miércoles, 25 de mayo de 2022

Top Gun: Maverick

Hace unos días atrás, Tom Cruise recibía la Palma de Oro honorífico en el Festival de Cannes, a propósito del reciente estreno de Top Gun: Maverick (2022), secuela de la película ochentera que lo perfilaría como uno de los embajadores del nuevo rostro de Hollywood. ¿Qué tienen en común pues Cruise con Manoel de Oliveira, Jeanne Moreau o Jean-Pierre Leloud, además de haberse ganado un premio ofrendado por uno de los festivales más influyentes en la historia del cine? El actor estadounidense, al igual que los mencionados, ha generado un impacto en la industria del cine. Su rostro, sus roles, así como las películas que ha formado parte, han modelado una cinefilia que ha sabido transcender ante el paso del tiempo. Ahora, si algo hubiese que rescatar del reciente masterclass de Cruise en La Croisette, esta no tiene que ver con su discursiva de actor de método que emana aires que no está lejos de la perorata impulsada por la generación del liderazgo barato. “Hago películas para la gran pantalla…”; se refirió el actor cuando se consultó la razón de por qué Top Gun: Maverick -película en donde además es productor- no se estrenaría simultáneamente en plataformas streaming. “Eso no va a ocurrir”. Cruise fue tajante respecto a una modalidad de distribución que, en efecto, transgrede a su hábitat natural, ese para el que fue creado. Cruise nació para la pantalla grande, un cine espectacular que revivió a un Hollywood que diez años atrás de Top Gun (1986) ya no destellaba como en su época dorada.

Hoy en día, Cruise es una de las pocas estrellas con luz propia sobrevivientes de un Hollywood que más bien ahora se inclina por una producción de actores/actrices que apuntan a una colectividad específica, convirtiéndose en la imagen de un género, raza o cultura puntual. Estamos hablando de una industria segmentada -como los menús de las plataformas digitales- que ha superado esa idea de que un solo rostro es capaz de persuadir, embelesar y convocar a cualquier comunidad. Cruise es la resistencia a un modelo de industria que sigue firme a esas reglas que le enseñaron. Es decir; Cruise es Maverick. Ese personaje rebelde que patea el tablero y dice: “No lo haremos a su modo, señor. Será a mi modo, y yo me encargaré de convencerlo”. Y sí que convence. Ese es el hilo de la historia de Top Gun: Maverick. Maverick, a su manera, expondrá un masterclass a esa juventud de aviadores que, aparentemente, eran la elite de la elite, pero que al costado del instructor no son más que novatos. Cruise/Maverick es quien toma el control, pues es el único con la experiencia; el resto solo le queda aplaudir. El director de la película es Joseph Kosinski, pero no puedo dejar de imaginarme a Cruise arrebatándole el asiento de dirección luego de que este repitiera en Cannes que es empedernidamente curioso y altamente hiperactivo en el plató. Si eso no convence, basta enterarse que la adhesión de Val Kilmer al elenco fue por insistencia del actor/productor/“director”.

A propósito de Kilmer. En efecto, Maverick es un personaje de culto que es diestro en su oficio y nadie lo niega. A diferencia de la película de Tony Scott, en esta secuela sí que se siente el viento en el rostro del público. Las secuencias de vuelo son un deleite, así como la habilidad del personaje ficticio, hombre solitario que sigue igual de rebelde, pero que ahora lo vemos mudando de rol. Algo que molesta de las películas que deciden volver a reunir a viejos elencos “a pedido” de un espectador nostálgico, es que intentan forzar esa misma rutina que funcionó décadas atrás. Felizmente, Top Gun: Maverick no remeda las derivas de la vieja Top Gun. Revisita sus argumentos, sí, con el fin de fabricar un mediano conflicto: el distanciamiento hacia uno de sus alumnos. El gran conflicto que engloba a este mediano conflicto es Maverick saliendo de su zona de confort. Cambios en su hábitat natural lo empujan una vez más al circuito de los “Top Gun”. Vemos un halo de ese Maverick de los ochenta resistiéndose a ese cambio. Lo suyo no es ser profesor o tutor de unos muchachos, pero alguien tiene que hacerlo. Ese conflicto con un enemigo político es una excusa de la que no vale la pena ahondar, pues ni identidad tiene. Lo que importa es si el personaje se dará cuenta de que a su edad no le queda otra que cumplir con el ciclo de vida: el instruir o ceder sus conocimientos a nuevas generaciones.

