A propósito del estreno de Blackkklansman, un repaso a la fílmica del director Spike Lee. Más allá del tema racial, Lee es un cineasta que observa con amplitud los prejuicios sociales que somete al cotidiano estadounidense, y, por qué no, el global. Es también un director crítico con el orden económico y político.
jueves, 30 de agosto de 2018
viernes, 10 de agosto de 2018
71 Locarno: Fausto
El joven Fausto,
hombre de ciencia, un día descubrirá la magia negra, y con ello conocerá al
Diablo, personaje universal y mítico. Un pacto con este, lo llevará a una serie
de viajes al tiempo, la inmersión a momentos del pasado, unos reales, otros no
tanto así. Es a partir de este argumento que podría asumirse con una mayor
claridad la propuesta de Andrea Bussman. Fausto
(2018) hace una referencia a la tragedia escrita por Goethe, filme que congrega
una serie de testimonios residentes de Oaxaca, narraciones de gérmenes reales,
pero traducidos a un idioma mágico, fantástico. No nos referimos a un realismo
mágico, en donde evidencias imaginarias se personifican y conviven con lo real,
sino más bien a una exigencia de los pertenecientes a esta comunidad por
fabricar el discurso imaginario a partir de lo empírico. Tal vez es un síntoma
genético, una preservación de la herencia de culturas incipientes, siempre
explicando el principio de la realidad a partir de lo representado.
Es así como vemos a la
razón y lo mítico dialogando, sea asentándose en el pasado o en el presente. Es
prácticamente un resumen del Fausto; el coloquio entre el médico y Belcebú,
además de la odisea de estos dos a distintos periodos. No es gratuito también
que Bussman otorgue a su filme una mirada documental, a pesar de ser una
ficción. Hay un deseo por crear una convivencia de razonamientos sin que
ninguno repela al otro. En adición, su Fausto
se inclina a lo experimental, a partir del formato de película y los rasgos
alucinatorios, que dan como producto un filme irreal y atemporal. La película
de Andrea Bussman cierra con un alegato de pretensiones cosmogónicas, lo que
nos retrae al origen de las cosas. Los astros, esas apariencias surreales, como
estímulo de nuestros antepasados para responder todo lo que le rodeaba.
Nuevamente, Goethe. Su Fausto está lejos de ser una obra romántica de un hombre
buscando el amor ideal. Es más bien una búsqueda de la naturaleza de lo
primigenio; por ejemplo, la relación entre el bien y el mal.
Mira gratis (tickets limitados) Fausto, de Andrea Bussman, por Festival Scope, previa suscripción gratuita: http://bit.ly/2vCowhc
Mira gratis (tickets limitados) Fausto, de Andrea Bussman, por Festival Scope, previa suscripción gratuita: http://bit.ly/2vCowhc
71 Locarno: Ceux qui travaillent (Those Who Work)
A principio de esta
película, en una muestra de aleccionamiento a su hijo, Frank (Olivier Gourmet)
deja en claro lo crucial que es para su vida formar parte de una rutina laboral.
En sus cincuenta años, este padre de una familia de seis miembros es el ejemplo
de cómo formarse desde cero en un oficio, amasar sus logros no habiendo incluso
terminado la secundaria, todo adquirido en base a su esfuerzo, dedicación y
compromiso. Estas aptitudes se notan en su cotidiano, siempre llegando a la
oficina antes que los demás o nunca apagando el celular; es decir, siempre llevando
su trabajo a casa, cada que sea necesario. Ceux
qui travaillent (2018) narra la historia de este personaje a punto de
perder aquello que formó y dio sentido a su vida, que permitió florezca su
familia, que consiga una lujosa casa, una comodidad asegurada para los suyos.
Pronto Frank pasará a ese lado que advirtió a su hijo nunca debería estar. El
director Antoine Russbach nos relata una historia que tiene una premisa
familiar que, sin embargo, no deja de tener un valor para la coyuntura.
