Más que exponer una fantasía sobre una supuesta llegada de seres de otro mundo a la Tierra, Don Siegel en La invasión de los usurpadores de cuerpos (1956) hace retrato a la paranoia global de entonces, tiempos de tensión a propósito de la Guerra Fría, secretos de Estado, guardias nacionales activos, barrios suburbiales como fuentes de investigación, además de otras creencias implantadas o tal vez poco reservadas. Mito o realidad, lo mismo impulsó a George Romero recrear su culto al zombie que no era más que una alegoría a la negligencia estatal armamentista, intereses políticos de por medio, que traían como principal afectado a la humanidad, una que estaba al borde de la deshumanización, literalmente hablando. El limpiador (2012), ópera prima de Adrián Saba, es una película bajo similares circunstancias solo que presto a un idioma más sensible y anímico.
Eusebio (Víctor Prada) es de oficio limpiador en una Lima que sufre una epidemia que trae víctimas a diario. Su labor consiste en esterilizar y fumigar, tanto al cuerpo como el escenario del deceso, empacar y transportar el cadáver junto a sus pertenencias a un apartado lugar para su próxima incineración. Esto sucede una y otra vez, en distintas horas y distintos lugares. Para la peste no hay horario ni diferencia de vecindario, y, de la misma forma, para Eusebio no existe otra rutina, una que parece no poner fin incluso dentro de su misma morada. Desde el ingreso a su casa hasta la hora de acostarse, Eusebio es practicante de un ritual semejante que va desde la caída libre de un llavero al zapping televisivo maquinal e inexpresivo propio de su televidente. Adrián Saba hace práctica de tiempos que, en apariencia, parecen estar muertos, ya que en cierta forma lo que ocurre y lo que no, tendrá sentido.
El limpiador tiene algo de El ordenador (2012), de Omar Forero, filme donde toda expectativa es en vano, las acciones son planteadas por el espectador, sin embargo, estas son frustradas durante la trama. Saba nos dispone un filme que por un lado se estanca pero por otro alienta. Es en primera instancia, el mundo limeño que está colapsando, una enfermedad que se expande y de la que se conoce cuáles son sus síntomas y sus víctimas inmunes. Cuándo y cómo ha sucedido, no se sabe. Sí gran parte de la población ha muerto por causa de esta epidemia o simplemente ha causado el claustro masivo, se desconoce. ¿En qué consiste dicha enfermedad? ¿Es un virus que mata o que te empuja al suicidio? En una escena vemos el desplome de una víctima, mientras que en el principio de la historia somos testigos de un joven conducido por una pulsión tanática. Esto, ¿fue producto del contagio o la histeria? La prensa, la ciencia, el gobierno, la sociedad, ¿están pendientes o simplemente se dejan conducir rumbo a lo que la naturaleza les disponga?
En segunda instancia, Eusebio en una de sus tantas limpiezas, ha encontrado a un niño que ha quedado huérfano producto de la peste. Joaquín (Adrián Du Bois), al igual que Eusebio, no tiene a nadie. Ambos personajes se juntan en razón a las circunstancias. No hay nadie quien se haga cargo del pequeño, y Eusebio no halla excusa para no adoptar, al menos temporalmente, al niño. Es a partir de este suceso que se rompe la rutina del limpiador. Es el quiebre que desvía la atención de las acciones objetivas a las más subjetivas. Lo que ocurra o tenga que ver con la epidemia, en este ámbito poco importa. El limpiador es un relato que alterno a una Lima enferma, es testigo de una convivencia y afecto entre dos seres que tienen mucho en común. Tanto Eusebio como Joaquín buscan llenar un vacío paternal que, respectivamente, ha quedado expuesto por la senilidad de uno y por la negación del otro. Eusebio, al no encontrar el afecto de su padre que habita en un asilo, llena dicha ausencia asumiendo la imagen paternal que el desamparado Joaquín necesita.
Adrián Saba contiene las respuestas o implicancias que podrían responder o solucionar al tema sobre la epidemia. En su lugar, centra la “acción” en la relación entre un hombre y un niño quienes han comenzado a dar indicios de lo que hasta ese momento se sentía indeleble o incluso ausente. La epidemia no solo ha causado muertes sino que también ha expandido la inercia, la apatía y posiblemente la insensibilidad de la población que apenas reacciona ante la muerte de un igual. Eusebio y Joaquín son el punto contrario a esta realidad, una que está satinada de colores muertos, fachadas gastadas, decoraciones tenues que simulan el patetismo lúgubre del Post mortem (2010) de Pablo Larraín, que huele a muerte por todos sus costados, pero que en medio de esto se asoma una reacción distinta y opuesta. El limpiador crea un contexto apocalíptico como excusa para dar entrada a un lado más íntimo, que se asoma tímido, dubitativo, como si la amistad entre ambas personas fuese más un ejercicio sobre el cariño o el afecto, algo que la memoria ya parecía arrinconar junto al olvido.
El limpiador tiene similares rasgos a Octubre (2010), de los Hermanos Vega, tanto temáticos como estéticos. En esta última, la historia rutinaria de un prestamista se ve irrumpida con la llegada de un niño. Dicho personaje se verá obligado, aunque con perfil bajo, a asumir su rol como padre. Los planos de este filme son estáticos, encuadran al personaje y encierran un fragmento de su contexto derruido. En el filme de Saba se suma a esto el ambiente desolador. Ambos filme, sin embargo, anímicamente son muy distintos. El limpiador no tiene comedia ni absurdo, a lo mucho puede confundirse lo curioso con lo tierno, pero sería casi en desacierto. El filme de Saba es inerte, lo suficiente al menos para verlo como una portada realista, más sintomático, casi rozando lo dramático. La última escena de la película posiblemente deja al descubierto este razonamiento. La cámara tambalea al son del personaje que ha estado aplazando su muerte con la intención de dejar en buenas manos a su protegido. El final es optimista, aunque no abandona ese sabor trágico.