Maverick por sí solo no podrá digerir esa idea de que el tiempo ha pasado. Eso será gracias a la intervención de los secundarios. El joven piloto, la mujer del bar, el amigo de vuelo y además su irritante superior. Todos de alguna forma le restregarán esa realidad en donde él deberá cumplir el rol de padre. Un punto aparte. Si repasamos la filmografía de Cruise, podríamos decir que aquí el actor interpreta su primer rol paternal dado el compromiso y responsabilidad que emerge de su personaje, muy distinto al padre inmaduro que hace en La guerra de los mundos (2005). En Top Gun: Maverick, Maverick tendrá que ser el que dirija a una manada de jóvenes aviadores por presión de esos secundarios -algo así como los productores-, quienes le recuerdan que los de su edad tienen responsabilidades, hijos y además son vulnerables. El estado físico de Iceman, interpretado por Val Kilmer, es un despegue en caída libre para Maverick. No es un spoiler si se está enterado del estado real del actor, un día indeseado por la Paramount y tantas productoras, superviviente de un cáncer a la garganta que le ha privado de la voz. Iceman es la imagen del héroe languideciendo, el de la estrella con luz parpadeante. Maverick podrá seguir imponiendo sus reglas, pero ahora tiene un límite. Y es que ya no estamos en los 80. Tal vez ese dilema no esté lejos de la actitud de Tom Cruise frente a los estrenos vía streaming.

viernes, 6 de mayo de 2022

Doctor Strange en el Multiverso de la locura

La historia nos ha enseñado que a toda guerra le sigue una temporada de oscurantismo, los rezagos de un conflicto que a su vez germinan uno nuevo, pero de una naturaleza distinta, aunque igual de contranatural. Ahora, esta etapa no es una exclusiva de los perdedores. Incluso los mismos ganadores o condecorados de la guerra son víctimas de los estertores posteriores a la batalla. Se provoca así la extensión de un síndrome de amputación, o la carencia de algo físico o anímico, aquello que impulsa a los damnificados, sea el bando que sea, a consultarse: ¿Valió la pena? Si pensamos en ejemplos cinematográficos, ahí están películas como The Deer Hunter (1978), First Blood (1982), Nacido el cuatro de julio (1989) o American Sniper (2014). Todos son casos de colapsos personales provocados por una frecuente retrospectiva y cuestionamiento de esa nueva vida que llevan. Hay un desencanto hacia el presente o la realidad, y, por tanto, una necedad por retomar el pasado o plantearse la fantasía -o ficción- de una realidad ideal o alternativa. Esa es la premisa de Doctor Strange en el multiverso de la locura (2022), algo que el MCU ya nos había adelantado en la primera parte de Avengers: Endgame (2019), extracto en donde vemos a los Vengadores mostrando su lado más lánguido, actitud consecuente luego de la derrota, mas no diferente a la que también expresan los “ganadores” protagonistas de esta película más reciente.

