jueves, 19 de abril de 2012

Titanic: (sobre)valores de un filme para el consumo masivo

Artículo publicado, a propósito de su reestreno en 3D.

Titanic (1997) en su versión 3D a principio se expresa como una nueva experiencia, producto de una expectativa que viene desde Avatar (2009), película también dirigida por James Cameron, y que junto con Hugo (2011), de Martin Scorsese, serían las dos únicas películas que hasta la actualidad han sabido explotar este tipo de tecnología. Ahora, lo real es que apenas emprende la historia de Jack y Rose, ya nos hemos olvidado de las imágenes sobreexpuestas o partículas que parecen salir de la pantalla. El reestreno de Titanic se disfruta, no por el 3D, sino por sus impresionantes efectos, un sonido revitalizado, las tonalidades de sus gráficos digitales, además de otras bondades que ligeramente se pudieron percibir para el tiempo en que este filme, calificado por muchos de "sobrevalorado", fue estrenado en el Perú en tiempos en que las grandes cadenas de cine recién se inauguraban y se iban renovando los soportes técnicos en la localidad.

Al margen de su remasterización, Titanic es en cierto modo una película que ha sabido trascender más como un producto de mercado o ganancia, que como un producto artístico. Respecto a esto, toda película está destinada a ser un producto de consumo, sin embargo, no se confunda la aceptación del público con el valor artístico. Cada uno es diferente del otro. Tanto La lista de Schindler (1993) como Jurassic Park (1993), ambos filmes de Steven Spielberg, tuvieron buena acogida, pero frente a esta situación son los dinosaurios los que están destinados a extinguirse. Por su lado, Titanic se ajusta a las apetencias de un gran público. Una historia de amor concebida en un tiempo récord, frustrada además por una de las tragedias más grandes de la historia –porque así lo pinto Cameron en su filme –, el hundimiento de un majestuoso barco. ¿Qué implica eso? Efectos especiales, sonidos que retumban, vestidos de antaño, y lo que es mejor, el amor platónico de una anciana que ha guardado un recuerdo "fotográfico" por 84 años. Memoria más que envidiable.

Titanic se amolda a una variedad de factores que apuntan a una buena recepción. Esto podría reducirse en un doble valor: el visual y el dramático. El primero sustentado por la calidad de gráficos y efectos espectaculares, mientras tanto el otro jugando al sentimiento, al plantear una historia trillada, el romance entre un chico pobre y una chica de la alta sociedad, ambos rebeldes, transgresores, impulsivos, pasionales, novelescos, ridículos (porque en eso consiste el amor). Es decir, una trama que se esfuerza por que acontezca lo inverosímil, un amor imposible que se convierte en posibilidad. Eso la vuelve una película romántica, una película de aventura, que además está a punto de enfrentar una situación trágica. Tiene de melodrama, de comedia, de acción, todo respaldado por un acontecimiento histórico, verídico. Esto, más los inversionistas y la gran habilidad de su director James Cameron, figurado en Hollywood como uno de los más grandes productores de cine, y, obviamente, el público, fueron los que lograron heredar a Titanic los laureles.

Entonces, surgen las preguntas: ¿Titanic es solo una historia repetida? ¿La película de James Cameron ha visto su gloria solo en el juego del negocio filmográfico? ¿Vale la pena ver o volver a ver Titanic? ¿Merece trascender más allá del lapso temporal en que se estrenó? En cierto modo, la mayoría de películas son producto de calcos, unos más descarados que otros, y la diferencia se promueve en el modo de narración, en su estética, en el cuidado o curación que se le aplica al filme. Frente a esto, la película de James Cameron tiene rasgos efectivos e innovadores. A pesar de su larga duración, no hay lugar para tiempos muertos o rellenos de trama. Titanic se sostiene de un buen guión, una historia que si bien se recarga en retratar la polaridad entre el mundo de primera y tercera clase, no deja de expresar cuotas agudas que se perfilan a las novelas de época y crítica social. El Titanic es en definitiva otro personaje más, uno que se manifiesta exclusivamente para explotar la amplia tecnología de entonces. Una metáfora de la revolución industrial que cuestiona el desarrollo humano. En adición, nos guste o no, James Cameron es hasta la actualidad uno de los grandes gestores en revolucionar la tecnología del cine.

Titanic sorprende en los momentos de la destrucción del barco. El hundimiento del transbordador es expuesto con una crudeza vil y veraz. Una cercanía de lo que muchos esperan verlo o enterarse tan solo viendo un documental y no una historia ficcionalizada. Pero eso no evita que Cameron tenga la pretensión rigurosa propio de un documental o material científico. El barco viéndose partir en dos, la desaparición parcial y luego total de la nave. Entonces lo dramático; el mundo a oscuras, el griterío a mitad de las aguas congelantes,  el rescate a los cuerpos petrificados. Es la muerte graficada, una escena que sensibiliza, pero que no deja de ser artística, como la agonía que Sergei Eisenstein captura en las escalinatas de Odessa o el rostro pétreo de Juan de Arco siendo torturada en la versión de Carl Theodor Dreyer. Si escogiera un solo motivo para ver Titanic, una sola escena que marca la diferencia en toda la película, es cuando Rose busca ayuda para liberar a Jack, quien se encuentra aprisionado en un piso más abajo. El agua inundando la acera, los correderos vacíos, la luz en un ir y venir. La oscuridad. Es el pánico, la impotencia de una mujer que busca desesperadamente ayuda para su ser amado y no la encuentra. El correteo sin ruta de un lado a otro. Es la esperanza que en un momento parece extinguirse, pegada en la pared, inútil, presa del miedo. Eso, hasta que encuentra un hacha. Pura ficción. Puro cine.

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