte en un drama de padre e hijo. El ingreso al turbio negocio para Hatzín es el reconocimiento a una figura paternal. Es decir; inconscientemente, el muchacho, e incluso el adulto, interpretarán su tiempo laboral como la recuperación de un tiempo perdido o enmienda de un error frecuente: el abandono de los padres a sus menores hijos. Es por esa razón que Hatzín comenzará a ver dicha modalidad criminal con cierta pasividad. No es solo ingenuidad; es un deseo por abrazar el mundo de su imagen paternal, ello que se le privó por años. En consecuencia, Hatzín cederá a la corrupción a causa de una necesidad sentimental y no por el despertar o curiosidad hacia una naturaleza criminal. La caja es interesante al razonar cómo un problema desata uno nuevo, lo que ocasiona un colapso en la identidad y la construcción moral del individuo. De ahí por qué vemos continuamente a Hatzín frenar o entrar en un estado de rebeldía o catatonia. Hay una pugna en su interior.

No dejo de pensar en “la caja” como una alusión a lo mítico. Estamos ante un escenario en donde una caja de Pandora ha sido abierta y de ella escapan una multitud de efectos que ponen en desequilibrio el orden de las cosas. Lorenzo Vigas realiza una película muy interesante. De lejos mucho mejor que Desde allá (2015). Notable la actuación del joven Hatzín Navarrete. La neutralidad de su facción contrasta enormemente con las secuencias en que vemos al adolescente liberar su frustración o cada que comienza a tomar decisiones dramáticas y hasta trágicas. Eso es elemental para este tipo de tramas en donde los menores se ven expuestos a actos amorales. La corrupción invade, pero no dejamos de ver la lozanía y pureza del rostro, y la franqueza de los ojos. Pienso también en la dialéctica que surge entre las locaciones y el drama. Tiene este aire de western si pensamos en la relación de padre e hijo y cómo el primero comienza a adiestrar al menor a un ritual masculino que implica la erradicación de la inocencia. Es una tradición hostil que está en sintonía con los escenarios áridos y de cambios climáticos bruscos. Lograda la secuencia bajo la nieve. Es un momento frecuente en el cine de Werner Herzog o Peter Weir, dado que sus personajes se sienten poseídos por un estado de autodestrucción, siendo la naturaleza la responsable de tomar cartas en el asunto. Por último, el final. Una seña de que el adolescente ha decidido cerrar un ciclo. Es el inicio de la madurez o la adultez.

26 Festival de Lima: El visitante (Competencia Ficción)

Lo más atractivo de la película de Martín Boulocq es cuando el protagonista se sirve del discurso evangélico de su suegro para despegar su emprendimiento. Por un lado, es una mirada crítica a sobre cómo dicha práctica comunitaria se inspiró de las dinámicas de un sistema capitalista para robustecer sus arcas a partir de la explotación de “la palabra de Dios”. Por otro lado, no deja de ser una mirada irónica a las dialécticas de los líderes mercantes y su sistema de masificación de obreros, quienes no están lejos de comportarse como borregos convocados por una secta. Lo resto de El visitante (2022) tiene de conocido. Humberto (Enrique Araoz) se reinserta a la sociedad y va en busca de su redención: recuperar a su hija. Lo cierto es que no la tendrá fácil a causa de un viejo resentimiento que viene de los tutores de la niña, sus exsuegros. Esta es una historia que combina un trauma familiar y un choque de ideologías. Aunque la película nos orienta a observar a Humberto como víctima de ambos conflictos, es el personaje de la hija que se perfila como la gran damnificada. Hasta cierto punto, la menor estará en una doble encrucijada. En tanto, su padre se verá relegado a un fracaso personal. Aunque El visitante cierra con un aire de frustración, no deja de tener un final abierto.