Desde un punto de vista histórico, el conflicto de Wanda (Elizabeth Olsen) es una secuela de guerra, así como el principio de explorar el multiverso. Los héroes no indagan esas realidades paralelas por el mero deseo de ampliar sus conocimientos, sino por un interés personal, el de encontrar un escenario capaz de curar esas fracturas existenciales consecuencia de sus batallas. Lo hicieron los Vengadores en Avengers: Endgame, lo hizo el neófito héroe de Spider-Man: No Way Home (2021), y Wanda intentará hacer lo mismo en Doctor Strange en el multiverso de la locura. Los damnificados intentan revertir su realidad. Su drama es un drama universal, el de la inconformidad humana ante el destino, el deseo de ser dioses para cambiar el orden de las cosas según sus demandas. Es un acto de egoísmo; ciertamente, una traición a su condición de héroes. En las dos primeras películas mencionadas no luce tan desagradable esa idea, pero en esta última sí que lo es. Sucede que aquí es literal el oscurantismo -la magia negra- posterior a la guerra. Wanda convertida en la Bruja Escarlata es el equivalente a la heroína consumada por su secuela de guerra. Esto es trágico. Volvamos a los antecedentes cinematográficos. El neorrealismo italiano nos enseñó cómo una sociedad inocente, la de los niños, se corrompía. Era el lado más doloroso de la posguerra. Sucede algo similar en la película dirigida por Sam Raimi: vemos la perversión de la heroína.

Según la leyenda alemana, Fausto hace un pacto con el diablo producto de la insatisfacción ante su vida. En la versión de Goethe, Fausto, bajo la venia de su maligno tutor, viajará a tierras lejanas y tiempos distintos al suyo con el fin de encontrar ese goce que le es carente en su realidad. La idea de un multiverso es una antiquísima fantasía asociada a la dramática humana, y es además la fuente de un debate entre el bien y el mal. El seguir el destino es el lado correcto, mientras que el evadirlo implica hacer un desvío rumbo a terrenos maléficos. Cuando cruzas ese umbral, ya no hay vuelta atrás. Quién mejor que Raimi para fabricar una deriva a ese territorio oscuro, como el que experimentó Ash en Evil Dead II (1987) luego de abrir el libro del Necromicon o el que descubrió poco a poco la ingenua protagonista de Drag Me to Hell (2009) después de humillar a la anciana equivocada. Luego que ingresas al mundo de las tinieblas, no hay vuelta atrás. No es gratuito que todo inicia con una pesadilla. A medida que avanza Doctor Strange en el multiverso de la locura, la película se embarca al género del terror. No se dude: es la primera película de superhéroes que sabe canalizar y representar el terror. Ahí están las escenas de persecuciones acompasadas por la estimulante musicalización de Danny Elfman que por momentos crispan la piel, así como la multitud de referencias al género. La brujería, el espiritismo, Lovecraft, lo zombie e incluso hay un guiño al J-Horror. Pero es la alusión al tópico del folclore popular lo que más llama mi atención, aquel que no solo es referencia indirecta, sino que, en cierta perspectiva, podría asumirse como la base del precedente del conflicto de esta película. La Bruja Escarlata parece ser la reencarnación de un ser maligno producto de una ira ante esos enemigos que le negaron algo tan humanamente congénito.

Olvidemos por un momento la lectura histórica sobre los traumas de la guerra. En la leyenda de La Llorona, tenemos el fantasma de una mujer que vaga por distintas épocas mientras clama por sus hijos. Es el padecimiento ante la no posibilidad de cumplir un rol maternal. ¿Eres tú, Wanda? Nos vamos hasta Asia, continente que ha producido una enorme cantidad de películas inspiradas en leyendas medievales asiáticas sobre espíritus de mujeres a quienes en vida se les negó el amor de un hombre. Es un sufrimiento consecuencia del rechazo o separación física del ser amado. Una vez más, ¿eres tú, Wanda? Es seguro que Sam Raimi no pensó en la leyenda mexicana o en una película como Historia del fantasma de Yotsuya (1959) al momento de conceptuar su universo, pero lo que sí es seguro es que apelo por recalcar las constantes del género de terror, a propósito de la idea de que los fantasmas femeninos siempre están vinculados a la maternidad o el amor frustrado. La Bruja Escarlata es como un alma vengadora llena de odio dispuesta a acabar contra todo aquello que reviva sus sentimientos de frustración. Esa masacre –la que no escatima el director– es la que, obviamente, gestiona el terror. Pero ese es solo un lado del conflicto de la trama, pues del otro se gestiona un perfil dramático, y ello sucede también con La Llorona y las fantasmas asiáticas. No olvidemos que estas sufren por una carencia humana. Es la humanización de un maligno. La compasión ante un alma maldita, estigmatizada, la damnificada de una guerra que la pervirtió, desesperada por hallar su propio consuelo.

