domingo, 28 de octubre de 2018

Halloween

Esta nueva versión no tiene la más mínima pretensión de querer ser fiel a la historia original de John Carpenter y Debra Hill (1978). Halloween (2018), en principio, ni si quiera es una slasher, y las razones sobran. Y es que la sola idea de adaptar a la actualidad una historia en donde una cacería solo se reduce a víctimas adolescentes que decidieron acudir a actos impropios suena tan absurdo, no por lo anticuado, sino por ser un impulso incongruente al comportamiento social de hoy. Por muy violenta que sea su naturaleza, el slasher siempre tuvo una base moralista y conservadora. Los niños no debían de hacer lo que los adultos, caso contrario, el boogeyman vendría a atraparlos. En esta versión de David Gordon Green vemos más bien a padres siendo accesibles a los impulsos naturales de los adolescentes. El sexo en esta realidad, nuestra realidad, ya ha dejado de ser tabú en muchos espacios, por tanto, el slasher ha perdido su motivación seminal dentro de nuestra coyuntura.
Cuarenta años después del primer incidente, la sociedad es otra. Esa tranquilidad aparente de los suburbios de la década de los 70 se ha perdido en algún punto del tiempo, desde esa vez en que el “Mal” se escapó de un internado psiquiátrico para romper con esa fantasía de la “vida americana” que vendía el neoliberalismo entonces en ascenso. La paranoia, síntoma del pos trauma, es ahora parte del comportamiento social. Al costado de un bloque de gente todavía viviendo en torno a la fantasía de los trucos y tratos, otro bloque vive en un estado de inseguridad. Gordon Green nos muestra a una sociedad en donde algunos niños aún salen en busca de dulces, y otros cargan rifles. La nueva Halloween involucra una extensión generacional. Nuevamente, Laurie (Jamie Lee Curtis) forma parte de esta nueva pesadilla, sin embargo, su protagonismo implica a sus descendientes. Así como la tradición de la Noche de Brujas, el trauma –o lo histórico– se ha convertido en un síntoma/tradición que los hijos y nietos heredan a fuerza.
Lo interesante de la versión de Gordon Green no se reduce al panorama actualizado, el que de paso convoca al comportamiento feminista –esa no dependencia de lo masculino para sobrevivir– y suma sintetizadores a su clásico fondo musical, sino que también propone una cacería a la inversa. A Laurie no la vemos sentada esperando a que el pasado venga a buscarla una vez más. Es ella tomando las riendas, deseando que eso que esperó todo ese tiempo llegará de una vez para ajustar cuentas. Es la víctima asumiendo el rol de cazador. Es la niñera buscando al boogeyman. Esto no es novedad. Con casi tres décadas de ventaja, Wes Craven, el director que de forma cautelosa comenzó a filtrar a las primeras feministas dentro del género de terror, ya había creado dicho mecanismo con La nueva pesadilla (1994). Antes que Laurie, Heather –o Nancy– decidió adelantarse a la pesadilla y cazar a su cazador.

