viernes, 28 de febrero de 2014

Dallas Buyers Club (pero antes...una acotación a los Premios Oscar)

Ya se me está haciendo costumbre fabricar anualmente una especie de patrón que trate de relacionar temáticamente a los nominados a Mejor Película para los Premios Oscar. Este año no será una excepción. Basta con asumir a El lobo de Wall Street y Escándalo Americano como dos filmes que tienen como base el tema de los negocios; los que obviamente te enriquecen ilícitamente. Seguimos meditando un poco más al respecto tomando como referencia a Capitán Phillips, filme donde, en cierto modo, similar ley a la de Jordan Belfort o Irving Rosenfeld son la que siguen los piratas somalíes. “It’s just business” dice el cabeza de los malhechores al jefe de la embarcación, mientras sus camaradas apuntan con sus armas al resto de la tripulación. Dicho esto, hay sin embargo una conexión aún más específica, lo que sería la motivación o aquello que empuja a estos individuos hacia este tipo de negocios prohibidos.
La hipótesis sería que existe una mecánica similar sobre el modo de contemplar los negocios de estos individuos. Es algo que va más allá del oficio. Más que innato es personal, porque va contra sus principios. Belfort es como el aprendiz menos astuto de Gordon Gekko, un individuo con muchas ambiciones que lastimosamente se dejó seducir por un estilo de vida. Muy a pesar, y por encima de los placeres y los goces de su negocio, Belfort, desde su llegada a la Gran Manzana hasta el cierre de su historia, siempre le fue fiel a su principal deseo: la negación de una vida conformista, adecuada sí para un simple proletario. Belfort le reza a la prosperidad y al liderazgo. En otro extremo, la situación de Rosenfeld es más una encrucijada. Seguir con su empresa de inversiones ilícitas en pie de salvar su pellejo, pero especialmente la de los que le rodean. Rosenfeld no tiene más ambición que la de establecerse sentimentalmente.  El caso de los piratas somalíes es el lado más dramático. El robo de transportes marinos como única alternativa a la sobrevivencia.

Tanto Belfort, como Rosenfeld o lo piratas somalíes, están en el negocio ilícito por cuestiones personales. Sea por metas personales, sentimentales o plena sobrevivencia. Por ahí también hay enganche a Blue Jasmine. Pero esto no se terminaría aquí si no fuera por Dallas buyers club (2013), película que ciertamente encuentra su valor debido a que prefiere enfocarse a la historia de un negocio –uno que más tarde también se volcaría a algo personal– en lugar de descubrir en carne viva las consecuencias lapidarias del SIDA. Si algo se esperaba de los magros cuerpos de sus protagonistas principales, era que la película de Jean-Marc Vallée se encaminaría a convertirse en un drama perverso. La sola exposición de los rostros huesudos predecía el despertar del lado visceral de la enfermedad. Además, el que se señale en la sinopsis la lucha de Ron Woodroof (Matthew McConaughey) por derribar a una gran corporación farmacéutica, parecía anunciar una especie de batalla campal en los tribunales tipo Philadephia (1993). Y, obviamente, tras esto, deslumbrar la cuota moral sobre la igual de géneros, la lucha contra la homofobia, vista también como una enfermedad venérea.
En realidad, todos esos supuestos argumentales se desenvuelven de manera epidérmica en el filme de Vallée. Tanto Ron como Rayon (Jared Leto), por encima de ser retratados como portadores del VIH, son negociantes. Uno el jefe, el otro un mano derecha algo defectuoso. Rayon es el gracioso de la trama, el que brinda la dosis de ocurrencia al filme y además pone equilibrio al drama. Ambos jugando al comercio lucrativo y luego a la batalla personal. Recién entonces hay evidencia de que existe una cruzada contra la enfermedad, la homofobia y la lucha o ganas por sobrevivir. Dallas buyers club no precisa del dramatismo acentuado ni la necesidad de hacerle un primer plano a las yagas o los quejidos de un cuerpo convaleciente. La sola escualidez de McConaughey y Leto lo dicen todo, algo que por cierto la cámara contempla de reojo. Incluso, la curación mental de Ron no se manifiesta con un alegato oficial o un discurso de sanación. Le basta apenas una escena en un supermercado para dejar en claro que también puede redimirse.

