Realizar una película donde ocurre todo o gran parte de las acciones en un mismo escenario es un gran reto. Un logro que, por ejemplo, Alfred Hitchcock en La soga (1948) pudo recrear magistralmente al intentar manifestarlo inclusive en un solo plano-secuencia, algo “casi” imposible para la tecnología de aquel entonces – Hitchcock acotó el “casi” –. Pero, por qué podría ser un gran reto realizar este tipo de filme. La consecuencia esencial es que el espectador podría percatar una especie de monotonía, giros y giros en un mismo eje, un ambiente de vértigo o claustrofobia; en buen cristiano, se aburriría de verlo mismo. El que reduzcamos escenarios implica que tengamos que ajustar a nuestros personajes a menos acciones, los limitamos, los privamos de un libre albedrío. Muy a pesar, a menos acción, más dicción, así como también, por qué no tener mucha acción en un mismo lugar, en medio de dos rocas por ejemplo.
127 horas (2010) de Danny Boyle no es un biopic. La historia que se embarca este filme es apenas una anécdota, una fatídica experiencia en la vida de Aron Ralston (James Franco), un joven alpinista vividor de lo extremo, amante de la naturaleza accidentada, del paraje montañoso ubicado en Utah, específicamente la zona de “Blue John Canyon”, un paisaje arcillado y de bronceado eterno, limítrofe con un cielo pintado de azul que ofrece la suficiente vida a la naturaleza muerta de la superficie, una que parece no tener fin ni límite, un espacio inmensamente abierto y baldío que esconde dentro de sí lugares de ensueño, rocas estrechas, colinas de arena comprimida, lagunas olvidadas. Un lugar donde la intimidad y la soledad podrían ser cómplices de una aventura inolvidable. Claro que en la película de Boyle esto juega en contra.
Aron es víctima de la ingratitud. Ha recibido un golpe bajo de quien menos esperaba, del lugar que consideraba era su segundo hogar, tal vez el mejor de sus dos hogares, terreno de los hechos, por lo tanto, cómplice de su evento desafortunado. Aron ha sido víctima de la mala fortuna, o quizás, como él mismo menciona, ese era parte de su destino. Sólo era cosa de esperar a que llegue la hora y el momento para caer en la trampa, una que había sido fabricada desde hace mucho, no fríamente calculada, pero efectiva, al menos lo suficiente para que marque su vida por completo. Quién pensaría que fue él mismo el promotor de dicha tragedia, aquella que amputaría una parte de su ser, una aplastada no por una pesada cruz, sino por una pesada roca, la misma que él alimentó con raciones de egoísmo y orgullo. Efectivamente, Aron fue víctima de una ingratitud, una para consigo mismo, aquella que lo alejó de su familia y de la persona que posiblemente más quiso. En proverbio; Aron cargó con sus pecados.
Obviamente, esa es la lectura que le ofrece Boyle a 127 horas, una con un tónico de esperanza de vida, casi una lectura light de una novela de autoayuda. Pero, hablemos más bien de la forma. El director británico quiso realizar su filme desde una dinámica similar a la que adoptó en Slumdog Millionaire (2008), la historia de un joven hindú que justifica sus aciertos en un concurso de preguntas contando experiencias de su vida. Aron por su lado no sólo las cuenta, sino las imagina, las idealiza. Si bien en la primera película esta narración era complementaria, en 127 horas es necesaria, tal vez no bajo la misma dinámica, pero sí la de adjuntar historias, aquellas que provoquen al espectador que el único personaje en escena no se encuentra solo, ni mucho menos se encuentra encerrado bajo dos rocas. Mientras más se ejercite su fórmula narrativa y su dinámica en el guión, menos oportunidad se le cederá al espectador a complementar la película o a quedarse dormido. Esa es la desventaja de hacer una película donde el escenario sea sólo uno, arriesgándose a que el público prediga la historia o perciba la monotonía de aquella. Atrapado Aron bajo una fosa, lo que más espera el espectador es ver al personaje luchando por zafarse de su trampa todo el largo de la película. Que ocurra eso, sería una total decepción.
