jueves, 30 de mayo de 2019

X Festival Al Este de Lima: Leto

Si bien su interés primario es recrear un retrato generacional musical y contestatario, la nueva película de Kirill Serebrennikov parece inclinarse más en evaluar el menage a trois que resulta entre los protagonistas de la historia. Leto (2018) es un biopic sobre el encuentro entre los cantautores soviéticos Viktor Tsoi (Teo Yoo) y Mike Naumenko (Roman Bilyk), sus estilos que se complementan, pero que no dejan de ser incompatibles. Existe una admiración mutua, aunque también una suerte de rivalidad silenciosa, que no necesariamente está asociada o se gesta ante la presencia de Natasha (Irina Starshenbaum), la esposa de Mike. La escena de una entrevista y una pregunta sobre “el concierto ideal” para los músicos pone en evidencia que ambos personajes apuntan a una misma dirección, solo que asumiendo rutas distintas y distantes. Y es obvio que este pensamiento musical también se reflejará en el plano sentimental, siendo uno más romántico, mientras que el otro es emocionalmente sobrio.
Leto tiene de melodrama y musical, todo sujeto desde una puesta en escena que alude a una generación que, a pesar de la época controladora, vive con optimismo al saber encontrar sus canales de evacuación mediante conciertos y grabaciones, desde donde se difunden canciones ambiguas (esquivando la censura estatal), o por medio de sus fantasías compartidas, estas concretadas mediante escenas cantadas que son registradas en planos secuencias. Es el lado encantado y pretencioso del filme que se esfuerza por ajustar su historia a canciones de Iggy Pop o Lou Reed. Es el tributo a lo occidental, algo que se manifiesta también en el triángulo amoroso que alude a la retórica de las corrientes del cine francés. Kirill Serebrennikov quiere hacer las de Philippe Garrel, pero su filme tiene mucho de romanticismo de exportación. No hay un discurso del amor, o si lo hay es ínfimo o infantil.

domingo, 26 de mayo de 2019

Quién crees que soy

¿Qué vínculo tiene Facebook y una terapia psicológica? Quién crees que soy (2019) responde a esa pregunta mediante la historia de Claire (Juliette Binoche), una madre divorciada que pasa los cincuenta años, quien comparte y rememora a su psicóloga su acercamiento a la red social, sobre cómo se forjó una “relación”, y desató un dilema y luego un conflicto emocional. El director Safy Nebbou no descubre el fuego. Su película nos orienta a conceptos que son familiares en referencia a Facebook asimilado como un espacio asentado en el limbo, entre la frontera real y la ilusoria, capaz de revaluar y modelar las identidades al punto de difuminar sus orígenes. La red social reconocida también como un espacio de depuración; y es ese su vínculo con las sesiones psicológicas. Esta plataforma virtual, dentro del argumento, actuando como diván para una mujer aburrida, contenida, fragmentada. Ambos espacios, el real y el virtual, serán medio de desfogue, y de paso lugar en donde pueda recomponer su identidad o dignidad.
Quién crees que soy transita por el drama personal para después abrirse al melodrama o, para ser más preciso, al romance que se inventaron/imaginaron dos personas. Chris (François Civil) y Clara se han enamorado desde el universo cibernético. Pero Clara no existe, y en su lugar está Claire jalando los hilos desde el perfil falso que ella creó asumiendo el rol de una joven de 24 años que ha logrado seducir al hombre de más de treinta años. En razón a lo predecible que resulte este embrollo, Safy Nebbou responde con un par de giros dramáticos, uno más pintoresco que el otro. La telenovela trágica –disfrazada de prosa terapéutica– parece ser inspiración en la trama a partir de una primera revelación. Es un esfuerzo por sorprender, quebrar tal vez las pocas alternativas a las que podría encallar la historia de la protagonista. En vía de comprender ese medidor dramático, el personaje de la psicóloga parece encarnar la reacción del espectador, en principio, asumiendo este caso clínico con seriedad y postura, pero luego con curiosidad y morbo, y al final con confusión o hasta decepción.