miércoles, 26 de febrero de 2014

Spike Jonze: Filmografía Corta (2009 - 2011)

Es con la película Donde viven los monstruos (2009) que Spike Jonze aclara su inclinación por un cine fantástico. Luego de adaptar el cuento infantil de Maurice Sendak, el director hace un cese a los proyectos de largometraje para producir y realizar filmes de corta duración, los mismos que pueden ser interpretados como un desfogue o búsqueda creativa. A medida que continuó con el oficio de dirigir videos musicales a bandas –comúnmente independientes–, Jonze fue generando algunas piezas fílmicas, por decirlo así, durante sus entretiempos. Es por ello que la mayoría de estos fueron extensiones de sus trabajos musicales. Tales son los casos de We were once a fairytale (2009), cortometraje que se sustenta en crear una historia en base a la canción “See you in my nightmares”, del rapero Kanye West; el mediometraje Scenes from the Suburbs (2011), trama que es una ampliación del video musical de “The suburbs” de la banda canadiense Arcade Fire; y además el corto Don’t play no game that I can’t win (2011), que se orienta a una historia alterna al video de la canción homónima de Beastie Boys.
We were once a fairytale, protagonizado por el mismo Kanye West, se centra en una noche de juerga del rapero. Es una especie de contemplación satírica al lado apático de la fama. Como en Being John Malkovich (1998), Jonze enfrenta la realidad con la ficción. En la trama vemos a West, tambaleándose entre la multitud, como un personaje insoportable, perturbando y aguando la fiesta a todo el que se le cruce. A partir de esto, se devela el lado paradójico del filme. Este lado menos gozoso de la fama refracta un sesgo abandonado y solitario en el cantante. El corto cierra con un aislamiento del rapero y un posterior absurdo. La fantasía irrumpe en medio de este docu-ficción en donde West termina por expurgar algo que germina desde sus entrañas. Hay una suerte de alegoría a la muerte-sacrificio de una parte del artista. El final, en contraste a la fastuosidad de una discoteca, es totalmente melancólico (suena “Para Elisa”). Don’t play no game that I can’t win es más un ejercicio lúdico. Un montaje minimalista y un puñado de muñecos representan un circuito de aventuras de los Beastie Boys. Jonze juega a la narrativa serie B, elementos bizarros y un humor jocoso. Una versión burlesca de lo que por ejemplo hacía The Beatles en su serie animada.
Scenes from the Suburbs se podría decir que es lo más realista de Spike Jonze desde su corto documental Amarillo by morning (1998), filme centrado en el “sueño americano” que viven dos adolescentes en pie a convertirse algún día en reconocidos cowboys. Scenes from the Suburbs radica del video musical de Arcade Fire que hace un retrato de la amistad bajo una mirada nostálgica. Aquí la violencia –otro tema central de este mediometraje– es una especie de frontera que corrompe y frustra la memoria. Los recuerdos del protagonista principal son borrosos, divididos por extractos o remembranzas. A medida que se cuenta intensivamente la historia, se manifiesta un contexto que golpea la tranquilidad de unos personajes dentro de un mismo barrio, trayendo consigo posteriores rezagos. Aquí la fantasía no tiene espacio, algo que sí se manifiesta en I’m here (2010) y Mourir aupres de toi (2011), como en los filmes inicialmente citados.  Estos dos filmes, a pesar ser cercanos a sus primeros, es preciso tratarlos independientemente ya que comparten un tema en común y que posiblemente encauce el cine de Jonze a un nuevo perfil.
I’m here es de seguro la película más celebrada y querida durante esta etapa del director. La historia de amor entre dos robots que conviven entre humanos, es de por sí un retrato especial. Lo cierto es que este carácter se revitaliza aún más al manifestarse la personalidad, casi contraria, de esta curiosa pareja. Existe en esta relación una mecánica del “yin yang”. Es la comunión entre el introvertido y la extrovertida. Hay entonces una química fuera de lo común, lo que abre paso a una relación más sacrificada. I’m here específicamente trata sobre el amor sacrificado. La atmósfera del amor de verano de repente es irrumpida por una que huele a melancolía. Similar caso se expone en Mourir aupres de toi. Dos amantes de mundos distintos –el vampírico y el shakesperiano–, aunque ambos inmersos a historias trágicas, se enamoran. Aquí el idioma es más cómico, pero no deja de expirar el drama. Temas como la soledad o la muerte flotan dentro de este universo. Desde Donde viven los monstruos, Spike Jonze no ha abandonado tanto la fantasía como la personalidad melancólica de sus héroes. Mientras tanto, la amistad y el amor se han convertido en sus aliados para crear sus historias.

