Un grupo de
paramilitares de Indonesia, algunos retirados y otros aún activos, han
observado que la memoria es imprescindible para crear los cimientos del
imaginario social, aquella conciencia que en un pasado fue atormentada y, en
ocasiones, asociada al principal antagónico de la entonces Dictadura
Militar; el comunismo. The act of killing
(2013) es un documental de terror, uno que captura testimonios francos, muy
veraces, aquello que lo convierte en un filme crudo y perturbador. Anwar Congo,
además de otros sicarios que estuvieron encargados de aplicar cacería a los
movimientos políticos ajenos al gobierno sublevado a partir de 1965, son los
personajes de esta historia, una que se encuentra entre el límite de lo real y
lo ficcional. Así como ocurre en la fílmica de Nicolás Pereda o Apichatpong Weerasethakul,
el director Joshua Oppenheimer aprovecha en documentar hechos reales a través de la
oralidad, pero que a su vez están pasando por un proceso de adaptación.
The act of killing va aglutinando de manera objetiva los hechos sangrientos desatados
por sujetos que hoy en día se sienten orgullosos de sus acciones. Es la mirada
al pasado sin la intención de crear reconciliación, sino todo lo contrario. Existe
una necesidad por perdurar aquello que fue parte de la Historia, y en medio de
esto, se van filtrando ideas de mentes retorcidas, unas más oscuras que otras. Individuos
que justifican una matanza en base a razonamientos cínicos e incluso perversos.
Mientras que para algunos de ellos el homicidio fue resultado de una medida
drástica para frenar una posible insurgencia, para otros estos significó simple
acción dominante. Son los que no dejan de identificar al comunista como enemigo
y los que reconocen a estos como víctimas de un gobierno opresor. Lo cierto es
que en ninguno de los casos, hay indicio de arrepentimiento.
Todo esto es el lado documental. Son los principales
actores comentando sus puntos de vistas, lo que pensaron entonces y lo que
piensan hoy. Es también el recorrido hacia zonas golpeadas por la Dictadura,
los rezagos de la guerra, espacios donde lo caótico es cada vez más crítico. Son
los oficios criminales “oficializados”, tales como los gánsteres, los que a su
vez se han apoderado de las calles asumiendo –también cínicamente– un discurso que
apela a la libertad del hombre. Es además el mundo paralelo, la vida
globalizada, un espacio de la sociedad que no ha sido trastocado por la
radicalidad, y la que responde a su lado adverso con ignorancia o militancia.
Pero está también el lado ficcional. Es el proyecto fílmico de los
paramilitares, uno donde se recopilará las mecánicas o simples historias de
asesinatos que más tarde serán dramatizados por sus mismos verdugos. Es entonces
cuando la película resulta ser más compleja de lo que parece.
Las puestas en escena, la búsqueda de locaciones, el
maquillaje gore, la performance
improvisada y demás acciones que implican el proceso de filmación, resultan ser
un acercamiento “más” verídico y, por lo tanto, más dramático que lo
manifestado en los espacios documentados. Sin premeditarlo, los responsables de
numerosos asesinatos vivirán en carne propia, por un lapso de tiempo, lo que sufrieron
sus rehenes. Entonces somos testigos de cómo ciertos tormentos y fantasmas van
despertando en el inconsciente de algunos de estos personajes. Es el tránsito
provisorio –lo que dura el rodaje de una escena– de victimario a víctima. Si en
el discurso documental captábamos de forma testimonial los hechos trágicos de
personas humilladas, mutiladas, brutalmente asesinadas, en un plano ficcional
nos acercamos al sufrimiento, el quiebre anímico temporal de individuos infames
que rozan con la locura y lo absurdo, parodiándose ellos mismos.
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