Uno de los aciertos de Mi semana con Marilyn (2011) es en referencia al tratamiento anímico que le es ofrecido a esta película. Marilyn Monroe, amada por todos, de cabello rubio, sensualidad desbordante y un carisma lleno de júbilo, era también pues la actriz frustrada, adicta a los antidepresivos, sensible y quebradiza. Una muñeca frágil que necesitaba del constante halago de su público, aquel que se desvanecía cuando la intimidad pesaba, mientras que su confianza y su seguridad se desvanecían. Como ocurre con la mayoría de mitos, Monroe fue una creación pensada para un público, aquel que no sabía o, simplemente, se resistía a ver más allá del coqueteo innato de unas curvas bien modeladas. El mito es pues la historia que enorgullece a una sociedad, no una historia trágica, ni mucho menos una carga designada.
Simon Curtis dirige una historia que no se rinde a la tragedia ni al gozo. Mi semana con Marilyn se limita a definir una trama donde siempre observamos a la recordada actriz desgarrándose las vestiduras o que está disfrutando de los engreimientos propios de una diva. Michelle Williams retrata a un personaje dual, de ánimo bipolar, que por momentos invade la frontera del regocijo y por otros es un espíritu triste e infeliz. Es así como a partir de esto, el filme se va sorteando por sendos caminos; en medio del glamour que no deja de perseguir por todas las esquinas a la joven actriz o en la colorida puesta en escena de “El príncipe y la corista”, como también en los alrededores de la habitación baldía y oscura o través de la sonoridad melancólica que se refleja además en la sonrisa ficticia o de libreto que en ocasiones lanza la bella Monroe.
Otro asunto a resaltar es el caso del también laureado Sir Laurence Oliver, interpretado por Kenneth Branagh. El actor clásico era pues de la vieja escuela de actuación; es decir, el teatro y Shakespeare fueron sus más grandes influencias. Mi semana con Marilyn es también el retrato de una personalidad que se siente disminuida. Es la imagen ególatra –y bien merecida –del actor modelo, pero que en silencio admiraba el gran talento de la joven muchacha, Marilyn Monroe, quien realmente nunca necesitó de un mentor actoral para proyectar a alguien quien ella misma había creado. El encuentro entre Oliver y Monroe significó el choque de dos actores que bebían agua de una fuente distinta; una bien disciplinada y la otra muy natural. Michelle Williams hace lo mejor de sí interpretando al carisma y físico inimitable de Marilyn Monroe. Por otro lado, Kenneth Branagh, otro actor también enchapado a la antigua, es un citado impecable de Sir Laurence Oliver.
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