domingo, 23 de febrero de 2014

Philomena

Se me viene a la mente títulos de documentales como Querido Zachary (2008) o Intimidades de Shakespeare y Víctor Hugo (2008), películas que rastrean el pasado. Personajes que contemplan con melancolía las historias olvidadas, personas que ya no están y que aparentemente han zanjado la vida de los demás. Lo cierto es que de pronto “la historia despierta”. Es como si los muertos se levantaran para concluir la vida de los que un día los acompañaron o poner en orden algunas cuestiones nunca antes aclaradas. La historia, aparentemente, no estaba del todo acabada. El círculo aún no estaba cerrado. Es por esa senda que camina Philomena (2013), filme de Stephen Frears, director que se inició con el cine negro para luego reservarse a un cine más social. Frears tiene además una afición por el cine histórico, no como centro de estudio, sino como mero contexto que influye en la historia de sus personajes.
Frears se concentra en la búsqueda del hijo extraviado de Philomena, 50 años después, no dejando de mirar al pasado, gran cómplice del filme, el mismo que asistirá a la angustia de la mujer septuagenaria y a rellenar aquellos sucesos nunca compartidos entre madre e hijo. Philomena, además de ser una crítica al conservadurismo religioso y la antigua fe castrante, es también la relación –hasta cierto punto– inconcebible entre Philomena y Martin Sixsmith (Steve Coogan), ex reportero de la BBC, periodista, desempleado, pretencioso, apático y oportunista, interesado en convertir el drama de una anciana en una historia humanamente amarillista. Es la convergencia entre dos mundos muy distanciados. La mujer de pueblo, creyente y complaciente, y el hombre de ciudad, ateo y malhumorado. Philomena, muy a pesar de los giros dramáticos por los que pasa, no parece calar emocionalmente. Stephen Frears no le ofrece vitalidad al personaje de Judi Dench cuando se trata de replantear al pasado. El pasado es equivalente a las anécdotas, algo que le es escaso a la mujer que prefiere hablar más bien en su “idioma”, algo que remarca una y otra vez el redundante choque cultural entre ella y su acompañante.

miércoles, 19 de febrero de 2014

El vientre

Uno de los descuidos de la segunda película de Daniel Rodríguez está relacionado al personaje de la patrona, protagonizado por Vanessa Saba, quien en teoría es el vehículo que debería generar el suspenso, pero que lastimosamente es quien también lo acorta. Gran parte del misterio finaliza para cuando el espectador deja de sospechar o generar hipótesis respecto a la integridad de la solitaria mujer (¿es de buenas intenciones, o no?), quien para mal delata su lado perverso con descaro y mucha prisa. En efecto, los otros personajes de ficción siguen teniendo sus sospechas, pero en lo real el suspenso migra a lo evidente. El vientre (2014) no se da tiempo para fabricar una falsa identidad, o incluso una historia de amor. La rutina previa a la pesadilla no existe en la hacienda de la mujer misteriosa, solo el acecho de su sombra o sus miradas que traman. Cómo no identificar el peligro, al agresor o las intenciones de este en un tiempo récord; eso es algo que juega en contra en una película de suspenso. El filme no prepara el terreno, prefiere ir al grano.


