En una Checoslovaquia
comunista, un adolescente y su madre se las ingenian para reencontrarse con el
padre que ha viajado hace años a Gran Bretaña. 80 cartas (2011) es el recorrido silente y nostálgico de un par de
personajes obsesionados con el reencuentro. Václav Kadrnka realiza una especie
de testimonio sobre un tiempo duro, uno que no se delata de forma agresiva,
pero que sí convalece de un ambiente pesadamente desolador. En este filme no
existe más ruido que el de los objetos o del pensamiento que se escucha al son
de la pluma que escribe las memorias diarias, eventos triviales, salvo el de un
plan de escape. La trivialidad, por otro lado, sí se materializa en las acciones
de los otros personajes, unos que parecen estar sedados, atrapados a un ritmo
inmortal y mecánico.
80 cartas hace de la excepción la acción medular de la madre y el hijo, la que
inventa una enfermedad –para huir del país– y el que en verdad está enfermo. El
ir contra el modo de vida de la Checoslovaquia de entonces, da al respecto
signo de padecimiento, tanto emocional como físico, y en ambos casos van
directos al corazón. Lo cierto es que el punto frágil del filme de Václav
Kadrnka es la misma mudez que se encuentra en todos los espacios. Los tiempos
muertos encuentran significado en una onda muy personal –el filme es
biográfico– y ajeno a un espectador que podría asumir dicha separación familiar
como un evento sin tonos trágicos al no hallarse un punto álgido en escena. Hay
en su lugar un ejercicio que empuja a la suposición. Fuera de la trama, el
filme de Václav Kadrnka se embellece de una fotografía limpia, de matizados
opacos y naturalistas, uno que recuerda al trabajo de Sven Nykvist en filmes de
Ingmar Bergman.
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