lunes, 29 de septiembre de 2025

Una batalla tras otra

No se puede hablar del activismo político radical en el cine sin dejar de lado a La batalla de Argel (1966), una tremenda película de Gillo Pontecorvo y gran referencia en la última película de Paul Thomas Anderson. Una batalla tras otra (2025) parece integrar dos películas en una. Primero: el retrato épico y tenaz de un grupo de activistas radicales estadounidenses. Segundo: el retrato de un drama familiar conectado con los pendientes de la primera fase. A propósito, la transición entre ambos bloques es el único momento de reposo argumental que se reconoce a lo largo de esta enérgica película. Es el respiro en la renovación de una historia y de paso de una batalla. Entonces, la segunda parte es que se reconoce el tributo a la película de Pontecorvo. Así como Quentin Tarantino, PTA es un director que hace un saludo a sus directores y géneros favoritos en cada una de sus producciones. Ambos arduos cinéfilos, se diferencian con relación a su disciplina y discreción para manifestar su fanatismo. QT explota momentos, su tributo es más evidente, literal y hasta calcado. PTA, en tanto, es de línea prudente, más allá de reinventar secuencias, él se limita a remembrar a los géneros, películas o directores. La segunda parte de Una batalla tras otra tiene mucha similitud a la dinámica argumental de La batalla de Argel tomando en cuenta que en sendas películas un grupo radical se mueve de un lado a otro desde la clandestinidad, mientras que en paralelo un grupo militar selecto hace lo mismo solo que de manera palmaria.

Uno de los grandes valores de la película de Pontecorvo es que su película es igual o hasta más agitada que la de PTA, y esto capaz tenga que ver con las dramáticas que trata cada uno de los argumentos. La batalla de Argel es extremadamente realista y descarnada. Una batalla tras otra se da licencias de comedia, incluso el drama de una familia —así como el de un grupo de activistas— escindida no invade el terreno del sentimentalismo. Vemos también un acercamiento a la realidad por la que está transitando EE. UU., a propósito de las normativas e ideologías impulsadas por el gobierno de Donald Trump en referencia a las restricciones migratorias y un fascismo creciente; sin embargo, PTA no observa ese panorama tras un filtro alarmante o sobrecogedor. Así como en Boogie Nights (1997) o Inherent Vice (2014), la dramática es neutralizada por estados con ajustes satíricos o hasta caricaturescos. Ahí está el sensei Sergio (Benicio del Toro), un comprometido con las comunidades ilegales, cinturón negro, que suelta unos estupendos chascarrillos, además de un bailecito en las narices de la ley. Él es el verdadero héroe de esta película, y no Bob (Leonardo DiCaprio), típico antihéroe que por momentos no se cree su propio discurso y para colmo es un débil físico y sentimental. Sergio es su Yoga, Gandalf, Miyagi; aquel que le salvará su trasero más de una vez en un solo día y de paso le aportará quietud, aunque de una forma irreverente y excéntrica.

Aunque más dura en su asimilación, Inherent Vice resuena en Una batalla tras otra. Ambas basadas en escritos de Thomas Pynchon, estas dos películas son como un recorrido laberíntico: al doblar cada esquina, aguarda algo inesperado. Pynchon se inspira de las novelas negras y a PTA le fascina el cine negro, historias de detectives que inician con un caso tan simple, pero que se va complicando. Es una batalla tras otra como la que enfrentará el antihéroe, que, ya lo dije, es Bob. Ahora, el trayecto de Inherent Vice es raro y confuso en un sentido argumental y hasta lógico. Por su parte, Una batalla tras otra es enmarañado y desorientador solo que más en un sentido espacial. Mucho detalle al recorrido físico de los personajes. Vayamos en orden. Un grupo de militantes radicales ingresan a un lugar para crear un atentado. Entran por una puerta, salen por otra, espacios angostos, están los hechos a plena noche. Escapan por las vías, cruzan calles, doblan esquinas, entran por callejones, estacionamientos, corren por donde haya lugar. Bob y su sensei cruzan puertas, habitaciones, corredores, no deja de aparecer más gente, mientras tanto van ascendiendo de pisos hasta llegar al techo. Es como jugar el antiguo King Kong. Una de las bases del club de la Navidad —nombre de caricatura— arranca en una casa común y corriente y luego de bajar unas escaleras, aparece un túnel, y así. Es laberinto tras laberinto. PTA parece simular una y otra vez el ingreso de Alicia al País de las maravillas. Apenas cruzas una puerta, empieza la batalla del “todo puede pasar”. Lo que aparenta ser un espacio limitado se amplía por arte de magia. Es el código del conflicto del cine noir, plasmado desde lo espacial.

Pero decía: Inherent Vice es más complejo argumentalmente, Una batalla tras otra no lo es. Es también un relato laberíntico, pero amable con cualquier espectador. Acá no hay códigos que te invitan a retroceder para masticar las ideas, como sí se amerita en películas como Petróleo sangriento (2007) o The Master (2012). Es por eso es muy apresurado decir que Una batalla tras otra está al nivel de lo mejor de PTA. Es una estupenda película con secuencias muy memorables, una agilidad que hace que su duración sea light, y esto también pasa con su argumento. El personaje más complejo de la historia, el coronel Steven Lockjaw (Sean Penn), no se comparará a los protagonistas de las películas anteriores de PTA, quienes demandan nuevas revisiones porque encierran un carácter enigmático. Lockjaw, igual, no deja de ser un personaje rico que merece detenerse para analizarlo. Es la versión hipócrita y contradictoria de un embajador del fascismo, pero eso no quita su habilidad para gestionar una misión de alto nivel de rastreo. El tipo es un sabueso de temer. El miedo que provoca en gran medida es por su obstinación y mentalidad vanidosa y ególatra. Es seguro de sí mismo. Incluso en los momentos de equívocos, este brilla por su cinismo grandilocuente. Pero tiene dos puntos débiles: el deseo de lo prohibido —desde su mentalidad perjuiciosa— y el poder. Estos lo convertirán en un servil. Tanto en lo sexual como en lo oficial, Lockjaw es un pasivo.

Y así son varios los personajes de Una batalla tras otra que tienen puntos débiles. Salvo por el Sensei, ninguno será víctima de la duda. Se repite esta idea de lo impredecible. El hecho de que estemos ante un escenario del activismo radical y la represión estatal es que siempre va a manifestarse el tópico de la traición. Nada está dicho en un terreno en donde tienes todas las de perder. En tiempos de guerra se ven los más valientes como los más cobardes, así como los más o menos comprometidos a una causa. A propósito, es que PTA realiza su primera película comprometida. Una batalla tras otra dialoga con los problemas actuales y fija su línea política de manera firme, pero siempre cuidándose de la censura. Así como muchos de los clásicos de Hollywood, PTA al final parece decir: “Y bueno, estas son las consecuencias si haces esto. Podrás ser muy aguerrido y hábil, pero…”. Queda un mensaje social, una vocación frustrada, una utopía, pero salpicaduras quedan. Una batalla tras otra es una estupenda película, pero no más que Petróleo sangriento, The Master o La batalla de Argel, sin embargo, son tremendas sus secuencias durante la carretera, así como su nueva alianza con Jonny Greenwood. Excelente instante western la que fabrica combinado con el suspense de una vía que sube y baja como una montaña rusa, el uso de un lente que ralentiza el acercamiento y, en tanto, la inquietud sonora del compás de Greenwood complementando la catarsis. Es un momento al que quiero volver a futuro.

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