El chileno Alejandro Fernández Almendras en Sentados frente al fuego (2011) se ajusta a un cine minimalista donde el tiempo y los planos secuencia se extienden lo suficiente para apreciar la vista naturalista de una zona distinta a la Gran Ciudad. Un espacio rural que actúa casi siempre de manera defensiva ante la modernidad que poco a poco ha comenzado a invadir sus campos; desgarrando cultivos, frustrando los conductos de sus ríos, empujando a sus habitantes a un próximo desamparo, a una tragedia que se asoma bajo previo aviso, no quedando más que sentimientos de impotencia y pura resignación. Todo esto sería el contexto anímico de este filme; aquel que narra la historia de una pareja que ha decidido mudarse al campo bajo positivas expectativas, sin saber lo que está a punto de ocurrir.
A diferencia de Huacho (2009), Fernández Almendras en su nueva película no provoca un enfrentamiento cara a cara entre lo moderno y lo tradicional. Si bien existe un discurso inicial sobre cómo la modernidad es aplastante ante el espacio rural, la trama prefiere ampliarse al retrato íntimo de una pareja que sufre una tragedia no predecible. La mujer ha comenzado a enfermar y el hombre ahora tendrá que ingeniárselas para cuidarla mientras realiza sus labores de cosecha. Lo que inicialmente se presentaba como una historia optimista sobre una pareja dispuesta a seguir una vida apacible muy propia del campo, se encamina más bien a lo trágico e inevitable, algo que podría ser correspondiente a la rutina urbana. Es a partir de esta situación que el director se las ingenia para –sutilmente –comparar a estos dos estilos de vida; ambos de una naturaleza antagónica.
Sentados frente al fuego se desenvuelve en gran parte dentro del campo, rodeado de las cadenas montañosas pobladas de nubes y breves nevados. Es la vegetación verdosa, los animales que pastan el césped, las llamaradas que queman tan solo lo necesario. Es alrededor de esto que convive la pareja, una que está rumbo a la desesperanza, pero que sin embargo siempre parece mantener la tranquilidad y la calma. Hay una necesidad por crear la armonía entre el hombre y la naturaleza, sujeto y catalizador. A forma de beatus ille, los personajes de esta historia insisten en vivir su romance olvidando sus penas, no dudando en emprender un paseo en trineo aún así no exista nieve por donde andar. Si bien el destino no sonríe a esta pareja, es esta “vida retirada” la que mengua su tragedia. Por otro lado, existen los momentos en que estos mismos se despegan de su contexto, trayéndolos de manera abrupta a su realidad agobiante.
Fernández Almendras promueve breves indicios que implican a la modernidad como un agente de mal presagio, un elemento maligno que cada vez que entra en escena no hace más que perturbar la estabilidad rural y de sus personajes. El televisor o el celular son ejemplos de cómo la pareja es contagiada de las malas vibras que brinda la tecnología. Por un lado, está el noticiario que abruma con una serie de eventos desafortunados, mientras que por otro, el timbrado que exaspera y sofoca el semblante de un hombre que reprime su insatisfacción, y que curiosamente la libera mediante citas que lleva a cabo en las afueras del campo. Sentados frente al fuego, desde este sentido, sugiere lo mismo que Huacho: la modernidad ha hecho un espacio dentro del campo, en medio de la apacibilidad de la naturaleza, no haciendo más que agudizar las miserias.
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