sábado, 18 de mayo de 2019

Retablo

La ópera prima de Álvaro Delgado Aparicio se apodera de un conflicto conocido. Los prejuicios de un entorno conservador reaccionarán ante un acto calificado como impropio, el cual se ejercerá desde un plano íntimo y otro público. Retablo (2017) se asienta en una comunidad rural de Ayacucho, espacio en donde el hijo de un artista de retablos será testigo del declive de su familia, a propósito de una revelación. Así como sucedía en Contracorriente (2009), es el propio entorno, sus costumbres y rituales, los que difuminan ese conflicto ya recurrente. Sabemos que el drama o incluso la tragedia golpearán el cotidiano de los protagonistas en algún momento, sin embargo, la novedad o la expectativa está en las reacciones o los modos en cómo estos se manifestarán. Existe pues una distinción distante entre las sociedades en cuestión, las que si bien coinciden en rechazar mismos comportamientos que van en contra de sus preceptos, unos podrían ser más reaccionarios que los otros.
El otro rastro de expectativa tiene que ver con el tratamiento dramático que el director aporta a su argumento. Retablo es una película intimista. La historia, el mismo conflicto, transcurre desde la mirada de Segundo (Junior Bejar Roca). O sea, el espectador asimila los acontecimientos desde la timidez o inexperiencia del adolescente. El filme asume por eso mismo un carácter contemplativo, observador. De ahí por qué la película siempre denota un aliento pasivo, incluso a pesar de la crisis. Luego de la revelación, Segundo pasa de la serenidad a la confusión, pero eso no lo desviará de su actitud de reserva. Retablo opta por el drama contenido. Puede ser una historia que se incline al morbo gráfico, sin embargo, opta más bien por el rito de lo reprimido. Es el otro lado o reacción de una postura conservadora. Segundo no está asociado a una naturaleza ofensiva. Al igual que su padre, mira con sobresalto el ajusticiamiento público –esa otra reacción–. Se podría decir que Segundo es la versión benigna de su comunidad, lo cierto es que no se está seguro si es porque esa es su naturaleza o fruto de su mocedad.
Retablo es lograda gracias a ese modo de entablar con la dramática. Álvaro Delgado Aparicio va creando sutilmente fases, momentos por los que transcurre el conflicto y cambios de perspectiva por los que pasa su protagonista, en cómo este asimila esa realidad, que en cierto punto es incomprensible, luego es un problema, y, finalmente, deja de serlo para convertirse en una consecuencia a la que debe asumir responsabilidad y abnegación. Segundo madura en obra y (tal vez) en pensamiento, algo que posiblemente no lo hubiese digerido si es que ese acontecimiento hubiera recaído en un vecino. Retablo es la historia de un aprendiz no solo en el arte de los retablos, sino también en la vida misma. La película inicia con el padre tapándole los ojos, haciéndole repasar esa mirada “memorizada” de lo que es una familia tradicional, aquello que se repite una y otra vez en los retablos, que son reflejo de la fantasía social de las tradiciones correspondientes. Esa escena es casi una metáfora a lo que más adelante pasará: el conservadurismo enceguece.

martes, 14 de mayo de 2019

La flor

Gracias al Festival Transcinema y a la sala de Ventana Indiscreta de la Universidad de Lima se pudo ver (por fin) en tres partes La flor, de Mariano Llinás, película argentina que tiene una duración de 14 horas.

