Extensa
es la lista de épicas que retrataron a visionarios revolucionando sus
respectivos escenarios fruto de su creatividad y obsesión exuberante volcada hacia
sus objetivos. Charles Foster Kane en Ciudadano Kane (1941), Brian
Fitzgerald en Fitzcarraldo (1982) Howard Hughes en El aviador
(2004) o César Catalina en la reciente Megalópolis (2024) son ejemplo de
ello, sujetos rebeldes contra el conformismo, fieles a sus instintos y siempre dispuestos
a echar a andar su magna obra así su propia nación vaya en contra de sus
deseos. Contra viento y marea, sus biografías se convertían en referentes o
puntos de inflexión dentro del orden establecido. Pero ese era un solo lado de
la moneda, pues del otro se descubría el perfil trágico de estos personajes,
perfectos prototipos shakesperianos que invocaban la envidia de sus enemigos
también deseosos de hacerse un lugar en el Olimpo. Y aún más temible eran sus
demonios internos. Los traumas del pasado, la locura o la enfermedad fueron el talón
de Aquiles para esos referidos héroes trágicos. El padecerlos o revivirlos era
el único medio que detenía a estas fuerzas impetuosas. Entonces el mito
descubría su lado frágil y humano, una personalidad expuesta a la humillación
si fuese revelada a sus adversarios. Esta última idea es esencial en la
historia de László Toth (Adrien Brody).
El
brutalista (2024), de Brady Corbet, nos presenta cómo el
arquitecto de origen húngaro no se libró de las ofensas generadas por su linaje
judío o su condición de migrante, a pesar de ser un personaje célebre en la
Europa oriental, denominado fundador de “toda una ciudad” , la misma que cayó
en desgracia consecuencia de la Segunda Guerra Mundial, hecho que lo obligó a huir
a Estados Unidos bajo condiciones infrahumanas. Ese cuadro dramático será el
prólogo de El brutalista, punto de partida que ya de por sí da señas de que
el emblemático arquitecto transita por una senda ajena al de los anteriores
mencionados, quienes más bien reconocían las desgracias o experimentaban un
toque de fondo recién a mitad de su aventura para después despegar. Dicho esto,
la épica de Corbet no precisamente es un canto triunfal a su protagonista, sino
el relato de una fantasía no concretada, el falso recibimiento que se le hace a
un genio, un huérfano adoptado, sacado de su desgracia, para después vivir adversidades
aún mayores. Toth pasa de los campos de concentración a ser cautivo de sus
“benefactores”, representantes de una sociedad que se da aires de filantrópica,
cuando más bien es hipócrita, arribista y obscena. El destino de Toth describe
los efectos del carácter egoísta del sujeto moderno que emergió en la posguerra
y se ha venido arrastrando hasta la actualidad en tiempos de refugiados europeos
y los deportados de Estados Unidos.
El
brutalista significativamente se estrena para cuando Donald
Trump ha sido recientemente relegido y con ello resurge aún más firme el
discurso del odio y el mal pago hacia una comunidad que ha construido parte de
la triunfal Estados Unidos. Hasta cierto punto, Toth puede ser interpretado
como la mano de obra abaratada en un sistema que finge proteger a las
comunidades minoritarias a fin de exprimir las aptitudes ajenas, y para colmo demanda
reconocimiento por su asistencialismo depravado. Pero no nos refiramos aquí al
razonamiento del personaje de Harrinson Lee Van Buren (Guy Pearce), el paladín
por excelencia de ese imaginario abyecto. Basta con tomar como ejemplo a Attila
(Alessandro Nivola), el primo de Toth y primer protector del arquitecto en
territorio americano, un hombre alienado por la cultura del narcisismo y la
falsedad, a pesar de sus antecedentes de migrante. El brutalista define
al pensamiento estadounidense como un adiestramiento persuasivo y corruptor.
Attila o Lee Van Buren son de la misma calaña, solo que al primero todavía le
falta el criterio para valorizar esa fuente digna de colonizar. Attila es un
personaje que se ha despojado de su identidad, ha adoptado un nuevo nombre, un
perfil de negocio –“A los americanos les gusta el negocio familiar”-, mantiene
en anónimo sus deseos más pervertidos y corrige cualquier desfogue de estos
apelando a la cancelación. “No soy yo quien está mal, sino László”. Y es así
cómo Toth revive la deportación.
Lo
que más adelante le sucederá a Toth bajo la tutela de Lee Van Buren será una
réplica amplificada de su anterior experiencia junto a su primo, solo que esta
vez se le adiciona sus esfuerzos por construir lo que sería el vestigio que
hablará de su ultraje, sus experiencias bajo el yugo de una sociedad que le
recuerda a sus días de prisión en los campos nazi. Su magna obra entendida como
un legado que va más allá del reto personal o profesional, como la bomba
atómica para Robert Oppenheimer, otro héroe trágico que ascendió al Olimpo
desde la mirada de Christopher Nolan en Oppenheimer (2023). La
construcción de Toth en el alto de una cumbre en Pennsylvania es el equivalente
a un testimonio oral para los desplazados de una violencia de cualquier clase.
No solo es un desfogue terapéutico que va en búsqueda de la reparación, es
memoria a la vista de todos, un discurso político hecho de material noble,
denunciante, sobrio, pero simbólico. Fascinante es la última secuencia que nos
hace un sórdido tour a las entrañas de ese titán arquitectónico. De pronto,
surge el contraste entre los efectos del sol y la noche. Es la ambigüedad de lo
estético con lo político. El brutalista descubre las sombras de la
simulación moral que condenan a su protagonista, quien es testigo de un
chauvinismo advenedizo que se autodenomina como la patria de los elegidos. Esta
es una película que también aprovecha a cuestionar el sionismo hoy en su peor
momento.