Existe un grupo de
directores consagrados en Hollywood. Directores que han alcanzado el talento
necesario como para no verse comprometidos (tanto ante público como ante la
Industria) en lanzar películas aspirantes a premios o desarrollando algún filme
que ponga a prueba sus dotes creativos. Considérese a los hermanos Coen en esta
lista. ¡Salve, César! (2016) tal vez
no sea un filme exponencial o sobresaliente en la filmografía de estos
directores, sin embargo, tampoco es evidencia de fatiga o nimiedad. Tanto su
historia, el desarrollo, como el montaje del mismo, poseen la vitalidad de
autores enérgicos que no dejan nada a medio camino. Ambos directores, por otro
lado, ven la oportunidad de manifestar en esta película lo que parece ser una
fascinación personal, que de paso se convierte en tributo. Un tributo que por
cierto se define bajo el idioma del dúo.
¡Salve, César! no es una historia a propósito de un secuestro, sino son
varios acontecimientos a propósito de una época y un personaje que hace méritos
dentro de esta. El relato aparenta ser un día más en la rutina de Eddie Mannix
(Josh Brolin), un productor de uno de los más importantes estudios de cine en
el país. Su labor será entonces el de ser responsable de que todos hagan su
trabajo y mientras tanto todos queden contentos. Para ello, se convertirá en
mediador, curador, creativo, niñera, negociador, apaciguador, además de otros
roles impredecibles, fruto propio de estar lidiando con actores, directores,
guionistas, amarillistas y hasta comunistas. ¡Salve, César! será una cadena de sucesos que hacen una burlona
evocación a lo que “aparentemente” sucedía fuera como dentro del plató.
Los Coen para esto
convocan a una serie de actores que hacen memoria a una pasada generación de
actores. Dicho, en teoría, resulta un tributo, siendo estas mismas figuras, en
parte, responsables del éxito de una época, convirtiéndose además en símbolos de
perfección. Curiosamente, luego que estos salen del encuadre, se ven poseídos
por una serie de defectos “tan poco” ficcionales, que cualquiera diría que más
bien resulta una degradación. Para nada lo es; simplemente es el idioma Coen.
Aquí hay un exquisito contraste sobre cómo avanzaba la gloriosa carroza de una
gran industria, de una apariencia tan perfecta y bien coreografiada
externamente; pero que internamente incluso hasta incubaba a los mismos
enemigos del Estado (lo que por cierto libera ese buen gusto de los Coen por el
cine de intriga). El resultado es una sátira sobre la Edad de Oro en Hollywood,
desde una mirada muy apasionada, aunque también muy extravagante.