domingo, 16 de febrero de 2014

12 Años De Esclavitud

En la escena más reflexiva de Hunger (2008), un reo político y un cura arman un serio debate ideológico. Ambos comienzan a posicionar su postura frente a la necesidad de evocar a un “mártir”, es decir, la generación de un individuo que a costa de su propia vida haga valer una causa. Es el sacrificio físico a cambio de hacer respetar un propósito. Es la mente decidida a sacrificar su cuerpo; el sostén material de su ser. Entonces se devela el momento más perturbador del filme: la agonía de un hombre castigando de hambre a su propio cuerpo. Bajo esta misma línea, Steve McQueen en Shame (2011) también es provocador en referencia al tratamiento de los desequilibrios humanos ajustados al consciente de sus personajes. Este director, cultivado originalmente en el ámbito del video arte, vuelca además ciertos matices vanguardistas que provocan una estética plagada por una serie de chispazos líricos provocados por el juego cromático de sus ambientes, curiosamente, espacios de aspectos deplorables por su mismo contexto ficcional, pero que cedían a una belleza extrañamente poética.
El marco interior de una prisión tapizada de excrementos, significaba de pronto una ventana a la esperanza tras el repentino asalto de un halo de luz que recaía en el pálido rostro de un condenado. Asimismo, un baño público que servía de escenario sexual para dos amantes furtivos, evocaba una iluminación redentora al primer plano de un hombre que gesticulaba una mezcla de goce y culpa. McQueen es gestor de ambivalencias, algo que también surge en su último filme. 12 años de esclavitud (2013) narra un fragmento desafortunado en la biografía de Solomon Northup (Chiwetel Ejiobor), un respetado violinista y hombre de familia, que a diferencia de otros individuos de raza negra, él posee desde su nacimiento el título de “hombre libre”. Su vida entonces siempre ha caminado con “normalidad”, es decir, sin ser objeto de humillación, castigo o algún gesto racial –muy propio de las normas o leyes que sostenía EEUU durante el siglo XIX –que recaiga contra su persona o su acomodada familia.

En Shame, para McQueen fue fundamental convivir la rutina normal de su protagonista principal frente a su rutina anormal o invisible. Aquella que, por ejemplo, escapaba de la vista de su círculo de amistades a fuerza –tal vez– del miedo a ser condenado por estos. El incontrolable deseo sexual como un peso que hasta cierto punto hace colapsar su integridad. La historia de Northup también se contempla desde esta división de rutinas. Existe un antes y un después de ser secuestrado y vendido como esclavo negro. La comparación y el distanciamiento entre ambos momentos es lo que en principio provoca el drama y toca la sensibilidad del espectador. Planteado esto, McQueen incrementará la dosis de la tragedia implantando su lado más visceral. Es momento que el cuerpo sea castigado bajo responsabilidad de las ideologías impuestas. La hambruna (política), el sexo (conservadurismo) o la flagelación (esclavismo), vistos como tres tipos de castigos –planteados en sus tres películas– que quebrantan la dignidad del hombre. Northup se quiebra debido a que tiene que negar su verdadera condición por una rutina impuesta, la del esclavo negro.
Una interesante referencia del filme es la crítica frontal a las antiguas e intransigentes leyes en EEUU, esto manifiesto en la escena durante el encierro de Northup dentro de una celda, la misma que pone fin a su fantasía de persona “normal”, y que en sus afueras, a pocos metros, revela la inmutable e imponente imagen de la Casa Blanca, bastión de los Derechos Humanos. Más allá de esto, McQueen no fundamenta una reflexión novedosa sobre el racismo. El personaje de Brad Pitt es de hecho la estrategia más mundana y utópica del filme. No suficiente, 12 años de esclavitud resuelve el drama con un cierre que retrocede a su principio. Si bien hay una condena al racismo histórico, Northup renueva su fantasía y deja atrás su pasado tormentoso. Deja atrás, por ejemplo, a lo que representa Patsey (Lupita Nyong’o) que es el desamparo de la esclavitud negra. A Nortphup no le queda más que despedirse y bajar la cabeza. El filme repite similar gesto de contradicción que sucedió en Shame. En otro aspecto, Steve McQueen de pronto ha dejado esfumar sutilmente su lado estético. Ya poco le queda de video-artista. Independientemente de sus anteriores filmes, 12 años de esclavitud es una versión nada novedosa sobre el racismo, y si de crudeza se trata, Django sin cadenas (2013) se le adelantó.