miércoles, 3 de agosto de 2022

26 Festival de Lima: Pakucha (Competencia Documental)

Película íntegra que reunió por última vez a Tito y Óscar Catacora, el primero en la dirección y el segundo como productor general. Pakucha (2021) es la primera realización en la que los hermanos puneños intercambian roles. Este documental nos hace bosquejo de un ritual ancestral practicado por una comunidad aymara y conducido desde las alturas de los Andes peruanos, escenario aledaño en donde se montó Wiñaypacha (2017). En referencia al título de este documental, es así como se le denomina al espíritu de la alpaca, la cual cumple además un papel de deidad para este imaginario. Los protagonistas de este testimonio, una familia de criadores alpaqueros, le rezan a la “pakucha” para que traiga fertilidad y de ella pueda nacer una nueva generación con una variada mezcla de pelajes. Lo que se verá será pues una síntesis del proceso de ese ritual, el cual no está lejos de la esencia y proceder de las otras ceremonias andinas. Aquí también hay un acto de pago a una divinidad, lo que no solo gesta la integración de todos los miembros, desde los más chicos hasta los más ancianos, sino que además es motivo de un acto celebratorio o jubiloso.  El rendirle tributo a un ídolo en favor de una buena “cosecha” en cierta forma está sostenido por un ánimo venidero, la premonición de la proximidad de una buena casta de alpacas que seguirá sosteniendo a la familia y a la tradición misma.

Pakucha es puramente el desenvolvimiento de estos criadores. Los vemos en las rutinas previas al acto ceremonial y el desarrollo de este. No hay más guía que lo que normalmente se podría contemplar. Esto, definitivamente, le otorga un valor etnográfico más objetivo a este documental. La mística de esta actividad se construye y explica por sí sola a partir de la actividad colectiva. Aquí un detalle importante, y es seguro que ello sucede con cualquier tradición de aquí o allá: lo ritual es una práctica que solo se puede preservar a partir de la acción colectiva. Pienso en los estertores de los personajes de Wiñaypacha. Tal vez el sino de esa pareja de ancianos hubiera sido distinto al contarse con la presencia de su hijo u otro miembro con el que pudieran hacer ofrenda a sus deidades.  En el escenario andino el protagonista de los mitos y leyendas siempre es una comunidad y es a partir de esta que nacen las cosas. La unidad solo puede ser representada por sus divinidades. Desde un orden urbano, pasa lo mismo. Ninguna sociedad se construye sin una colectividad. De ahí por qué recientemente vemos historias sobre un mundo andino degradándose a propósito de hijos que se marchan o familias a la que sus últimos miembros perecen de forma natural.
El rezo a la “pakucha”, así como otras tantas tradiciones, son actividades de participación colectiva, y eso se nota en este documental de Catacora. Todos los planos son grupales. Aquí no hay protagonistas en solitario o primeros o medios planos. Cada individuo tiene una función distinta, mientras que los otros, que supuestamente no tienen alguna en específico, cumplen la función de invitados. Estamos hablando de una celebración y no puede haber una sin invitados. Vemos de esa forma a todo un grupo cumpliendo el rol de una unidad inclinada a invocar a un espíritu que les otorgará el valor de cumplir con el ciclo de vida. Pakucha es un documental sobre la renovación de la vida. Lo cíclico es una palabra clave en el mundo andino. Lo que vemos es lo que han hecho una y otra vez familias de criadores alpaqueros: el acto de la celebración de cómo la naturaleza se renueva. Es decir; se diluye esa idea de muerte o consumación, siempre y cuando exista un gremio que mantenga el ciclo activo. Al margen de lo dicho, Pakucha tiene un lado melancólico, como casi todo lo andino, solo que esto tiene que ver con la desaparición física de Óscar Catacora. El documental dirigido por Tito por momentos parece un homenaje a su hermano. Los hermosos planos generales con una espectacular profundidad de campo, además de los encuadres o angulaciones que captan una mirada privilegiada de los rituales, recuerdan mucho a ese director que era la promesa del cine peruano.

