Medianoche en París (2011) se inicia con una larga secuencia de planos generales que van pintando el rostro de la capital francesa. En principio, el sol que se va asomando al igual que los primeros rostros de la ciudad parisina. Es el cenit y el gentío ha tomado avenidas, galerías, museos, puentes y escalinatas, así hasta que la luz natural se va asiendo cada vez más tenue; el anochecer se acerca, es momento del espectáculo. La “Ciudad Luz” es majestuosa, las calles brillan, el ambiente toma ese aire mágico innato o abstracto, sentimiento que muchos posiblemente nos hemos contagiado luego de leer libros de tanto viajero excitado. Son casi dos minutos donde la ciudad, su gente y su clima, el ambiental y el anímico, dan apertura a la nueva película de Woody Allen, que luego de recorrer en anteriores filmes las calles más transitadas de Londres y Barcelona, se asienta en esta ocasión en París a rendirle tributo.
Allen parece tomarse su tiempo cuando se trata de hacer una buena película, siendo la más próxima Match point (2005) y no las siguientes, ya que la misma fama que se ha impuesto el neoyorkino provoca ser más exigente sobre sus diálogos de sujetos disparatados, los mismos personajes que no dejan de ser tan ricos y seductores. En Medianoche en París, Woody Allen introduce casi lo mismo que ha realizado en parte de su filmografía, crear una historia sobre la vida sofisticada a partir de la mirada de un sujeto que si bien pertenece a este círculo se abochorna, está aburrido de un espectáculo que juzga pero que reacciona –inicialmente –con un perfil bajo. Gil (Owen Wilson) es el típico escritor frustrado, guionista próspero en Hollywood que hasta ahora no encuentra la seguridad para escribir una novela, la misma que esconde a sus más cercanos por ser “seres” ajenos al tacto literario o al menos al egocentrismo que todo escritor nato posee.
Gil es el extranjero que ha viajado a Francia junto a un grupo social al que también es ajeno, conformado por Inez (Rachel McAdams), su prometida, y los padres de esta, dueños de una elegantísima casa en la zona más exclusiva de Hollywood. Doblemente extranjero. El personaje de Wilson se ve atrapado en un mundo insalubremente irreal, embarrotado a los viajes de la futura suegra a tiendas donde las cosas valen su peso en oro, aturdido
ante la apatía natural de su posible suegro y sus relaciones en el Tea Party (persona
que lo toma además por comunista al tener una ideología contraria al republicano), a los recorridos interminables al museo o alguna galería junto a su novia, lo cual no tiene nada de malo si no fueran acompañados por una pareja de amigos de lo más insoportable. Allen siembra su estilo, de tomar al protagonista y rodearlo de gente intolerable, la suegra metiche, el suegro conservador, la novia romántica, el tipo que “lo sabe todo” –o seudo-intelectual –y su pareja de este que no dice nada. Es la comedia irónica, todos poniendo de su parte para alimentar la inseguridad del aspirante a escritor, Gil, quien no tiene ningún otro deseo más que pasear por esa Francia que leyó de sus héroes literarios y todos los demás artistas que tomaron posada en la ciudad donde caminar bajo la lluvia es toda una experiencia.
Medianoche en París es la historia de un incomprendido que viaja cada medianoche a un mundo asincrónico, un lugar y tiempo de fantasía, el “viaje al país de la maravillas”, el escape perfecto de Gil que lo aparta de lo insignificante y lo enrumba a lo inspirador, a lo estimulante, a lo mágico, al amor. Tal como ocurre en La rosa púrpura del Cairo (1985), Allen acerca a su infeliz protagonista a lo imposible, a lo gratificante. El veterano director luego de enclaustrar a sus personajes les brinda luz, aquella que consiguen a través del deseo, una mezcla de sentimientos pasionales, prohibidos e incluso imposibles. Gil tendrá la oportunidad así de convivir con los suyos, con los que admira, personajes como Ernest Hemingway, Man Ray, Cole Porter, Gertrude Stein (Kathy Bates), quien le dará consejos sobre cómo llevar mejor su novela. Gil viaja a la Francia de los años 20, rodeándose de intelectualidad, de la bohemia, de su pasión como escritor, de Adriana (Marion Cotillard), bella, seductora y al parecer inalcanzable, doblemente deseable. Allen no responde a la razones sobre cómo ocurre eso, solo se da y se disfruta.
Medianoche en París es una suerte de comedia intelectual, donde la mayoría de bromas giran en torno a una profunda cultura general de los años 20, donde la risa que se provoca en el debate entre Salvador Dalí (Adrien Brody) y Gil sobre los “viajeros del tiempo y surrealistas” es lo más cómico en todo el filme. Ernest Hemingway (Corey Stoll) creando afrenta a todo el que se le cruce, un simpatiquísimo Dalí, genial y orate, un F. Scott Fitzgerald (Tom Hiddleston) enfermamente enamorado, cada uno de los personajes con una esencia carismática. Owen Wilson es distinto al de las comedias comerciales, e incluso a sus interpretaciones al lado de Wes Anderson, quien hace méritos protagonizando un “alter-ego” de Allen. Medianoche en París si bien no está entre las mejores de Woody Allen, es lo mejor que ha realizado desde Match Point, dejando un genial debate sobre si en verdad lo pasado o lo clásico es mejor que lo presente o actual. Tal vez esto solo pueda ser correctamente respondido por las póstumas generaciones.