martes, 19 de abril de 2022

The Northman

Tras su tercer largometraje, Robert Eggers confirma su fascinación por relatos que combinan lo legendario con lo mítico. Tanto La bruja (2015) como El faro (2019), son historias que hacen bosquejo a un contexto histórico, pero que no dejan de asistir a simbolismos sobrenaturales a fin de aleccionar a sus personajes sobre las leyes de la naturaleza y la humanidad misma. El bien, el mal, la envidia y la locura son algunos de los tópicos que gravitan entorno a sus protagonistas, ignorantes de esos conceptos. El conflicto será fruto de la reacción sumisa u obstinada de estos héroes destinados a doblegarse ante esos fenómenos desconocidos y superiores a la condición humana. Al igual que en las tragedias griegas, vemos a los personajes de Eggers sucumbiendo ante la poca comprensión de su entorno. El hombre del norte (2022) está a esa misma línea, solo que esta vez el director decide dejar de lado el género de terror y orientarse por lo épico. El tránsito de Amleth (Alexander Skarsgard) es el seguimiento de una ruta de aprendizaje o la búsqueda del sentido del yo; según lo definiría Carl Jung. Ese es el destino de todo héroe. Salir de su estado de confort y descender a los infiernos para ilustrarse ante la vida.


No es gratuito que la historia inicia con un reino celebrando una nueva conquista. Seguido veremos a un rey reconociendo la inexperiencia de su joven príncipe. Ese es el detonante del advenimiento de una línea de aprendizaje o tragedia heroica, y no el magnicidio que ocurrirá posteriormente. Eggers hace una versión libre de Hamlet, o el heredero al trono nórdico que jura venganza ante su tío traidor. Ahora, si bien El hombre del norte se aparta de los monólogos, el director no deja de asistir a las fuentes míticas para ayudar a su protagonista a reflexionar sobre su destino, cuestionar su yo (el “ser o no ser”) y así poder dirigir sus decisiones y advertir los peligros que el escenario cobija. Ahí está esa lección, me parece la última, que le hereda el rey a su hijo, sobre la naturaleza de la mujer: representación del amor o del caos. He ahí una deriva mítica que evoca a los estereotipos de la cristiandad. La mujer aquí es abnegada o es egoísta, hace de guía o pervierte, es virginal o la serpiente misma. No hay mucha novedad en la tercera película de Robert Eggers, algo que no nos hayan enseñado antes los cantares griegos o la literatura de William Shakespeare, además de las tantas versiones correspondientes. Visualmente, es también su película menos lograda. Ciertos trucos de La bruja se repiten, sin contar que estos tenían más sentido bajo una sensibilidad del terror.

lunes, 4 de abril de 2022

CPH:DOX 2022: A Night of Knowing Nothing

Los primeros minutos de A Night of Knowing Nothing (2021) me recuerdan a My Mexican Bretzel (2019). Cartas abandonadas, una voz femenina, un romance prohibido. Ciertamente, aquí el anonimato de la emisora nos anticipa que estamos tratando con un testimonio que tiene un mayor grado de postergación que el diario de la mujer del documental español. A esto se suman los antecedentes o coyuntura a la que alude la escritora en sus misivas. Ya con eso, el documental de la directora Payal Kapadia va por un camino totalmente distinto al de Nuria Giménez. La introducción a un escenario melodramático no es más que una excusa para derivarnos a una pugna política en terreno universitario. En consecuencia, es que la película ahora me persuade a vislumbrar un nuevo vínculo. Se me viene a la mente el ambiente del Mayo del 68. Diversos directores franceses, e incluso uno italiano como Bernardo Bertolucci, a través de su película The Dreamers (2003), promovieron historias en donde se ejerce una dialéctica entre la política comprometida y los primeros amores desde la experiencia de los universitarios en plena efervescencia social. El amor en A Night of Knowing Nothing si bien no es contemplada en primer plano, salvo en la introducción de la película, su referencia es suficiente para detectar de que estamos ante una relación amorosa sintomática; es decir, consecuencia de una divergencia social latente en la nación hindú.