domingo, 9 de febrero de 2014

Blue Jasmine

Parece como si el mal hado de las hermanas no biológicas Jeanette (Cate Blanchett) y Ginger (Sally Hawkins) las hubiera tocado desde la infancia. Ambas huérfanas, apadrinadas por una prejuiciosa madre, y destinadas a una fatalidad por delante. Dos mujeres adoptadas de un mismo mundo, aunque criadas para mundos distintos. Blue Jasmine (2013) es una nueva ventana que mira a la tragedia humana. Claro está, no una tragedia amoldada a la clásica griega, sino una menos lapidaria. Es decir, la comicidad aquí tiene licencia para mezclarse con lo trágico, algo inconcebible en el terreno del Olimpo. Woody Allen asume la idea de la tragedia moderna como la combinación de sendos estados. Tanto lo dramático como lo gozoso fluyen al mismo tiempo. Si por un lado se va tejiendo una vida llena de gratitud, por el otro se va gestando la adversidad.
Jeanette o Jasmine –ese personaje que aprendió a “encajar”–  es, en un presente, víctima de un colapso nervioso luego que el fracaso, tanto íntimo como financiero, llegara a su vida a fuerza de un portazo. Está en el poder del destino castigar o premiar al individuo. Aquí no hay espacio para reflexiones morales. Como sucedía en la literatura clásica, existe un “deux ex machina” que se encarga de hacer la última alineación de las piezas en juego y poner en jaque todos los movimientos anteriormente expuestos. Nada está dicho. Desde ese sentido, Woody Allen tiene a su merced a la frágil Jasmine. En medio de las idas y venidas de una mujer madura tratando de reordenar su vida, no hay punto claro que prediga el cierre de esta historia. Al menos, no hasta se haya pronunciado textualmente una palabra clave en la trama: el pasado.

Blue Jasmine se narra en dos momentos. El antes y el después, el auge y la decadencia, la riqueza y la pobreza. Y según las leyes de la gravedad y el orden de las cosas, Jasmine en su segundo momento –en teoría– deberá tener una nueva oportunidad; por llamarlo así, su momento de redención. Lo cierto es que parece ocurrir todo lo contrario. El personaje de Blanchett se resiste a abandonar su anterior vida. Lo dice su viaje en primera clase, sus maletas, sus vestidos, sus aires de mujer fastuosa. La fantasía de Jasmine no se ha esfumado, y esto parece ser más complejo de lo que se espera. En Match Point (2005), Allen crea a un personaje fascinante, protagonizado por Jonathan Rhys Meyers. El hombre de campo que con empeño y un poco de suerte encumbró hasta lo más alto de la escala social. Muy a pesar, este arrastra sus antiguas costumbres. No existe vergüenza o negación de lo que fue, y lo más curioso es cómo es este mismo individuo quien recuerda, en lugar de que sean sus acompañantes los que le hagan recordar su pasado.
El pasado es una especie de amuleto en ambos filmes de Woody Allen. El llevarlo consigo resulta la simpatía de muchos, mientras que la negación a usarla es lo contrario a esto. Jasmine, en su camino a “reordenar” su vida, va acumulando una serie de apatías. Su carta de mujer rica es un karma, el imán a una serie de conflictos que la empujan a esa fatalidad predicha. Es el pasado que reclama justicia ante la indiferencia. Se entiende entonces por qué la suerte no está de lado suya. Blue Jasmine es también una fábula sobre los destinos impuestos. Por un lado Jasmine intentando llevar una vida de clase trabajadora, mientras en otro extremo Gina fantaseando con un hito social por encima del suyo. La migración al estilo de vida opuesto es equivalente al fracaso. Nuevamente la negación al pasado aquí prevalece. Está en el consciente de Gina el conformismo, como en la mentalidad de Jasmine no abandonar su esencia, una que fluye casi natural, como la estupenda actuación de Cate Blanchett.