26 Festival de Lima: Eami (Competencia Ficción)

Del 4 al 12 de agosto inicia una nueva edición del Festival de Cine de Lima con funciones online y presenciales.

Paz Encina retorna a esa dialéctica empleada en su documental Ejercicios de la memoria (2016), aunque esta vez orientada a un saber etnográfico. En su nueva película, una colectividad de voces nos hace un bosquejo del escenario actual de la comunidad ayoreo totobiegosode, poblado originario de la zona del Chaco paraguayo. Al igual que en Ejercicios de la memoria, la introspección al pasado y la reflexión de cara al presente se encargarán de crear un panorama al imaginario de una sociedad y sus estertores. Encina observa a la memoria como medio de curación y cuestionamiento. Mientras que los hijos del desaparecido periodista Agustín Goiburú ejercitan al recuerdo a fin de preservar la memoria de su padre, en Eami (2022) un niño remembrará el escenario y los miembros de su comunidad en valor de mantenerla vigente y validarla dentro de una realidad que se ha esforzado por desterrarla. En ese sentido, la adopción de la memoria es también una incitación que ampara y empodera a una cultura. Ahora, estamos ante dos películas en donde “niños” honran el protagonismo de sus “padres” dentro del escenario paraguayo, quienes ciertamente fueron presas de un ultraje orientado por un oficialismo. Si en Ejercicios de la memoria Encina cede una responsabilidad directa a la dictadura de Alfredo Stroessner, en su última película infiere el acaecimiento de una negligencia estatal.

Eami recolecta una acumulación de descargos en boca de los mismos protagonistas víctimas de un abuso. La directora asiste nuevamente a la discursiva testimonial como uso que constata un acontecimiento. Es decir, la oralidad reconstruye a la historia. Muy a pesar, Encina opta además por servirse de representaciones concretas que pudieran complementar la recreación de la violencia y el confinamiento de la que fue víctima la población de ayoreo totobiegosode. Ante esa búsqueda es que su película se reconoce entre el límite de la ficción y el documental. De pronto, tomando en cuenta el imaginario que se está estudiando, la ficción por momentos se convierte en un método oportuno. Estamos ante una comunidad nutrida de fábulas fantásticas, dioses que se comunican con los terrenales, animales humanizados. Es todo un bagaje ilusorio o irreal, desde una mirada occidental, pero que al transitar por un filtro de la ficción son decodificados por ese receptor ajeno. Lo cierto es que gran parte de esa ficcionalización es la recreación de la ofensa. Eami representa los testimonios dictados por una gran entidad, o una suerte de unidad o memoria de esa comunidad sufriente, que, a pesar, no deja de exhibir una riqueza gloriosa, fértil, orgullosa; un gesto de resistencia ante la desgracia provocada por el invasor.

lunes, 25 de julio de 2022

Elvis

Tenemos a un joven Elvis que acaba de ser víctima de bullying en un baño de su escuela a manos de un grupo de rufianes. Acto seguido, lo veremos salir a las afueras del centro educativo no sin antes recoger su guitarra y atravesar un largo pasadizo al compás de un plano secuencia, recorrido que hace en solitario, aún con la cara desaliñada, tal vez aun pensando en las ofensas que recibió por la forma en que viste y se peina. Es un instante que conmueve. Estamos ante un adolescente que necesita un abrazo. Pero lo hermoso viene después. A la salida del recinto, el plano secuencia termina y la cámara lo espera a distancia. Un ligero paneo lo ve caminar desde la salida hasta el pie de un árbol. El muchacho se recuesta y comienza a cantar mientras acaricia las cuerdas de su guitarra. La calidez de luz natural lo favorece. Es un instante bucólico. De pronto, sucede la magia. Su música atrae compañía. Se manifiesta entonces un gran contraste entre el chico que caminaba solo en los corredores y el que convoca a otros de su generación mediante la particularidad de su voz. Esa es una secuencia de Elvis (1979), de John Carpenter, el maestro de terror y suspenso, quien para un año después de su magistral Halloween (1978) se le asignó realizar un telefilme en donde retrata la biografía del cantante de culto. Es una película entretenida y además impecablemente filmada. Ciertamente, una propuesta totalmente distinta a la de Baz Luhrmann; muy a pesar, ambas, a su manera, son fieles biográficamente hablando.