El serie B y las actrices del colectivo “Piel de Lava” son dos atributos omnipresentes, que de alguna manera funcionan como premisas de inspiración, en el nuevo filme de Mariano Llinás. Son además rasgos novedosos respecto a lo que ya ha realizado el director argentino. La flor (2016-2018) es un largometraje de 14 horas de duración que está compuesta por seis historias. Así como en Balnearios (2002) o Historias extraordinarias (2008), Llinás opta por la estructura de historias cortas, el desfile de personajes que, por muy curiosos o apasionantes que sean, “están de paso”. Adicionalmente, estos mismos relatos cortos gestan sus propios relatos. Historia(s) dentro de la historia. Esa suerte de caja china es fruto de un efecto evocativo provocado por el recuerdo de los protagonistas o la voz narradora que asalta al pasado de esos sujetos. Existe una obsesión del director por la memoria retratada, tendencia que define su estilo y se vincula al concepto de su fílmica. El cine de Llinás dialoga y piensa en base a lo efímero.
¿Qué trata el cine de Llinás? En primera instancia, son las breves vidas de personajes. En un segundo bloque, son los recuerdos de estos. Es decir; vemos vidas que entran y salen, recuerdos que vienen y se van. Lo efímero está intacto en las películas del argentino, y este rasgo es más vital y transgresor en La flor, a propósito de las cuatro primeras historias incompletas. Es el acto “terrorista” del director obligando al espectador a concebir su idea de lo efímero, lo imperdurable o lo que caduca e incluso con anticipo. Nunca sabremos a ciencia cierta qué pasó con la historia de amor de un dúo musical o cómo aconteció el trágico desenlace de unas asesinas contratadas; y antes de preguntarnos o cuestionárselo al autor, Llinás ya nos está presentando una nueva (y frustrada) historia. Es como quitarle en pleno clímax el juguete a un bebe y darle otro antes que llore. Lo pasajero, entonces, como una pauta de las tramas o conflictos. Y esto nos lleva a los personajes, los “efímeros”. Muchos de ellos son o pasan como extranjeros. En otras palabras, son individuos en tránsito (efímeros). Pero no solamente en términos de lugar o territorio, sino también porque se convierten en “extranjeros” de vidas ajenas.

En Historias extraordinarias, un trabajador de oficina viaja a hacer oficio en un lugar apartado. En medio de la rutina y el aburrimiento, descubre la enigmática y fascinante historia del anterior que ocupaba su puesto. Este citadino, extranjero territorial, es también extranjero en la vida de un desconocido o historia que no le pertenece y no deja de indagar. Llinás, básicamente, emula el rol de un espectador. Un extranjero husmeando una historia efímera. Lo cierto es que sería más preciso señalarlo como lector y no como espectador. Ese mismo personaje de Historias extraordinarias ingresa a la historia ajena en cuestión a través de la lectura, las hojas sueltas o la documentación. Se vuelve detective de a medio tiempo de fuentes orales. Caso en La flor, vemos a un científico husmeando el diario de un director de cine. Él lee la memoria de un personaje que, a pesar de los anales, no tiene idea quién es o qué hace –la memoria siempre es difusa–. Llinás, sin duda, se ve representado. El fisgoneo de sus personajes es una recreación a su labor, indagando sobre mundos que podrían inspirarlo. Llinás y sus protagonistas son sabuesos de historias extranjeras, extrañas, exóticas.
El exotismo en Balnearios o Historias extraordinarias es la carnada o motor de la curiosidad de sus personajes. Lo cierto también es que en La flor el exotismo se ve intensificado. Los relatos cortos de Llinás viajan a Budapest, París, Moscú y demás ciudades. Sus personajes hablan francés, alemán, ruso, lenguas aborígenes. Es el quiebre brutal entre lo normal y lo extravagante. No es gratuito que muchas de las historias de Llinás inicien en los espacios periféricos de Argentina, lugares que expiran una lenta y limitada rutina. El mismo prólogo de La flor es el director desde una locación que es familiar en sus películas: una autopista que hace metáfora de su cine sobre personajes que “están de paso”. De un momento estás ahí, luego en un edificio público de la Unión Soviética. A este punto, se hace evidente otra característica del cine de Llinás. Sus películas pueden resumirse además como historias de personajes comunes haciendo conexión con individuos o situaciones extraordinarias. Alfred Hitchcock.