domingo, 2 de febrero de 2014

Philip Seymour Hoffman (1967 - 2014)

Se dio a conocer con los filmes de Paul Thomas Anderson. A partir de Boogie nights (1997) se ganó un doble estereotipo actoral. La del tipo común y perdedor. Su rostro cabizbajo y su corpulencia física imitaban al sujeto fracasado, frustrado y cohibido por una careta que luchaba por integrarse a un grupo social o cultural. Esto se verá muy marcado en películas como Happiness (1998), de Todd Solondz, o la misma Magnolia (1999), también de PTA. Seymour Hoffman era también el tipo gay, a veces inseguro, a veces excéntrico. El actor tenía una mirada que combinaba un sesgo casi bobo y a la vez grotesco, y esto encajó a la perfección en Boogie nights, siendo un inofensivo stalker del personaje de ficción, Dirk Diggler.
Esto lo enganchó a nuevas películas, tales como Flawless (1999), de Joel Schumacher, ciñéndose a un modelo homosexual más extravagante, dándose aires de un personaje sacado de La jaula de las locas; pero sería el biopic Capote (2005), de Bennett Miller, la que lo pondría en un definitivo pedestal ante los ojos de la crítica. Lo cierto es que esta no fue la primera gran actuación de Seymour Hoffman. Ya antes había cautivado en menor proporción la curiosidad de muchos con su interpretación en Por amor a Lisa (2002), protagonizando a un joven viudo, autodestructivo y sintomático. El actor aquí es gestual. Su dicción parece ser más acuosa que de costumbre. Como si luchara por vocalizar su rutina en medio de la tragedia. Es a partir de aquí que ya hablamos de un actor que se convierte en promesa.

Seymour Hoffman se proyecta a roles más anímicos. El neoyorkino siguió con sus papeles dramáticos, pero se cultivó a hacer de sí un actor más catárquico. En películas como Antes que el diablo sepa que estés muerto (2007),  Los Savages (2007) o Juego de poder (2007) sus personajes son cada vez más impulsivos. Se deshizo de su dicción torpe y la reemplazó por una más enérgica. Es más una voz de mando. Había cultivado el poder de dominación de mímica. El actor de pronto estaba capacitado para mudar a distintos géneros fílmicos. En Mi novia Polly (2004) fue el gordo, torpe y bonachón amigo de Ben Stiller; en Misión Imposible III (2006) el implacable antagónico de Tom Cruise; en Pirate Radio (2009) un disparatado hippie. Todos los roles y modos performativos distanciados unos del otro. Fue con La duda (2008) que se perfiló a su gran faceta actoral. El actor ya estaba en su etapa de madurez.
Su aparición en Poder y traición (2011), Seymour Hoffman comprobó que ya no precisaba de un personaje complejo ni de excesos de catarsis para dar muestra de su aptitud actoral. Su habilidad se desplazaba de la manera más correcta. Hasta Ryan Gosling al lado suyo era opacado ante la presencia de un experimentado asesor político, rol que asumía Seymour Hoffman. Era un momento en que expresaba un lado natural e innato. No había marca de esfuerzo por adaptarse a algo, y lo mismo se simulaba en Moneyball (2011). Fue su interpretación en The master (2012), sin duda, su mejor papel. El falso profeta, dominador de esclavos, encantador de comunidades, cabeza de familia. Su personaje de Lancaster Dodd era de doble personalidad. El hombre centrado y teórico, pero también el trastocado por el vicio o el posible fracaso. Philip Seymour Hoffman será recordado por la escena de un anfitrión bailando entre los cuerpos desnudos de mujeres insinuantes. Fue su última y más entrañable etapa, porque fue visceral. 