viernes, 26 de octubre de 2018

16 Festival de Cine en Morelia: documentales en Festival Scope

Un foco hacia el retrato unipersonal emerge en la mayoría de los documentales liberados de forma gratuita en la plataforma de Festival Scope, los que forman parte del programa de la actual edición del Festival Internacional de Morelia. Vatreni: A flame has been fired (2018), de Edson Ramírez, dentro del corto grupo, es uno de los dos filmes que se inclina a un retrato colectivo, en este caso a la primera selección mundialista de Croacia. Más allá de enmarcar el gesto pionero, este documental promueve un reconocimiento reiterativo a propósito de lo significativo que fue dicha exhibición futbolística para la coyuntura. La desintegración de Yugoslavia se dio en 1992, y con ello se gestaron tres años de conflictos entre las naciones que un día la formaron. Se podría decir que hasta el día de hoy el chauvinismo de extrema sigue despierto en dicha zona, y, por obvias razones, esa postura fue urgente para cuando aconteció el mundial de Francia 98, en el cual los seleccionados croatas, en su mayoría a puertas de una “edad límite”, alcanzaron el tercer puesto mientras su nación estaba devastada en varios sentidos.
Un homenaje también colectivo, aunque más modesto, se ve reflejado en A morir a los desiertos (2017), de Marta Ferrer. Aquí el canto cardenche, una práctica lírica tradicional, agoniza, así como la comunidad que la mantiene viva. El lamento de extensiones trágicas de sus letras, de pronto parece ser el reflejo de la situación incierta de esa pequeña sociedad campesina. El sembrador (2017), de Melissa Elizondo, por su lado, es un homenaje que no vira hacia lo dramático. El seguimiento a la labor educativa y desinteresada del profesor Bartolomé tiene un sentido optimista en medio de la carencia. La asistencia a los menores en las alturas de los Altos de Chiapas hace pública una iniciativa que está dando frutos en favor de las nuevas generaciones.
Lo dramático hasta lo trágico comparte M (2018), de Eva Villaseñor, y Lejos del sentido (2018), de Olivia Luengas. En ambos casos, protagonistas están en vía de una recuperación. En el primero, Miguel, un cantante urbano, manteniendo su distancia de los vicios y la violencia. En un circuito en donde estas inclinaciones lucen casi inseparables al oficio, el cantautor pugna por no recaer. En Lejos del sentido, su protagonista padece de un mal no adquirido. En este documental se expone la inestabilidad emocional de Liliana, sus idas y venidas, y, en paralelo, su familia siendo un estimulante de lo dramático. Dos documentales que sobresalen del grupo. En Ya me voy (2018), de Lindsey Cordero y Armando Croda, Felipe es uno de los tantos inmigrantes mexicanos en EEUU. La premisa del filme: ¿volver o quedarse? Un abanico de dudas descubre el paso del tiempo, el agotamiento, la necesidad de una calidez amoroso ausente por años. Finalmente, Una corriente salvaje (2018), de Nuria Ibañez, es lo más atractivo del corto programa. Este nos presenta la rutina solitaria de dos pescadores. La convivencia en medio del retiro, el redundante oficio, los tragos y los cantos nos van sugiriendo con mucho sigilo una química que activa emociones. Todo queda en conjeturas, pero permanece el testimonio humano, la huella de lo que fue afecto y pasó a ser un sentimiento de desconfianza.

Mira gratis estos documentales hasta el 11 de noviembre (tickets limitados): http://bit.ly/2CGTQzM

jueves, 18 de octubre de 2018

Netflix: 22 de julio

No deja de ser decepcionante que la última película de Paul Greengrass opte por el circuito de un drama convencional en lugar de un conflicto dominado por lo que mejor sabe hacer: crear el suspenso, la angustia sofocante a propósito del terror realista, casi de un aire documental, que se aborda con una celeridad que encuentra la sincronía correcta entre las historias en paralelo y el trabajo de edición. El británico está lejos de Capitán Phillips (2013), y qué decir de Vuelo 93 (2006). La antesala al caos, crucial para provocar el vuelco entre la tranquilidad y la anarquía, es breve. De igual forma, el gran conflicto de la historia, punto alto del drama, es fugaz. La película de Greengrass se ocupa más bien en tratar las secuelas de un atentado, ese fragmento que en Vuelo 93 no existe y que en Capitán Phillips solo le tomó últimos minutos del filme, más que suficiente.
22 de julio (2018) recrea el evento trágico de un ataque terrorista desatado en Oslo a fin de atender a los testimonios de los implicados. Todos –Greengrass no extravía su manía para narrar más de dos perspectivas– se conducen a una mirada humana. Más allá de la postura objetiva y contraria a la radicalidad racial que expone el protagonista agresor, el director está interesado en hurgar el dolor a causa del trauma que bloquea la cordura o hace titubear la habilidad protocolar de un primer ministro. El testimonio de un abogado es el más débil y trivial del grupo. El tema ético es un ir y venir en este, además de tantas partes de la película. El caso del joven Viljar (Jonas Strand Gravli) es el centro de la historia, y también el más elaborado, sin embargo, no dejan de percibirse ciertos trazos dramáticos familiares. Paul Greengrass combina el drama judicial con el íntimo elevándolo a un plano humano. No es una película a desdeñar, salvo que la pudo haber realizado cualquier otro director.