Mientras que Carpenter se inclina por una narración tradicional que apenas introduce un flashback inicial; Luhrmann fabrica varios saltos al tiempo, cambia los tipos de narrador, explota la iluminación y el montaje para robustecer la espectacularidad de su representación. Carpenter se concentra en la figura de Elvis, este personificado como un sujeto talentoso, muy sensible a la soledad y que además nunca supera su complejo de Edipo. Luhrmann mira al cantante, aunque siempre desde el punto de vista de su representante, esa figura que en principio era sombra y luego chupasangre del genio musical. Carpenter apenas menciona al manager y, en su lugar, carga responsabilidad al cantante de su ocaso, damnificado de su propia fragilidad, ego, fatiga laboral y una paranoia provocaba posiblemente por la suma del abuso de las drogas y la coyuntura social. Luhrmann, en cambio, convierte a Tom Parker (Tom Hanks) en el promotor del ascenso y posterior descenso o degradación de la estrella de rock. Es creador, pero también destructor. Un equivalente al doctor Frankenstein. Elvis (Austin Butler) aquí es personificado como una víctima de su agente, y además un cantante sensible a su contexto social al reconocer el racismo y la violencia de una “América” en estado de paranoia, anarquía y caos. Es una película que atiende a los tópicos que el Hollywood y el público de hoy demandan.
A esto se suma la intención de Luhrmann de crear una historia que no deja de estar concebida como un musical, género que el australiano conoce, aunque no desarrollado de forma tradicional. Es un cine chispeante y aparatoso como cualquier show de Las Vegas, aunque con aleaciones que lo hacen lucir como un pastiche o un espectáculo circense, tal como lo observa el “monstruo” de esta historia. Como buen villano, Parker es descrito con complejidad. Se le da palestra para dar su perspectiva, lo que pone en jaque a un juicio moral frenado por las dinámicas de la industria artística. Eso que muchos miran como explotación, para el representante fue un acto de beneficio recíproco y consentido. Estamos ante un cínico dentro de su oficio. No llega a lo perverso, pues sus víctimas son sumisas hasta cierto punto. Él es como un lobo que convence a los cerditos de que les abra la puerta para comérselos enteros. Fascinante el principio de Elvis, cuando Parker va reconociendo a su presa para después estudiarla. Lo hace sin exponer su presencia, siempre a distancia. No hay un acercamiento apresurado. El tipo es cauto y paciente. En contraplano, vemos al joven Elvis en tomas picadas. No se le ve la cara. Eso aumenta la fascinación del observador. Al igual que muchos, sabe que tiene el rostro del talento, pero aún nadie lo ha visto de la forma como él lo ve: Elvis es toda una atracción en bruto.

viernes, 15 de julio de 2022

Mataindios

Mediante un comunicado público, Robert Julca denuncia a Oscar Sánchez, ambos directores de Mataindios, haber incitado a que un reportaje televisivo omita su nombre y el de otros colaboradores de la producción. La película se encuentra actualmente en cartelera.

No es una película tras un filtro en blanco y negro, sino más bien la representación de una comunidad decoloraba que va recuperando la naturalidad de sus tonos a medida que van expurgando sus dolores y, finalmente, declara su resentimiento. Mataindios (2018), dirigido por Oscar Sánchez y Robert Julca, nos interna en una población de la sierra peruana, un lugar sin nombre que podría ser cualquiera que estuvo expuesto a la violencia de la guerra interna provocada por el terrorismo. A primera vista, esta película tiene una impostación documental. Podríamos decir que es la contemplación o intromisión -a propósito de ese modo de registrar casi invasivo- a las rutinas de una sociedad que nos va extendiendo sus propios testimonios, o los ajenos, fruto de su experiencia con el delirio armado e ideológico dictado por los grupos insurgentes que fueron sembrando el terror en diversas comunidades serranas a partir de finales de la década del setenta. Si bien su introducción o su estructura en capítulos nos indica que estamos siendo testigos de los preparativos de una celebración a un patrono cristiano, lo religioso se percibe en un principio como un fondo, mientras que los testimonios asumen un primer plano. Hasta entonces, no es en tanto un retrato etnográfico, sino un retrato sobre una memoria que se manifiesta de forma tan natural y cotidiana como el sembrar o tejer.