Este testimonio epistolar hace pues referencia a las protestas universitarias en las aulas del Film and Television Institute of India, en el año 2015, a propósito de la designación de una directiva incapacitada para el puesto, lo que a su vez patentizaba el estado de abandono al que estaba expuesto desde hacía años atrás la prestigiosa institución. Se descubre así una lucha por los derechos no igualitarios en un sistema que escatima o hasta restringe valores a las comunidades reconocidas como las castas pobres. Este conflicto encuentra una relación con el melodrama de “L”, la joven que escribe a su amante “enclaustrado” por su familia luego de enterarse que el primogénito tenía una relación amorosa con una dalit, en referencia a una mujer perteneciente a la población considerada por el sistema Indio como la menos privilegiada, aislada en la pobreza extrema y, por tanto, imposibilitada de convivir con las otras castas. A Night of Knowing Nothing no era un melodrama, sino un drama social. Tampoco es pues un drama personal, sino colectivo. De ahí la razón por qué las imágenes en su mayoría registran a una rutina universitaria, en principio, jubilosa, luego, agitada, organizada, reprimida por la policía y agentes de coacción de credenciales irregulares.
Este es un filme que hace un panorama a la apasionada militancia universitaria y de paso hace crítica a la estructura social tradicional en dicho país asiático. En tanto, el drama es el poder político encomendando detenciones, agresiones y provocando un saldo de heridos y muertos. Es un retrato enérgico y aguerrido el que manifiesta el bando universitario, y es también un retrato de frustración y mucho miedo el que este mismo proyecta. El testimonio de “L” no es suficiente para Payal Kapadia. Es así como el documental, además de valerse de un registro epistolar, reúne material de archivo de la violencia desatada por la policía. A Night of Knowing Nothing manifiesta un carácter de denuncia firme que va reconociendo una variedad de formas para expresarlo. Las cartas son intercaladas por arengas, declaraciones a la prensa, cámaras de vigilancia, dibujos enigmáticos que definitivamente traducen un gesto de auxilio en estado de emergencia. Lo curioso también es que este documental parece saltarse los tiempos. Por un momento, “L” responde a más de un enfrentamiento correspondiente a temporadas distintas. Muy a pesar, todos coinciden en una denuncia tradicional fruto de un sistema tradicional y prejuicioso.

martes, 29 de marzo de 2022

CPH:DOX 2022: Brainwashed: Sex-Camera-Power (Highlights)

Un repaso al cine y la constante ejecución de un lavado de cerebro, especialmente desde los platós de Hollywood, el cual persuade a reconocer a la mujer como un objeto sexualizado. Brainwashed: Sex-Camera-Power (2022) hace un primer plano a la conferencia dictada por Nina Menkes, una de las paladines del cine feminista, titulada “Sex and Power: The Visual Language of Oppression” y dictada hace unos años atrás en el Festival de Cannes, y que a su vez se inspira en la teoría de la “mirada masculina” (male gaze) difundida por Laura Mulvey, crucial crítica de cine, ya insinuada desde su artículo “Visual Pleasure and Narrative Cinema” publicado a principios de los 70. En síntesis, Mulvey y Menkes están de acuerdo de que la industria del cine ajusta su lenguaje cinematográfico para beneplácito de la mirada masculina. Es decir; la luz, el movimiento de cámara (o la ilusión), los planos y demás recursos técnicos se ponen de acuerdo para prefabricar a una mujer vista como objeto. En tanto; el hombre se convierte en el único sujeto del escenario y, en consecuencia, es él quien “consume” y goza del objeto o la mujer. La alusión a una ideología patriarcal es obvia. El cine está hecho para los hombres, y las mujeres son una mera carnada a la que además de sexualizarla se le asedia con una serie de convenciones.