En Ceux qui travaillent un hombre pierde su
empleo. Gran parte de la película se dedica a observar a este protagonista asimilando
esa nueva vida, la que dejó de ser opción desde que abandonó sus orígenes
rurales. Vemos a Frank desorientado, dando señas de su derrumbe. Pero lo sustancial
no es esto, sino la raíz que provocó este cambio. Russbach alude a un comportamiento
ético dentro del ámbito laboral que parece ser un síntoma social. Existe una
crisis de humanidad, sentirse ajeno frente a los desprotegidos (por qué no
decir; los refugiados) y la suerte que pudieran correr estos. De pronto, más
importante que la vida ajena, es más trascendente se cumpla el negocio a la
hora pautada. Es consecuente que la labor de Frank sea el de gestor portuario. El
trasladar una carga, el significado de su trabajo, le ha proveído, pero también
le arrebató algo que le es imperceptible, y a la larga le generó un peso, una “carga”.
Ceux qui travaillent concentra a
personajes inconscientes a lo ajeno, apegados lo material. No solo es el hombre
que se equivocó, es una industria hipócrita, una familia infértil, y una
generación inocente que observa, y posiblemente aprenda aquello de los grandes.
Mira gratis (tickets limitados) Ceuz qui travaillent, de Antoine Russbach, por Festival Scope, previa suscripción gratuita: http://bit.ly/2AVeUmZ
Mira gratis (tickets limitados) Ceuz qui travaillent, de Antoine Russbach, por Festival Scope, previa suscripción gratuita: http://bit.ly/2AVeUmZ
jueves, 9 de agosto de 2018
71 Locarno: Trote
Un filme de una fuerza
dramática interior. Xacio Baño nos adentra en la historia de una familia transitando
por un luto. Un padre y sus dos hijos intentan sobrellevar sus días a su manera
y por separado. Cualquier indicio de relación entre sus miembros es inviable. Ninguno
manifiesta algún gesto de discernimiento o deseo cuando se trata de establecer
o reformar los lazos familiares. Desde la muerte de ese miembro faltante, la
desidia ha tomado por asalto este hogar que descansa en las montañas de Galicia,
¿o, tal vez, siempre fue así? Trote
(2018) se desarrolla en una naturaleza que es consecuente con la personalidad
de sus protagonistas. No es gratuito además que la historia inicie a vísperas
de una celebración en donde hombres y corceles ponen a prueba su rudeza.
Es curioso que Carme
(María Vázquez) sea el único miembro que manifiesta un daño físico. Todos los
miembros anímicamente están golpeados, sin embargo, la hija/hermana es la única
que se recupera en silencio de una herida que nadie atiende, salvo ella misma. Los
personajes masculinos, mientras tanto, la rodean, y, sin darse cuenta, intentan
“domarla”. Ella, sin desearlo, se convierte en un estímulo para que los hombres
se sientan inquietos. Ante este panorama, resulta significativa la festividad
de “Rapa das Bestas”. Hombres intentan maniatar la naturaleza salvaje de una
especie. Es un rito del más salvaje o fuerte, un ritual de fijaciones masculinas,
una prueba de virilidad. Trote
vincula esta celebración con el de las relaciones familiares (y de género),
ambas con un concepto alejado de lo racional, aislándose hacia lo instintivo y,
de paso, lo reprimido.
Mira gratis (tickets limitados) Trote, de Xacio Baño, por Festival Scope, previa suscripción gratuita: http://bit.ly/2vTJcAP
Mira gratis (tickets limitados) Trote, de Xacio Baño, por Festival Scope, previa suscripción gratuita: http://bit.ly/2vTJcAP
Labels:
Cine Español,
Locarno 2018,
Tragedia familiar,
Trote,
Vida Rural,
Xacio Baño
miércoles, 8 de agosto de 2018
71 Locarno: Temporada (Long Way Home)
Resulta significativo
que gran parte de esta película tenga que ver con una cotidianidad laboral. Al
inicio de la historia, los colegas de Juliana (Grace Passo) le ponen al tanto a
la recién llegada sobre la monotonía del trabajo como empleado de saneamiento
público. La detección de escenarios con presencia de dengue no implica algún
acontecimiento insólito. El que algún dueño de casa te reciba con hostilidad,
es lo más enérgico que la empleada recibirá de su labor. Lo cierto es que ese
sosiego también se extiende en su vida fuera del trabajo, y no por falta de
motivos. Sucede pues que ante la presencia de cualquier incidencia, la historia
tiende a invocar rápidamente al sosiego. Es así que la simpleza no distingue al
trabajo de la rutina no laboral de la mujer. Temporada (2018) está dominada por un estado de normalidad. Esta
historia en donde una mujer trabaja mientras aguarda a la llegada de su esposo
está regulada por una represión de conflictos, y, curiosamente, ese es el lado
atractivo de esta película.