Las películas del británico retrataban a personas aburridas, agotadas con su rutina, estando al borde de la jubilación o al límite del conformismo cotidiano, que luego se ven vinculadas con rutinas de espías, asesinos contratados, muertas que no estaban muertas. En La flor vemos a muchos de esos personajes hitchcockianos, aunque solo comprometiéndose con esas historias desde un plano observador. Claro que el hecho de ser únicamente testigos o leer la vida de espías, guerrilleros, amantes o brujas, ya los integra espiritualmente a esas historias. En consecuencia, vemos a los personajes obsesionados con las historias o los roles que interpretan esos extraños; tal vez una proyección de sus deseos. Es como la obsesión de Llinás por el serie B y sus cuatro actrices, rasgos que curiosamente también están asociados a las credenciales de Hitch, autor que se inspiró en libros de serie B para hacer sus películas y se inquietó además con ciertas de sus actrices al punto de afectarse argumentos de su trama. Salvo por el Episodio 5, en donde no participan las actrices, ambas características se repiten en el transcurso de La flor.
Aunque no sea la historia más atractiva, es el Episodio 4 el que mejor representa el espíritu del serie B y retrata la obsesión hacia las cuatro actrices. Es en este relato más largo que Llinás se la ingenia para dar rienda suelta a su fantasía serie B, no solo asistiendo al argumento de derrotero sinuoso y embustero, sino también fabricando con ingenio los “defectos” técnicos, que dentro de este universo se convierten en virtudes. Un mal movimiento de cámara, el sonido de un claquetazo no registrado, el efecto visual de un vuelo con escoba, el doblaje de voces, la actuación impostada. Todos son argumentos intencionales. Y luego está el cierre del episodio, el tributo a las musas. El director muestra su ojo obsesivo, el del autor que indica que la escena o la historia no están completas sin la presencia de alguna de estas, quienes no tienen nombre y son unidad, son rostros, son seducción, son corporalidad, son deseo. La flor es atractiva por su estructura y contenido consciente. El logro de Mariano Llinás no es la experiencia fílmica de 14 horas, es más bien el reto de saber integrar una serie de personajes y argumentos en una sola pieza.

viernes, 10 de mayo de 2019

9 Semana del Cine Francés: Mes provinciales

Una película que bebe de la puesta fílmica francesa que proyectó la nouvelle vague, Eric Rohmer, Claude Lelouch, Philippe Garrel y tantos otros, sobre un panorama generacional, una juventud en estado de madurez y la plenitud de desencuentros personales y profesionales visto desde la mirada a una biografía protagónica –que no deja de observar al fondo colectivo–, ingresando a lo íntimo, a veces en tono de confesionario, asumiendo una estructura de diario o en capítulos, que fijan límites que no solamente funcionan como pautas del paso del tiempo, sino también denotan temporadas de transición, que no necesariamente garantizan el desarrollo personal o emocional. Esto se expresa en Mes provinciales (2018), de Jean-Paul Civeyrac, historia que manifiesta a un protagonista y una generación que arrastra dudas, se frustran, se terminan por estancar. Es un derrotero hacia el descubrimiento de un romanticismo agónico.
La película inicia con el protagonista dejando su provincia natal y enrumbándose a la inexplorada París. Étienne (Andranic Manet) despliega inocencia en su propio entorno. La despedida a su familia y amada dan seña que su aventura personal –el estudiar cine en la capital en una universidad de prestigio– implica un sacrificio. Es el primer indicio de una (tal vez) madurez forzada. Ya en la gran París, la inocencia de Étienne se convierte en ingenuidad. Ha ingresado a un espacio no romántico. Es la mirada reservada y hasta conservadora del recién llegado ante un entorno distinto. Se sospecha que el nuevo mira con exotismo los debates políticos, posturas artísticas y el amor libre, gesto que expresa mediante su silencio o su repentina huida de una fiesta. Como en las novelas del realismo francés, el protagonista es un extranjero en una sociedad, un ajeno a una ideología, la que con el tiempo adoptará, admirará y fabricará su propia ilusión.
Muy típico de estos dramas franceses, los discursos, autores o el mismo cine nos acercan a la naturaleza de los personajes. Pascal, el Sayat Nova (1969), de Sergei Parajanov, un alegato sobre la fidelidad son algunos indicios de un pensamiento ambiguo, sin dirección o asumidos con un romanticismo impostado y, en ocasiones, pretensioso. Mes provinciales define a personajes idealistas en un ambiente lánguido. Es por esa razón que la película de Jean-Paul Civeyrac se perfila a lo desmoralizante. Dicha realidad está en razón de una deficiencia de independencia personal. Estamos tratando con una generación pendiente a las tendencias, a las opiniones con un razonamiento sustentado por alguna utopía. Esto se sintetiza en la relación entre Étienne y Mathias (Corentin Fila). El destino de esta relación, es el resumen del estado personal y anímico de la película y la generación en cuestión.