Brainwashed sigue por momentos una discursiva del videoensayo. Frecuentes son las proyecciones de secuencias fílmicas por diversos directores en toda la línea del tiempo que sirven de ejemplos en la idea de que el hombre siempre está a la mira o acoso de alguna mujer. En todas esas secuencias, vemos en plano difuso a la mirada masculina y, en contraparte, a una mujer en primer plano, siendo deseada, observada desde lo lejos, seguida por uno o dos, o rodeada por otras miradas masculinas, ella siempre representando carnalidad, y no solo desde su vestuario, sino porque la misma cámara la fragmenta o reduce a un torso, piernas, ojos o boca, la hace además comúnmente pasiva, frágil o dispuesta a ceder a la “caballerosidad” salvaje de sus acosadores. Es toda una tradición universal fílmica la que ha estado ante nuestros ojos y lo sigue estando. Entonces, decíamos, Menkes opta por una discursiva del videoensayo, y también estructuralmente. Hay una lista de puntos que nos ayudan a reconocer a esa mirada masculina, las cuatro ya resumidas hasta el momento. La última, el de la “posición narrativa”, aunque está fuera de la ficción, es la más esencial a cuestionar, pues es a partir de esta que nacen esas raíces difíciles de podar.
A veces caemos en este error de separar la ficción con la realidad cuando se trata de evaluar una ideología o cuál es la política de una película. Detrás de toda ficción, está pues un ejecutor creativo. Menkes responsabiliza a la industria como los ejecutores de ese lenguaje lascivo que cosifica al sujeto femenino. La narrativa fílmica no nace sola, sino se crea mediante signos, patrones, estos se repiten o divulgan e instruyen, y están acondicionados o consentidos por la industria. Brainwashed hace una reflexión sobre un aleccionamiento amoral. El cine enseña a que las mujeres sean vistas como un pedazo de carne e, indirectamente, está normalizando una conciencia del asalto o abuso sexual. Gran parte de las tramas del cine de Hollywood en su época dorada eran sobre hombres domando o aprendiendo a domar a las mujeres. Sunrise (1927), Bringing Up Baby (1938), Gone with the Wind (1939), A Streetcar Named Desire (1951), River of No Return (1954), Vertigo (1958), casi todo el cine negro de esa temporada. Tantas célebres películas han sido difusoras de hombres tomando por los brazos a las mujeres para besarlas, y ellas resistiéndose, pero luego respondiendo con aceptación, o, quien sabe, resignación. Es la cultura de la violencia sexual, el de la apropiación de “algo” al que no se le identifica como sujeto al negársele el derecho a la negación.

CPH:DOX 2022: This Stolen Country of Mine (F:Act Award)

Un documental con rabia social ante el advenimiento de una colonización. This Stolen Country of Mine (2022) nos pone al corriente sobre los acontecimientos en el ambiente social, político y económico en Ecuador durante el gobierno de Rafael Correa, a propósito de la alianza con el gobierno de China. Desde su primera secuencia, el director Marc Wiese deja en claro que estamos ante el testimonio de una sociedad arraigada a su territorio y todo ese imaginario que reposa en este. Lo siguiente, es el descubrimiento de un escenario infame y opresivo, pero también el de la respuesta de un bloque reaccionario y efervescente. Policías y pobladores luchan en las orillas de un campamento minero que es uno de los tantos fundados tras los denominados contratos chinos, una serie de tratados en donde el país sudamericano cedía al país asiático una mayoría de concesiones de reservas naturales, además de tantas otras infraestructuras. Ecuador es controlada por China, y así será al menos hasta el 2024, según el tratado político. Este es el seguimiento de una colonización del siglo XXI: la apropiación de tierras y la economía de un país bajo un marco legal. Aquí no veremos desembarcos de artillerías, sino recibimientos con los brazos abiertos en valor del interés político y no social.