lunes, 15 de octubre de 2018

Nace una estrella

Pocos son los cambios que versiones posteriores provocaron en la historia original de William A. Wellman (1937). De pronto los remakes se valieron únicamente de la propia época, además de los actores del momento, para “renovar” una historia de amor en donde el alcoholismo es medular para estimular el conflicto. La reciente Nace una estrella (2018) se acerca a la adaptación de Frank Pierson (1976). En lugar de estrellas de Hollywood, los protagonistas son cantautores. El trasfondo a partir de entonces ya no es cine dentro del cine, sino el cine ingresando al negocio de la música, y con mucha razón, dado que con la masificación de la televisión la industria en Hollywood había perdido esa magia y gran acogida propia de la Época de oro. En un presente, el exitoso cantante Jackson Maine (Bradley Cooper), bebedor empedernido, conocerá por azar a Ally (Lady Gaga), una modesta, aunque prometedora cantante.
Cooper, protagonista y director de su ópera prima, opta por lo melodramático y por las secuencias musicales, que no es lo mismo decir sea un musical. Esto no lo obliga a escatimar el lado majestuoso de los estrados. Luces y contraluces incitan esa atmósfera rimbombante y de ensueño que la protagonista de la historia digiere con júbilo y espasmo. Como la protagonista de Judy Garland en la versión de George Cukor (1954), a Ally la vemos extasiada entre bombillas y asistentes, y, ligeramente, a un costado el otro gran protagonista. El inicio es el momento de la estrella por nacer, porque lo resto será para el otro personaje, ese otro rostro de la fama. Sin embargo, y a diferencia de Wellman, Cooper no opaca a la protagonista. El argumento comenzará a nutrir más el drama de Jackson, pero sin dejar de lado a la cantante y su carrera en raudo ascenso. Lo cierto es que eso rebela lo que sería el punto más débil del filme.

La construcción del melodrama hace germinar un tema que pretende ser sustancial, pero que queda varado en el transcurso. El concepto de “ascenso del músico sin perder la esencia” luce por momentos impostado y artificioso entre la relación humana. Hay una llamada de atención a las producciones musicales que surgen hoy en día a granel. Sin embargo, por muy consecuente que sea, no hace más que despistar al carácter emotivo a dónde pretende llegar la historia, detalle que no suscita otro tema también al margen del romance. La Nace una estrella de Cooper decide extender y dar detalles biográficos del protagonista. En las versiones anteriores, el alcoholismo convierte en presa al principal masculino. Las razones o el punto inicial del mismo son difusos. La versión de Wellman y Cukor incluso remarcan la idea de un personaje al que no se le conoció por completo. Por lo contrario, la reciente versión decide hurgar ese lado desconocido.
Uno de los puntos fuertes de Nace una estrella es el drama que surge entre dos hermanos. Jackson y Bobby (Sam Elliott) se ven enfrentados a razón de una ofrenda familiar ultrajada. Es una escena poderosa y significativa para entender la naturaleza de un hombre que desde su niñez observó su vida desde la perspectiva equivocada.  Ambos personajes, sin recurrir a la reacción edulcorada, son también partícipes de una de las escenas más conmovedoras de la película. Tanto Cooper como Elliott mantienen firme esa postura dura y flemática propia de los comportamientos de las fantasías sureñas. Sin cantar, Sam Elliott hace tal vez la mejor interpretación del elenco.

martes, 9 de octubre de 2018

Curso Online: 4 Maestros del Cine de Terror

Un trabajo audiovisual que combina el discurso académico con la ficción. Este curso online está pensado tanto en un público que busca especializarse en la materia del cine, así como en un público en general. A veces se apropia del lenguaje riguroso de un manual de interpretación, en otras se ve poseído por el deseo de entretener – finalidad primaria del cine–, acudiendo al chascarrillo, a la situación, a lo performativo, forjándose de paso una estrategia aliada para entender y asimilar lo instruido.