Es a través de pesadillas o conversaciones comunes que el espectador identifica un trauma lo suficientemente adherido a estos ciudadanos como para entenderlos como síntomas o expresiones habituales. Ya para el tercer capítulo, la idea de que estamos viendo el preámbulo de una celebración patronal asume el primer plano. Los testimonios se relegan y ahora toda acción o comentario gira entorno a la imagen sacra de Santiago, ese patrón al que la comunidad rendirá culto. Nada de esta ofrenda generaría extrañeza si tan solo se ignorase los antecedentes de esta figura cristiana, apodada “El terror a caballo”. Santiago Matamoros, el mismo Santiago al que esta comunidad se “inclina”, para los tiempos de la conquista de América, ya era considerado como el patrón de las milicias españolas, figura aguerrida que sembraba el cristianismo a fuerza de hierro -tal como se sobrentiende en algún pasaje bíblico-. El genocidio de los españoles en distintos puntos del territorio americano, en consecuencia, tuvo como bendición a la figura del Matamoros. Mataindios es una película que provocaría una reacción confusa si se ignora o no se presta atención a las referencias del patrono cristiano en cuestión. Tener en claro esto, por tanto, nos deriva a entender ese acto de culto comunitario como un efecto irónico, una especie de revancha ante una ideología que en algún tiempo pisoteó la serenidad de su comunidad.
Sánchez y Julca tienen en claro que no quieren hacer una nueva recolección de testimonios de deudos o ultrajes hoy impunes. No lo descartan, pero lo retratan lo suficiente para dejar en claro que está latente. Por otro lado, son conscientes que toda memoria merece alcanzar una expurgación o liberación de ese trauma, al menos parcial, lo suficiente para abrazar la paz, la vida o recuperar la coloración del espacio; replantear su normalidad. Ante esa búsqueda, no se conforman con la ritualidad que hace honores a sus muertos o la reactivación de la misma memoria a partir de la oralidad, sendos actos entendidos como terapias comunitarias. Lo que sucede en Mataindios, se podría decir que es la culminación de una tradición servil, el divorcio de una sociedad hacia aquello que un día representó normalizar el rol de ser colonizado. Tanto el terrorismo de los colonizadores españoles como el de Sendero Luminoso, fueron ejecuciones en donde un invasor subyugó a todo un territorio a fuerza de hierro con el fin de imponer su ideología. Es prácticamente lo que avala el mito de Santiago, figura a la que más bien la comunidad que representa Oscar Sánchez y Robert Julca le prepara su desquite en lugar de hacerle una honra. Lo que acontece al final de Mataindios es un ritual sobre la descolonización, un reclamo a la historia, a las autoridades, al poder tiránico, ese que te vigila desde detrás de una cerradura, pero que las nuevas generaciones, gracias a la concientización de sus mayores, cancelarán. No habrá más sumisión o rituales.

