Las radios afirman que
la Segunda Guerra Mundial está llegando a su fin. Mientras tanto, en un pueblo
ruso, los pobladores y su mismo contexto ya son víctimas de los rezagos de la
guerra. La pobreza, el hambre y la enfermedad están al paso de todos, y, sin
embargo, en medio del terruño azotado por el más crudo invierno, se asoma una
belleza lírica que parece entibiar el alma de alguno de sus residentes. La casa con la torreta, de Eva Neymann,
es un filme que enfrenta los síntomas trágicos y estéticos. Es por un lado el seguimiento
al drama de un niño, el sujeto más frágil que podría reconocer un conflicto
armado, y, por otro lado, es la película en blanco y negro que embellece la
melancolía a través de contraluces, el marco minimalista de la naturaleza
muerta, encuadres con ligero picado, la luz no artificial que proyecta un halo de
luz en medio de la oscuridad.
La casa con la torreta explota el lado visual de un filme inspirado en el cine de
Andrei Tarkovsky. Es la mirada al rostro petrificado de la gente, una que más
refleja en mudez que con palabras. Es el lenguaje de la mirada pura de una niña o el plano grotesco
de una cara accidentada por la mala vida. La película de Neymann, si bien gira
en torno a la historia dramática de un niño, hace planos generales de su
alrededor, sea en la ciudad, dentro de un hospital o un tranvía. Las acciones o
metas del filme son del todo pasajeras. No hay necesidad de fiscalizar el final
de la trama, una que se despeja de un cierre concluso o abierto. La casa con la torreta es una película
contemplativa, plagada de personajes planos o estereotipos muy definidos. Un
momento de la historia en que hay ciertas cosas que han perdido significado y
solo queda lo esencial, lo que emerge del alma y sale a la vista.
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