4 son los maestros a evaluar: Tobe Hooper (La masacre en Texas), John Carpenter (Halloween), Wes Craven (Pesadilla en Elm Street) y George A. Romero (La noche de los muertos vivientes). Se analizarán sus películas clásicas y las no tan mencionadas. Habrá un ejercicio de la revaloración, una remembranza a las películas y directores que inspiraron a estos maestros. Es decir; este CURSO ONLINE no se restringirá al cuarteto, sino que se extenderá a recurrir e interpretar al canon del cine de terror.




jueves, 4 de octubre de 2018

30 Festival de Cine Europeo: Alma Mater (o Insyriated)

Una historia en donde el rol femenino toma las riendas en el conflicto. Oum (Hiam Abbas) es una mujer que ha convertido su hogar en zona de refugio. Ella es la directora de este espacio que se encuentra en el corazón de la guerra en Siria. Más allá de lo acertado que sean sus decisiones, la personalidad de Oum es un contrapunto respecto al resto de personajes, quienes en su mayoría están en calidad de observadores. A ella le sigue Halima (Diamand Bou Abboud), la que bien podría ser una proyección de la dueña del albergue en cuestión de arranque y custodia a los suyos. Es en base a estas dos mujeres que se descubre el drama fomentado a raíz de una determinación, que por cierto es lo que diferencia a estas dos protagonistas, y que además revela una doble postura de la persona común en medio de una guerra interna.
Alma Mater (2017) es el retrato sobre los que deciden escapar y los que deciden quedarse. Ambas reacciones son arriesgadas, pero ninguna es la equivocada. Por un lado, Oum decide quedarse a fin de no abandonar su entorno. No es capricho por lo material, sino por el derecho de correspondencia y la ilusión de una próxima conciliación. Oum abraza con optimismo la situación, tal vez como medio de consuelo o modo para hallar el coraje de confrontar la situación. Halima más bien decide escapar. Está la sombra de la cobardía como cuestionamiento a esta decisión, muy a pesar, el estado de crisis que nos va revelando la trama nos da una variedad de razones para convertir esta opción como la más consecuente. La película de Phillippe Van Leeuw es de por sí descarnada, lástima que el director en varias ocasiones opte por lo artificioso –por ejemplo, el mal colocado soundtrack–, no aprovechando el solo valor realista.

miércoles, 3 de octubre de 2018

30 Festival de Cine Europeo: Tom of Finland

Una película de buena factura y atractivo comercial. Dome Karukoski no solo depende de la biografía de Touko Laaksonen (Pekka Strang), artista icónico de la comunidad gay durante la década de los 80, sino que además congrega una serie de cualidades que la hacen estimable al ojo del público acostumbrado a la discursiva del cine en Hollywood. Tom of Finland (2017) no se queda en el homenaje póstumo a la figura homosexual. Es además un drama de época, el testimonio de un héroe de guerra derrotado, un panorama de la post guerra que no deja de generar sus modos de opresión, que ha calado un conservadurismo en las familias promedio y engendró a una generación reprimida, todo esto bajo el manto de una fotografía depresiva.
Es también una mirada más allá de la representación homoerótica de los dibujos de Touko. Dome Karukoski subraya la idea del arte como expresión o liberación. El artista, individuo escindido en su propio entorno, convirtiéndose en motivación para otros igual a él. Es una forma de resarcir a la comunidad desprotegida. Tom of Finland recorre cuatro décadas de manera imperceptible. Los tópicos no son novedosos, sin embargo, la historia camina sin esfuerzo ni dramatismo, a pesar del circuito pesaroso por el que se desplaza. Eso es lo más atractivo del filme, en su ruta quedan los derrotados, los acallados y anónimos, incluyendo la figura de la hermana, otra agredida indirecta de las buenas costumbres.