André Novais Oliveira
nos presenta a una serie de personajes dignos de gestar un quiebre en la trama.
Su sola protagonista está pendiente de una ausencia que –se percibe– la llena
de angustia. A la espera del marido se suma su soledad en esa nueva ciudad,
además de una tragedia que cobija en secreto. Hay un presente y un antecedente
que bien podrían provocar un incentivo dramático. Temporada abriga una serie de expectativas, pero todo queda ahí. El
director brasileño es un fabricante de conflictos que nunca verán la luz, a
propósito de que sus personajes reprimen sus incertidumbres, y si lo
exteriorizan, es apenas una liberación de la palabra, un desahogo que parece
estar ajeno del alivio o el consuelo. Sin embargo, la película de André Novais
Oliveira no es para nada una película de un padecimiento colectivo; todo lo
contrario. Por mucho que haya una contención, es un filme que deriva a la
adaptación y la reparación dentro de un largo periodo, que, ciertamente, luce
imperceptible. Un delicado tránsito del conflicto interno a la superación.
Mira gratis (tickets limitados) Temporada, de André Novais Oliveira, por Festival Scope, previa inscripción gratuita: http://bit.ly/2nkZdf1
Mira gratis (tickets limitados) Temporada, de André Novais Oliveira, por Festival Scope, previa inscripción gratuita: http://bit.ly/2nkZdf1
Labels:
André Novais Oliveira,
Cine Brasileño,
Locarno 2018,
Temporada,
Trabajo
martes, 7 de agosto de 2018
71 Locarno: Sophia Antipolis
Del 4 al 11 de agosto, la plataforma digital Festival Scope libera de forma gratuita algunas de las películas que forman parte de la sección en compentencia Cineasti del Presente del Festival de Locarno. Vamos comentado las que iremos viendo.
En su segundo
largometraje, Virgil Vernier recurre a las mismas características definidas en
su ópera prima Mercuriales (2014).
Una arquitectura es falsa profeta para una serie de personajes que residen en dicha
inmediación. En esta ocasión, ya no se alude a una construcción de mediano
perímetro, como son los edificios de “Las Mercuriales”, sino a todo un circuito
urbano. En razón a esto, Sophia Antipolis
(2018), al asentarse en el conocido parque tecnológico que lleva el mismo
nombre del título, también convoca a más personajes. Vernier, una vez más, despliega
su trama mediante un tratamiento peculiar, en donde la construcción urbana
parece estar relegada –cuando en realidad es al revés–, convirtiéndose en presencia
simbólica de acotación utópica. Su historia hace desfilar a una serie de
personajes, falsos protagonistas, dado que luego de enterarnos de sus vidas, de
acostumbrarnos a ellos, serán descartados o puestos en una lista de espera. A
pesar de esa poca claridad del contenido, sobre hacia dónde va la historia,
Vernier ya va dando pistas de su discurso.
