Ya se me está haciendo
costumbre fabricar anualmente una especie de patrón que trate de relacionar
temáticamente a los nominados a Mejor Película para los Premios Oscar. Este año
no será una excepción. Basta con asumir a El lobo de Wall Street y Escándalo Americano como dos filmes que tienen como base el tema de los negocios; los
que obviamente te enriquecen ilícitamente. Seguimos meditando un poco más al
respecto tomando como referencia a Capitán
Phillips, filme donde, en cierto modo, similar ley a la de Jordan Belfort o
Irving Rosenfeld son la que siguen los piratas somalíes. “It’s just business”
dice el cabeza de los malhechores al jefe de la embarcación, mientras sus
camaradas apuntan con sus armas al resto de la tripulación. Dicho esto, hay sin
embargo una conexión aún más específica, lo que sería la motivación o aquello
que empuja a estos individuos hacia este tipo de negocios prohibidos.
La hipótesis sería que
existe una mecánica similar sobre el modo de contemplar los negocios de estos
individuos. Es algo que va más allá del oficio. Más que innato es personal,
porque va contra sus principios. Belfort es como el aprendiz menos astuto de
Gordon Gekko, un individuo con muchas ambiciones que lastimosamente se dejó seducir
por un estilo de vida. Muy a pesar, y por encima de los placeres y los goces de
su negocio, Belfort, desde su llegada a la Gran Manzana hasta el cierre de su
historia, siempre le fue fiel a su principal deseo: la negación de una vida
conformista, adecuada sí para un simple proletario. Belfort le reza a la
prosperidad y al liderazgo. En otro extremo, la situación de Rosenfeld es más
una encrucijada. Seguir con su empresa de inversiones ilícitas en pie de salvar
su pellejo, pero especialmente la de los que le rodean. Rosenfeld no tiene más
ambición que la de establecerse sentimentalmente. El caso de los piratas somalíes es el lado
más dramático. El robo de transportes marinos como única alternativa a la sobrevivencia.
Tanto Belfort, como
Rosenfeld o lo piratas somalíes, están en el negocio ilícito por cuestiones
personales. Sea por metas personales, sentimentales o plena sobrevivencia. Por
ahí también hay enganche a Blue Jasmine.
Pero esto no se terminaría aquí si no fuera por Dallas buyers club (2013), película que ciertamente encuentra su
valor debido a que prefiere enfocarse a la historia de un negocio –uno que más
tarde también se volcaría a algo personal– en lugar de descubrir en carne viva
las consecuencias lapidarias del SIDA. Si algo se esperaba de los magros
cuerpos de sus protagonistas principales, era que la película de Jean-Marc Vallée
se encaminaría a convertirse en un drama perverso. La sola exposición de los
rostros huesudos predecía el despertar del lado visceral de la enfermedad. Además,
el que se señale en la sinopsis la lucha de Ron Woodroof (Matthew McConaughey)
por derribar a una gran corporación farmacéutica, parecía anunciar una especie
de batalla campal en los tribunales tipo Philadephia
(1993). Y, obviamente, tras esto, deslumbrar la cuota moral sobre la igual de
géneros, la lucha contra la homofobia, vista también como una enfermedad
venérea.
En realidad, todos
esos supuestos argumentales se desenvuelven de manera epidérmica en el filme de
Vallée. Tanto Ron como Rayon (Jared Leto), por encima de ser retratados como
portadores del VIH, son negociantes. Uno el jefe, el otro un mano derecha algo
defectuoso. Rayon es el gracioso de la trama, el que brinda la dosis de
ocurrencia al filme y además pone equilibrio al drama. Ambos jugando al
comercio lucrativo y luego a la batalla personal. Recién entonces hay evidencia
de que existe una cruzada contra la enfermedad, la homofobia y la lucha o ganas
por sobrevivir. Dallas buyers club no
precisa del dramatismo acentuado ni la necesidad de hacerle un primer plano a
las yagas o los quejidos de un cuerpo convaleciente. La sola escualidez de McConaughey
y Leto lo dicen todo, algo que por cierto la cámara contempla de reojo.
Incluso, la curación mental de Ron no se manifiesta con un alegato oficial o un
discurso de sanación. Le basta apenas una escena en un supermercado para dejar
en claro que también puede redimirse.