martes, 2 de octubre de 2018

30 Festival de Cine Europeo: No soy una bruja

El lazo que Rungano Nyoni establece entre lo tradicional, lo mítico, lo colonizador y lo patriarcal es consecuente. Lo que su filme sugiere es que estas realidades parecen compartir un mismo origen, pretensión y hasta ofendido. En la historia, en algún lugar de Zambia, mujeres acusadas de brujería son confinadas a vivir en una periferia impartiendo labores asociados al esclavismo. Pueda que esta situación tiente a alguno a vincularla a una exclusividad de lo rural o retrógrada, sin embargo, el filme va revelando indicios que esta realidad es digerida y hasta consentida por un imaginario foráneo –atención a las escenas sobre turistas–, lo que invita a pensar que este pequeño cosmos es una proyección del escenario global. I am not a witch (2017) no solo se dirige a la pequeña Shula (Maggie Mulubwa), sino a toda una comunidad de desarraigadas. Todas son “shula”, las sometidas bajo la lógica de las creencias míticas religiosas institucionalizadas que son alentadas por el orden estatal.
¿Qué es lo mítico? Lo irreal que se ha convertido en tradición, un comportamiento que sociedades han decidido adoptar e impartir a generaciones posteriores, a fin de explicar sus propios orígenes, su naturaleza. En I am not a witch vemos a una sociedad infundiendo sus mitos, característica que no la hace defectuosa. El defecto radica más bien en que las intenciones de sus mitos han estigmatizado a parte de su grupo social. Aquí las brujas son parias. Y, en continuidad, ¿cuántas son en verdad brujas? Nyoni abre con una dramatización de “Las brujas de Salem”, de Arthur Miller. La paranoia florece mediante la reacción ilógica. El juicio popular de pronto pisotea el juicio racional e incluso las propias leyes de la naturaleza humana. Es esa misma actitud comunitaria la que el director aprovecha para generar un idioma sarcástico que tiene como fin subrayar el lado ridículo de un razonamiento social.
                                                                                 
Esto no tiene nada que ver con la periferia o la indigencia de un país. Nyoni, entre tierras resacas y viviendas carentes, deja en evidencia que por estos lares la fantasía de la tecnología, lo equivalente al desarrollo y la globalización, forma parte de la rutina. Si se hablara de indigencia, esta sería la ideológica, que funciona bajo los comportamientos de una sociedad colonizadora, que inventa agravios con la sola intención de justificar la explotación del dominado. I am not a witch, más allá de descubrir un lado etnográfico, revela un estudio antropológico. Los conceptos de dominación que vemos desarrollarse en la trama no están lejos de los aplicados por la Historia. No hay mucha diferencia entre los brazaletes antisemitas y los lazos que portan las brujas, entre los juicios de los inquisidores y la opción que les dan a las acusadas de elegir convertirse en cabra o “aceptar” su condición de bruja.
I am not a witch se torna un drama social para cuando comenzamos a percibir esa toma de conciencia de una condición de dominado. Shula, de nueve años, empieza a percibir lo que es y lo que la depara. La película va camino a un límite entre la inmolación y la emancipación. Muy lograda la idea de Rungano Nyoni de optar por un realismo mágico sugerente. Esto es significativo para pensar sobre el tema de identidades. ¿Qué diferencia a una mujer de una bruja? ¿Es que acaso la condición de bruja te hace inmune al valor de la libertad o el estado de derecho? La respuesta es obvia, sin embargo, la película se la ingenia para desarrollarla de una forma que conmueve, pero que también nos empuja hacia lo enigmático.