miércoles, 8 de mayo de 2019

9 Semana del Cine Francés: Madame Hyde

Hasta el 19 mayo se realizará la 9 Semana del Cine Francés en distintas sedes localizadas en Lima, algunas de ellas con funciones gratuitas. Vamos comentando lo que se ha visto.

Desde el principio de la película, la personalidad de Madame Géquil (Isabelle Huppert) es pintada de cuerpo entero. La frágil presencia de esta maestra es centro de los reproches, tanto de colegas como alumnos. Es decir, la falta de estima o respeto hacia su academicismo –e incluso hasta su propia persona–, deviene desde dos de los filtros de aprobación cruciales para todo docente. Falta, sin embargo, la pronunciación oficial; el veredicto del supervisor público. A diferencia de otras películas en donde vemos a un personaje versus “el resto del mundo”, Madame Hyde (2017) inicia con la secuencia del juicio; escenario que alienta o sucumbe al protagonista. En este caso, vemos a una Géquil desmoralizada ante las acusaciones, después de todo, justificadas. Y es que la maestra tendrá la sabiduría, pero no la pedagogía, aquella que la define como una apariencia ridícula frente a la clase de adolescentes que a diario la retan, la frustran y la entorpecen más de lo que ya está.
El director Serge Bozon se inspira de manera muy libre del relato corto de Robert Louis Stevenson para crear el conflicto de su historia. El destino y la ciencia le dispondrán a la profesora y científica una nueva e inexplicable capacidad. ¿Qué es esa capacidad? O más bien, ¿con qué finalidad se le es asignada? ¿Es acaso un aditivo para redimirse como educadora o un don mesiánico que servirá para desnudar las falencias de un sistema educativo? Sea cual sea la razón, Madame Hyde apunta a convertirse en la sátira a un ámbito educacional, y es la misma protagonista que mediante su actitud lo estimula. Si la personalidad de Madame Géquil ya era extraña, su nueva versión será aún más extravagante, aunque ya no ridícula, sino sombría. Géquil pasa de ser una presencia que arrastra el gag a crear un contrapunto enigmático. Las intenciones de Géquil (o Hyde) parecen ambiguas. Se convertirá en aliento de superación para un “desvalido” –tal vez una lectura al paternalismo educativo que merece cualquier país–, pero también gestará estragos, infracciones que no se pasan por alto. Película curiosa, aunque a veces solo extraña.

