Desde el inicio de la
historia, la duda codea a los padres Rodrigues (Andrew Garfield) y Garupe (Adam
Driver), sea producto del escepticismo ante la apostasía de un mentor, así como
del miedo frente a una próxima misión a la que ambos se ofrecieron voluntarios
contra advertencia. En calidad de misioneros, estos jesuitas portugueses llegan
al Japón feudal del siglo XVII, tiempo en que el cristianismo no solo era
prohibido en dicho territorio, sino que además fue perseguido, lapidado y, en
muchas ocasiones, ajusticiado. Silencio
(2016) será una historia sobre la fe cristiana puesta a prueba en tiempos de
hostilidad e intolerancia, pero es sobre todo un relato sobre la fidelidad y la
claridad dogmática, a propósito de esa distinción entre obstinación y
convicción, o el evadir un martirio y el renunciar ante una doctrina. Martin
Scorsese para ello inclina su narrativa a un plano oral, una dialéctica
epistolar que le pudiese permitir hablar con franqueza (y de paso depurar sus
dudas) a uno de los protagonistas de esta labor autoimpuesta.
A diferencia del
protagonista de Diario de un cura rural
(1951), la crisis de fe no se manifiesta en el “pensamiento” del padre
Rodrigues. La misión del portugués además no podría reducirse a un testimonio motivado
por un fracaso espiritual, consecuencia que ciertamente sería cuestionable. El
largo trayecto de Silencio sugiere
por lo menos tres etapas dentro de esa misión y dentro de la experiencia
cristiana de este jesuita. La travesía inicia con el reconocimiento a una
comunidad que se resiste a abandonar su fe, aquella que si bien se expresa de
forma clandestina, no teme ante la represalia o la inmolación que pueda obligarlos
a negar su creencia. En una escena en que los padres recién llegados son
invitados a una cena, Rodrigues consulta por qué unos no comen. “Ustedes nos
alimentan”; responde uno de ellos. Durante ese período existe un adiestramiento
de la fe que es mutuo. Es la comunidad nutriéndose espiritualmente y expiándose
a través de sus guías, son los padres asombrándose ante el coraje y la plegaria
de estos fieles que no hayan más amparo que en la propia fe.
Ya después llega el
momento más sórdido de la misión. Los padres Rodrigues y Garope son testigos de
la “cacería” que hace remembranza a las persecuciones cristianas contadas en
las sagradas escrituras. Es la etapa en que la fe se encuentra a prueba. Aquí
la inquisición no es como la católica en tiempos medievales. La corte de
justicia japonesa es más cerebral. El método de castigo no solo se empeña en
exterminar a los cristianos, sino que se encarga de inducir a sus líderes a la
apostasía. Es la supresión física y el de la idea a un mismo nivel. Es la
destrucción de la ideología. Entonces la duda es más frecuente en la integridad
de Rodrigues. Su resistencia de pronto no tiene ese nivel de coraje que el de
los kirishitan, e incluso el del
mismo Garope. Son en esos instantes en que el filme de Scorsese hace alusión al
cura de Robert Bresson, al descubrir los pensamientos de un sacerdote
redundando un mea culpa, cuestionando su labor y fortaleza ante lo encargado, y
a su vez demandando ante esa ausencia divina, ante ese “silencio”. ¿Dónde están
las respuestas? ¿Deberían de haberlas?
La última etapa de Silencio, que es además el cierre de la
misión, acontece con la aparición de Ferreira (Liam Neeson), ese padre que fue
el motivo de la misma y del que se decía o se rumoreaba se convirtió en un
apóstata. Es el fragmento magistral de toda la película. A diferencia del
carácter testimonial que había primado en el filme hasta ese momento, la
narración ahora se torna una crónica. Después de los últimos testimonios de
Rodrigues, la posta oral la asume un comerciante holandés; voz anónima que
esboza con una precisión a veces ambigua. Lo resto que sabremos de Rodrigues y
Ferreira será puntual y conciso. Scorsese dilata las cortas temporadas y encoge
las largas, siendo esta última etapa la alusión a un epílogo sobre una travesía
que evidencia la solidez, no solo del dogma, sino también el de sus líderes y
los que la profesan en silencio. Esto, por cierto, bosqueja además un escenario
en donde la fe se profesa sin inmolación o martirio. Como el Jesús de La última tentación de Cristo (1988),
algunos de los protagonistas de Silencio
se saltan el castigo sin separarse de su fe.
Apasionante es el
personaje de Kichijiro (Yosuke Kubozuka), quien ciertamente es más complejo que
el mismo Rodrigues. A Kichijiro lo conocemos en un estado deplorable; ebrio,
digno de no fiar. Los padres recién llegados lo miran con recelo. Desde
entonces, a dónde vaya Rodrigues, Kichijiro lo seguirá. Este se dejará ver, se
inclinará y confesará ante el padre. Será discípulo y también felón ante este su
mesías. Es decir; venderá al hombre, mas no su fe. Kichijiro es el eterno
traidor, y en distintas escalas. Muy a pesar, su fe no está lejos de la que
resguardan sus compatriotas más fervorosos o los mismos padres portugueses. Así
como Kichijiro, Silencio manifiesta a
otros personajes con una lealtad clara, pero razonando bajo un código de ética
distinto. Desde una perspectiva espiritual, la traición no alcanza a Kichijiro
más que en un plano terrenal. Sea optando por el sacrificio o el camino de la
“formalidad”, como lo llama un gendarme de la inquisición, no existe una forma
correcta de profesar o preservar la fe.
Silencio es lo mejor que haya realizado Martin Scorsese desde Buenos muchachos (1990). Una película
que también alude a los temas de la ética y redención, aunque desde un plano
metafísico. Lograda la fotografía del mexicano Rodrigo Pietro que parecen
inspirados a los tonos expresionistas de La
pasión de Cristo (2004), aunque
con menores saturaciones. Andrew Garfield superior incluso a su protagónico de Hacksaw Ridge (2016), en donde también
observamos a un protagonista sintiendo ese peso mesiánico sobre sus hombros.
Loables además las interpretaciones de Yosuke Kubozuka y Adam Driver. De
anécdota cómo incluso con las presencias de actores jóvenes y comerciales como
Garfield o Driver, Silencio no tuvo
alternativa para ingresar a las candidaturas principales en los Oscar. Misma
estrategia tal vez asumió otro maduro director como Mel Gibson, solo que su
cine bélico fue de gran asimilador para su temática doctrinaria, cada vez más
caduca frente a esta nueva moda inclusionista.