Posiblemente sea desde
Spiderman (2002), de Sam Raimi, que
la estructura de la iconografía de los héroes y antihéroes del cine –los
naturales o adaptados– han observado la necesidad de replantear sus historias y
rebuscar de entre sus baúles el origen de sus respectivas naturalezas. Entonces
Bruce Wayne, Tony Stark, pasando por Freddy Krueger, Leatherface hasta la raza
de simios sublevados, tomaron como punto de partida el retorno a la semilla. Es
el retroceso a los primeros hechos o indicios sobre el nacimiento de un
salvador o un villano, los mismos que pasan por un proceso de reflexión sobre
sus propias tragedias. El espectador así se convierte en testigo del punto de
inflexión en la vida de estos personajes. Ese momento en que los buenos
decidieron ser buenos y los malos se dejaron arrastrar por el odio, uno
justificado o producto de la locura. Lo repetimos, esto se llama tragedia, eso
que es innatamente humano, y, que por cierto, hace al humano vulnerable.
El hombre de acero (2013), de Zack Snyder, tiene como gran reto humanizar lo no
humanizado. Kal-El (Henry Cavill), además de ser un extraterrestre procedente
del planeta Krypton, es Clark Kent, el niño adoptado por una pareja de
granjeros, confundido y atormentado por ser distinto a los demás, dueño de una
fuerza sobrehumana, pero también víctima del miedo y una profunda desconfianza
hacia el “otro”, conflicto que vendrá arrastrando hasta su adultez, lo que más
tarde traerá el reconocimiento de su origen y, seguido de eso, su paso a ese
punto de inflexión. Snyder, de la misma forma que los antes mencionados, sigue
la dinámica de observar al héroe en su estado más frágil, aquello que lo
desciende al nivel del individuo común, presa de la duda y la fatalidad. Es la
contemplación al drama, eso que desplaza hasta cierto punto a la
espectacularidad. Este Superman, sin embargo, no está en condiciones aptas para
humanizarse.
El nuevo filme de Zack Snyder en primera
instancia adolece de poca complejidad en sus personajes. El protagonizado por
Cavill es el explotado por una serie de conceptos humanos que terminan más bien
por endiosarlo. Existe además una imperfección en la estructura de los
flashbacks que van narrando la temporalidad temprana del héroe. El desorden con
que se confunde la niñez con la adolescencia, que van en ida y vuelta, no
gestan diferencia entre sí. No se percibe un proceso evolutivo en la
personalidad de Kent, en lugar de ello el filme acumula giros dramáticos en la
vida de dicho personaje. A esto se interfiere un inequilibrio por asociar
estados de ambientes dispersos, puntos de vista naturalista, inclinados a los
visualmente alegórico (son los primeros planos a la contemplación de lo
inanimado), el melodrama, las batallas espectaculares. Existe una necesidad de
forzar el conflicto mediante frases agotadas a boca de padres que se vuelven
mártires, antes pregonando sobre cómo un héroe se convertirá para la humanidad
en el símbolo de la esperanza. Una denotación actualmente caduca.