viernes, 3 de mayo de 2019

Nosotros

Las vacaciones de verano de una típica familia estadounidense se convierten en una pesadilla tras la irrupción de un insólito y enigmático antagonista. Nuevamente, Jordan Peele realiza una película de terror con la intención de promover una crítica social lapidaria. Lo cierto es que, a diferencia de Get Out (2017), la raíz del problema que se gesta en esta nueva trama amplía el circuito social al que se cuestiona; eso sí, no dejando en claro que dicho conflicto, al igual que el racismo, es también una realidad que ha trascendido y, por tanto, se ha inscrito en una nación. No es un azar que el filme inicie con el esquema de una madre de familia víctima de las secuelas de un trauma infantil, esto entendido como un precedente histórico nocivo. Nosotros (2019) parece rezar que no existe el terror sin secuelas, no existe una realidad crítica sin antecedentes. Nada es espontáneo, así como tampoco un producto fantástico o consecuente ilógico. Las “apariciones” tienen una razón.
Adelaide (Lupita Nyongo'o) es una mujer que por años ha tenido que convivir con un secreto perturbador. Es la niña que –influenciada por una negligencia paternal– se hizo adulta y aprendió a cohabitar con su trauma, a reprimirlo y asumirlo como parte de sí. Es a través de este historial clínico que Peele va cuestionando a la sociedad estadounidense, criada entre parques de atracciones y fantasías publicitarias como las que observa la niña al inicio del filme, y a la vez asimila realidades que rompen con la lógica de la fantasía americana. Al margen de lo impostado que pueda lucir el retrato de la familia que protagoniza la historia principal, la propia naturaleza es falsa a propósito del tormento que reserva la madre de familia. Pueda que su vida esté rodeada de un disfrute vacacional permanente, sin embargo, ella está convencida que existe algo inusual y terrorífico allá afuera, esa realidad que contradice la suya y hace de su vida un retrato hipócrita.
Ya cuando aparezcan los agentes del caos, Nosotros pondrá en concepto dicha problemática. Tanto los buenos como los malos de esta película son una alegoría a la hipocresía de la sociedad estadounidense, que además es dependiente de los inventos o fantasías sociales. No hay mucha diferencia entre un padre de familia comprando un yate a precio de ganga y un ente que envidia la buena suerte de su “otro”. Ambos seres están movidos por la competitividad capitalista, ésta leída por los enemigos como una igualdad de derechos o privilegios. ¿Y de qué manera es que intentan reparar dicho conflicto los intrusos de esta película? Al mejor estilo estadounidense: mediante un acto simbólico y otro violento. Nosotros, por momentos, está poseído por su propio discurso. Jordan Peele se siente en la necesidad de puntualizar su alegoría, gesto por momentos fatigante e incluso innecesario. Nosotros, así como lo fue Get Out, es también una película referencial. Desde La invasión a los usurpadores de cuerpos (1956) hasta las slasher que son contenedores de asesinos que están entre lo real y lo fantástico, son pautas en este filme que en muchos momentos resulta familiar.

miércoles, 1 de mayo de 2019

Los Vengadores y las Vengadoras

Una publicación de El Deforma respecto a la escena de las superheroínas en Avengers: Endgame me impulsa a compartir una idea. La nota se desvía para hacer chacota o un llamado de atención fuera de la ficción (no se sabe), sin embargo, entre el contenido una frase me dejó pensando: "...la escena presenta un problema para la sociedad, pues divide a la audiencia en dos…". El/la autor(a) no es consciente (o quien sabe, sí lo es) que ha mencionado algo que no es descabellado. Desde cierta perspectiva, pueda que sea cierto, pues lo que figura como una escena de empoderamiento femenino crea de paso una brecha entre géneros. Para ser más gráfico. En una batalla campal, un grupo de hombres lucha y, "por otro lado", las mujeres atrás fabrican una defensiva crucial para establecer la seguridad de la victoria. Entonces, ellas están apartadas de los hombres, y viceversa. Es como si se tratase de dos bloques.
En efecto, ambos apuntan a una misma motivación o causa, sin embargo, están agrupados por una frontera invisible, como la que existe entre los clanes irlandeses en la carnicería inicial de Pandillas de New York (2002) o la provocada por la presencia de los gigantes Helms en el combate de El señor de los anillos: Las dos torres (2002). Recalco, hay una división física entre hombres y mujeres, lo que podría gestar una división de audiencias. Punto aparte. Dicho esto, ¿se podría definir como una cuota feminista la escena en cuestión? No lo creo. La evidencia de un poder femenino no necesariamente garantiza una igualdad de derechos, que es lo que, en términos generales, empuja el concepto feminista.