Sophia Antipolis es el retrato de un entorno que no cumplió su función. La
construcción de esta área, que tendría que haber sido estímulo de un desarrollo
civil, fracasó en su objetivo principal. Vernier nos presenta a una serie de
personajes que no están a la orden de ese crecimiento. A estos más bien los
define una serie de estancos, complejos y conflictos que los elevan a la
desorientación, la superficialidad, la paranoia, el caos. Los pesares de la
coyuntura se hacen manifiesto. La crisis de los refugiados y el racismo
incendiario son algunos de estos. No en vano, Vernier, así como lo manifiesta en
Mercuriales, decide otorgar un sesgo
de cotidianidad a su filme al coquetear con el registro documental, como
evidenciando que no es del todo una ficción. Esto se expone también en las
cortas credenciales de los personajes de paso. Ellos evocan fantasía, deseos e
ilusiones, pero no dejan de ser elementos sociales, síntomas de una realidad
frustrada que se siente extraña, desencantada, enajenada en “Sophia Antipolis”.
Se entiende por qué no hay principales. Virgil Vernier, literalmente, posterga
del entorno a estos individuos. Ni si quiera su único protagonista se salva de
esto. Será recurrente, pero también es un ausente.
Todas las películas tienen tickets limitados. Puedes ver gratis Sophia Antipolis, de Virgil Vernier, ingresando a este link, previa suscripción, también gratuita: http://bit.ly/2Oj7SKt
lunes, 6 de agosto de 2018
22 Festival de Lima: En tránsito (Aclamadas 2018)
En una realidad
hipotética, un narrador nos relata los azares de un hombre que escapa de una
persecución masiva de extensión global. La coyuntura de los refugiados se hace
evidente en este nuevo filme del alemán Christian Petzold. Nos hallamos en una
Europa continuamente asediada por tropeles de guardias migratorios. Individuos
de diversas nacionalidades huyen de estos; mientras tanto, los ajenos al lío
son meros testigos de esta cacería. En
tránsito (2018) pareciese hacer una evocación a la Europa en tiempos de la
ocupación nazi, a propósito de los exilios forzados, las estadías provisorias de
los fugitivos en dormitorios de paso y un enemigo de amplia visualidad que
aplica un acecho continuo. La distinción es que en la realidad del filme este
estado de acoso luce instaurado; es un acontecimiento tan rutinario que casi no
parece alarmante.
En la historia, Georg
(Franz Rogowski) escapa desde su natal Alemania. Él es uno de los tantos
perseguidos. Un favor asignado lo llevará hacia Marsella, lugar en donde el
protagonista inicia una búsqueda, mientras planifica un nuevo éxodo. Petzold se
valdrá de los argumentos del cine negro estadounidense para desarrollar la
trama. Georg, en un lugar desconocido, en donde cualquiera podría ser el
enemigo, tendrá que asumir una identidad falsa para escapar. En su tránsito,
una especie de femme fatale –siempre ataviada
de alguna prenda de rojo carmesí– lo desviará de sus propósitos. Lo cierto es
que Georg y su contexto no tienen la misma personalidad de los protagonistas
inmersos en los bajos fondos estadounidenses. Esta Europa coaccionada ha
acondicionado cualquier arrojo al estilo de los parias yanquis. El escapismo es
la única alternativa y la afrenta es casi nula. El estado de sumisión es tan
elevado como el estado de incertidumbre.
Esta animosidad pasiva
es la que define a Georg. Sumado está su docilidad, la cual es descubierta por
el ritmo evocativo de la voz narradora. Un tono literario se apodera de la
historia que además descubre a una serie de personajes de aires fatalistas. La
tragedia y el pesimismo definen a esta realidad. Contrario a ese ánimo, es
curioso qué tan significativo surge el trabajo de la fotografía. Petzold se
empeña por descartar las escenas en penumbra. En su lugar, la luz del día y los
colores cálidos, típicos de la ciudad portuaria, se distinguen. Esa no
congruencia entre el estado de la coyuntura y la fotografía parecen dar pauta
de un ambiente de normalidad, a pesar de lo caótico que resulte. Podría también
responder a la naturaleza de su protagonista. Georg luce como el único
optimista dentro de ese entorno. Se permite fantasear con una familia, se da
licencia para enamorarse.