This Stolen Country of Mine funciona casi como un thriller. Gran parte de los registros de Wiese son o bien desde la clandestinidad o atestiguan una represión policial. Este documental tiene impactantes secuencias que no tendría por qué envidiar a alguna película bélica. Pero, claro, no es una impresión épica la que aquí se percibe, sino una dramática y hasta trágica. Basta reconocer a los protagonistas de este enfrentamiento para saber qué tan peligroso es el acto de crear una ofensiva. Los protagonistas de este documental son pues los mismos habitantes de las zonas montañosas del Ecuador, encabezado por Paúl Jarrín Mosquera, activista ambiental. Vemos así una lucha desigual por un flanco. En otro extremo, el periodista Fernando Villavicencio hace una lucha por hacer una difusión pública de los actos de corrupción del gobierno en el caso de los contratos chinos. Se reconoce así a dos persecuciones y dos formas de lucha contra el Estado. En ambos casos, se vislumbra el enfrentamiento de David contra Goliat. De ahí lo dramático y hasta trágico del asunto. Si bien esta nueva modalidad de colonización no inicia con violencia, sí logra derivarse a esta. Ahí está la resistencia de los ecoguerrilleros zonales, una reacción ante la falta de un consenso o asistencia social frente a la degradación de la naturaleza, la reducción de los recursos naturales y el desalojo de comunidades enteras.

lunes, 28 de marzo de 2022

CPH:DOX 2022: Housewitz

Un testimonio cohibido y fragmentado es el que imparte la madre de la directora Oeke Hoogendijk, prueba suficiente e irrefutable de que la memoria del Holocausto para algunos de sus sobrevivientes forma parte de su presente. Lo cierto es que hay algo más crítico en la rutina de Lous. La agorafobia o el temor para socializar o exponerse al “exterior” es síntoma de un trauma que la ha obligado a reconocer a su habitación como un fuerte incapaz de abandonar. Aunque el título componga un juego de palabras ciertamente incómodo (casa-witz), Thuiswitz (2021) no deja de ser eso, el retrato de una anciana habitando en un Auschwitz imaginario, impedida de salir a causa de la posibilidad del advenimiento de un peligro de origen incompresible, pero que definitivamente es más fuerte que ella. Eso, en síntesis, es básicamente una forma de entender la naturaleza del genocidio hacia el judío provocado por el Nazismo. La opresión sostenida por una justificante irracional incapacitó emocionalmente a varios de los que se salvaron de la muerte. Qué impide pues a Lous de salir de casa cuando ese tipo de fascismo ya no reina. La respuesta tal vez sea la misma al momento de preguntarnos qué es lo que impidió a que los judíos se revelaran en los campos de concentración, siendo ellos una gran mayoría respecto a sus celadores.

A primera vista, el estilo de vida de Lous podría confundirse con la de una acumuladora compulsiva, siempre rodeada de cosas y un gato trepando entre las ruinas. Pero este concepto se cancela de inicio para cuando la mujer comienza a narrarnos su pasión por “viajar”. Si bien, físicamente, está impedida de abandonar su recinto, virtualmente, no lo está. Videos de trenes cruzando los rieles de Europa, África o América son las emisiones más frecuentes en su televisor, su ventana a una realidad redundante, pero que no deja de ser terapéutico, un alivio para su encierro. Aunque no sea un tema central, no dejo de ser persuadido por esta experiencia que, creo, vale profundizar. El registro de la imagen resulta para esta mujer, continuamente asediada en sueños o despierta por la memoria histórica, un respiro ante ese pasado que le es permanente. Este no solo la distrae y le dispone la realidad exterior, sino que además la invita a fantasear, expandir su memoria fruto de la ficción. Es decir, convierte un simple registro en cine. Clínicamente, es un análisis interesante, pero fuera de este hemisferio es una evidencia conmovedora. Gran parte de Thuiswitz es rutina “nula”, en donde vemos a un ser postergado cambiando de un lugar a otro con mucha limitación e incluso remedando sus mismas frases o sonidos; casi un gato más en la casa. Todo ello fruto del terror.