viernes, 8 de julio de 2022

Historias de Perusalem

Vuelve a mi memoria esa joya cutre peruana llamada Lima enferma (1999). ¿Cuándo la cinefilia peruana le creará los altares como debidamente se merece o algún círculo de la cinefilia internacional, fascinado con el cine de Umberto Lenzi o el de los René Cardona, la descubrirá y la incluirá en alguna lista de lo mejor del trash elemental? ¿O será que muchos que la vieron comparten esa complicidad de mantenerla en silencio? Pienso en una legión de Golums guardando al “precioso” para sí mismos. Es la maldición del culto a un cine marginal. Este se mantiene en su escenario postergado, emitiéndose en privado entre las sombras. Pienso además en la figura de su director Fermín Tangüis, un desaparecido del mapa luego de la revelación de su Lima enferma, otorgando más aires de misticismo a su película. Así fue hasta no hace mucho. Ahora resulta que ha salido de la caverna. El documental Historias de Perusalem (2021), su nueva película, no está lejos de su mencionada propuesta ficticia, en donde se mezcla la fascinación y el rechazo hacia el territorio nacional. Aunque su reciente filme tenga la intención de ampliar su perímetro de estudio a partir del título, sigue recogiendo testimonios limeños, aunque no necesariamente desde su locación. En tanto, sendas películas llegan a ser un síntoma de ese delirio contradictorio, un amor/odio que se propaga en la capital peruana.

Aunque su sinopsis reza ser una muestra sobre la lucha del peruano ante la adversidad, resulta más atractivo mirar a Historias de Perusalem como la crónica sobre un virus que muta y trasciende en todo el territorio del país. A propósito de las cuatro historias que convoca Tangüis, vemos cómo la violencia y el desamparo se convierte en un leitmotiv que asalta una línea temporal que abarca de la década del setenta hasta la actualidad. En un momento del documental, alguien dice: “Nada ha cambiado. La violencia siempre ha estado ahí”. Se menciona esto en referencia a una sociedad provinciana que por los setenta llegaba a Lima con esperanzas de una mejor calidad de vida, pero en su lugar encontró represión, la marginación, la pobreza extrema. La violencia entonces fue un mecanismo de defensa. Le siguen crónicas sobre el terrorismo y las recientes marchas en favor a la democracia. Nuevamente, vemos sectores sublevándose, sea radical o pacíficamente, ante el desamparo. La demanda o insatisfacción social se encontrará con la violencia, esa enfermedad que se ha propagado a lo largo de nuestra historia ante la carencia de un consenso de ideas o el siempre mirar a solo una parte del problema; es decir, observar una realidad a medias o una realidad conveniente. Lo relaciono con la primera secuencia de Lima enferma en donde un seudodirector que solo trata temas en tendencia critica un guion por su gran carga de violencia, un tema del que ya todos están hartos. “Pero les sucedió a unos amigos. Es real”; se defiende la autora del guion. Hay una eterna postración de una comunidad que solo mira al frente.
Historias de Perusalem tiene ese compromiso por captar el dolor real de personas que han estado expuestas a un estado de violencia producto de la desigualdad social. Es un clamor entre rabioso y pesaroso; muy a pesar, es también la expresión de un aguante, una resistencia o empeño por abrazar y salvar a este territorio que te repele mediante las turbulencias que acontecen en su interior. Es lo que señala la sinopsis; una lucha ante la adversidad. Tangüis nos dispone testimonios de sobrevivientes, personas que han escapado de la demencia terrorista, el alcoholismo -asumido como una expresión de la miseria social-, la censura artística o el prejuicio ante un oficio despreciado. Son situaciones que son tan tradicionales como la violencia misma. Algunas de estas tocan una llaga sensible que es necesario revivir una y otra vez. Un caso tan violento como el ocurrido en Tarata nunca va a ser materia reusada si esta remueve la conciencia social, así como las expresiones artísticas no serán materia superficial si estas se empeñan por generar una demanda orientada a un interés y beneficio nacional. Este razonamiento también aplica para Lima enferma. Fermín Tangüis a finales de los noventa nos contaba sobre una computadora obsesionada con su dueño o un loco profeta vaticinando el fin del mundo, pero tras esa banalidad pueril hablaba sobre el estado infeccioso, colérico y desesperanzado que había provocado la política peruana de entonces. Hay tanto compromiso social en Lima enferma como en Historias de Perusalem.