127 horas inicia por buen camino. Es un ajetreo ágil como podría ser el mismo estilo de vida de Aron, un deportista siempre en actividad de un ánimo dinámico y extremo. El personaje hace pirueta tras pirueta y de repente un mal paso y “ups”; así como así, Aron ha quedado prisionero de la naturaleza. Ha iniciado la película; ahora viene lo bueno. De hecho que parte del público espectador ya sabe lo que ocurrirá y esto implica más trabajo para Boyle. La tarea del director será entonces lograr entretenernos; hacernos creer de pronto que la historia que nos habían contado está errada o tal vez su narración pueda ampliar nuestros conocimientos del caso. Para eso Boyle se vale, además de las historias adjuntas, de una edición ágil y bifurcada, seccionada, fragmentada, escenarios distintos en una sola escena, tomas insólitas, sea dentro de un envase de agua como desde la perspectiva de una video cámara. La edición de sonido es fundamental, siempre brusca, intentando crear un estado, una acción. El sonido que Boyle ejerce es siempre diegético, pero desde un sentido provocador, un empleo similar al que Darren Aronofsky dedica en Réquiem por un sueño (2000). Toda esta dinámica en conjunto es acertada y ayuda en gran parte a que el espacio claustrofóbico resulte ser un lugar abierto donde existe una multitud de personas y sonidos. Muy a pesar, fuera de los sucesos del ámbito real, las historias que Aron recuerda o imagina, son breves e insuficientes. Más que hechos son remembranzas o evocaciones, lo cual no está mal, pero sí hubiese sido mejor que se asistiera a más citados. Una multitud de nostalgias nos podrían haber acercado más a la agonía existencial de Aron, algo que estuvo sujeto más que todo en los momentos dramáticos cuando parecía perder la cordura.
Dos presencias puedo percibir en la filmografía de Danny Boyle. Una es su estilo en la fotografía, una recargada, chillona para algunos, pictórica para otros. En 127 horas está bien manifestada en las afueras de las montañas de Utah; más que una vista espectacular. El contraste vivo, tanto del cielo como de la tierra dorada, hasta la misma vestimenta de Aron, eran precisos, un método que inspiraba esa sensación deportiva y activa que provocaba la cinta, eso al menos fuera de la trampa. Ya luego dentro del hoyo esta debió de haberse reducido, de haberse degradado a un tono más débil, como provocando el encierro, el pánico, algo que en momentos se podía captar con las tonalidades bajas de la videocámara. Inhabilitada esta, los colores seguían relucientes y vivos, muy a pesar que Aron sufría de todos los males dentro de su caverna. Una segunda presencia dentro de la filmografía de Boyle, que más que una presencia podría ser latencia, es el gore. El británico parece ser un aficionado a este género, uno que ciertamente en Tumba abierta (1994) o en 28 días después (2002) son necesarias, pero que en una película como Slumdog Millionaire (2008) pareció ser un gesto oportunista y provocador. Una actitud que el director sabe manejar empleándola sin caer en el morbo o la baratería.
La banda sonora original del hindú A.R. Rahman posee una acústica situada al estado anímico del personaje. La interpretación de James Franco es ajustada, sin exageraciones. Lo que menos se quiere en un personaje que sufre un repentino drama es que se jale de los cabellos o lance alaridos a diestra y siniestra. Franco no aplica la teatralidad, se manifiesta lo necesariamente pesimista y optimista cuando es debido. Su mejor escena, el monólogo del concurso. 127 horas está como para verla una sola vez. No hay mucha historia que contar. Lo que sí es logrado son los momentos de suspense, leves escalofríos que –no sé si sucedió con los demás –se incrementaban cuando el montañista iba zancada tras zancada a lo que sería su guarida, aquel lugar donde aprendió mucho haciendo poco.