Estafa Americana (o American Hustle)

David O. Russell es un director de comedia. Hasta la actualidad, The fighter (2010) es su única película que escapa de este género. Russell tiene creatividad cuando se trata de provocar conflictos que ridiculizan a sus personajes, haciendo de sus vidas y oficios una madeja de sátiras. Claro que me refiero al primer Russell, el director que fue antes de la película citada. Es decir, antes de ser víctima de las grandes producciones, aquellas que incluyen grandes estrellas e historias humanas que aspiran a los premios de la Academia. Russell, hoy en día, apuesta a lo seguro. Historias que siguen siendo cómicas, siguen ridiculizando a sus personajes, pero, lastimosamente, con una dosis de creatividad casi extinta. Silver linings playbook (2012) es un ejemplo de un filme gratuito, que se ganó una fama a través del carisma de sus actores y una historia reciclada. La película no es mala, como tampoco buena, ni mucho menos excelente. Lo mismo pasa con The figther.
Escándalo Americano (2013) es lo más rescatable que ha realizado el director en los últimos años. Una película que se asoma al género criminal, pero que en realidad es más una comedia, inclinada incluso a la comedia romántica. Si bien es un grupo jugando a ser policías y ladrones (turnándose dichos roles), es muy notoria la presencia del romance que se concibe entre ellos. Son los conflictos amorosos los que sin querer complican tanto sus estrategias como sus planes de estafa, poniendo en riesgo la empresa como la relación entre sus mismos socios. Hablar de una película rigurosamente criminal, implica a personajes que actúan hasta un punto demencial, perverso e innato. Los personajes de Russell son más bien emotivos. Se enternecen, colapsan, se celan entre ellos, se pelean, se amistan. Son vulnerables y volubles, y eso es lo que hace que se compliquen las cosas.

Hay, sin embargo, una intención del director por insistir a hacer su propia película criminal. Aquella que bien le haría recordar a un filme como el de Buenos muchachos (1990), de Martin Scorsese (quiebre argumental, técnicas de formato, personajes explosivos o violentos), o tal vez a uno más pretérito, como por ejemplo remembrando al clásico cine negro. Por un lado, Escándalo Americano ambienta una época, más que política, cultural. El vestuario y las pistas musicales aquí son esenciales para provocar dicha nostalgia. Está también la ambientación a un mundo anónimo y peligroso. La presencia de la mafia asume un perfil intimidante, aunque solo en apariencia. El personaje de Robert De Niro fantasea con ser un Al Capone o el James Conway del filme de Scorsese. Como estrategia desesperada, Russell resuelve hacerle un brevísimo flashback a este individuo de “duro semblante”. Tal vez en realidad así lo sea, aunque no se sabe porque no aparecerá más.
Como filme criminal, Escándalo Americano se frustra, muy a pesar si tiene como aliciente a otro subgénero clásico. El personaje de Amy Adams es casi nuclear en el filme. Más adelante, la intervención de Jennifer Lawrence será fundamental para darle un giro a la trama. Frente a esto, los personajes masculinos giran en torno a los femeninos. Russell se acerca al subgénero de los años 40, el screwball comedy. Un cine de noción detectivesca o criminal, pero que alberga también una trama romántica, siendo la intervención femenina trascendental en la actitudes masculinas. Christian Bale y Bradley Cooper están ceñidos a los juegos de seducción de las dos damas de la historia. Es así como Russell termina por realizar una película menos impredecible que sus anteriores. Personajes faltando sus propios discursos. Ladrones redimiéndose, agentes embarrándose. Lástima que un sector la elogie con fascinación. Jennifer Lawrence no es la gran actuación que mencionan. Tampoco es la mejor película de David O. Russell. De lo más reciente sí, pero su ópera prima, Spanking the monkey (1994), es de lejos lo mejor del “otro yo” (ya casi extinto) del director.