La personalidad de
Georg se conduce a la de un sujeto que parece no haber percibido del todo la
realidad que lo envuelve. Posiblemente, sea el último romántico de Europa,
empeñado en pensar que su eterno tránsito terminará por afincarlo a un lugar de
descanso. Obviamente, un deseo ingenuo y utópico el del protagonista. Es de
esperar que sus planes sufran contratiempos, consecuencia de sus inclinaciones
emocionales que no están al orden de su coyuntura. En tránsito descubre a un personaje que ampara al resto, que no
duda en ceder el paso. Nada que ver con los protagonistas del cine negro, que si
bien tienen algún momento de debilidad por su prójimo, no dejan de ser ambiguos
y oportunistas. Lo único que sí le espera a Georg, como tantos Robert Mitchum o
Humphrey Bogart, es un cierre trágico, un estanco, un hito más de fatalidad y
nostalgia en tierra de desterrados.
22 Festival de Lima: El silencio del viento (Competencia Ficción)
La difícil y ocasionalmente
trágica rutina de un hombre dedicado al negocio de indocumentados se representa
como un diario laboral. El director Álvaro Aponte nos asienta en una coyuntura
en donde oleadas migratorias desembarcan en la nación de Puerto Rico. Dentro de
esa situación, Rafito (Israel Lugo) gesta su profesión en la que lidiará con
una serie de imprevistos que surgen de manera súbita, aunque no dejan de tener
una sensación de cotidianeidad para su protagonista. En El silencio del viento (2017) se perciben breves aprietos, unos más
serios que otros; sin embargo, ninguno de estos parece frenar el emprendimiento
de Rafito, quien no deja de seguir con lo suyo. Se comprende por qué Aponte
opta como primer conflicto lo que podría ser un golpe fatal para su personaje.
La película tiene la idea clara de subrayar que el referido es un oficio lleno
de percances, y definitivamente los personajes implicados al negocio son
conscientes de esas contras.
En el transcurso, el
filme ejerce una mirada realista y crítica respecto a un acto de negligencia
continuo. El tour de Rafito está
plagado de trances sociales en un estado de urgencia, pero que de pronto la
sobriedad que caracteriza a su protagonista al momento de manejar o reprimir
las incidencias contagia esa apariencia de normalidad. Lo trágico luce como
algo pasajero. En adición, el estado alarmante decrece mediante una serie de
sucesos que retribuyen el sacrificio. Una fiesta o un regalo. Son gestos que
calman, reconfortan y disipan la angustia. Lo cierto es que también se filtran momentos
neutros. Son los instantes en que la soledad rodea a Rafito, secuencias en donde
el entorno crea un vínculo con el trabajador imparable. El silencio y el ocaso
hablan por él. Sin darnos cuenta, El
silencio del viento va sumando estima de una manera discreta, y eso recién se
percibe en su vigorosa secuencia final; lo mejor del filme. Es un instante en
que podría prescribir la suerte del hombre que creyó ser héroe en una tragedia.
22 Festival de Lima: Matar a Jesús
Es como si nada
hubiera cambiado desde La virgen de los
sicarios (1999). La película de Laura Mora nos descubre a una Medellín
plagada de mata recompensas que anidan en tugurios que solo recorren sus
iguales. De la misma forma que en el filme de Barbet Schroeder, la juventud
está dominada por este oficio, y tal parece no existe aliciente o intención de
salvación. Existe sí un detalle, punto crítico, que distingue a Matar a Jesús (2017) del clásico
colombiano. En esta coyuntura lo estatal ha perdido las riendas del asunto.
Medios de comunicación y redadas nos evidencian que los responsables del orden
funcionan como copartícipes de los actos delictivos. La violencia se ha
institucionalizado.
Matar de Jesús nos narra la historia de una adolescente enfrentando un hecho
impune. Sicarios y policías son los responsables del pesimismo social que se
concentra en Laura (Natasha Jaramillo), testigo de la muerte de su padre. Mora
nos desplaza por la ruta de la frustración, el del protocolo policial. Es el
panorama social desde una perspectiva superficial. Ya después, inicia un nuevo
conflicto. Por cosas del destino, Laura tiene la posibilidad de realizar su
desquite, y con ello se manifiesta un panorama social, esta vez desde el corazón
de la violencia. Matar de Jesús nos
conecta con una extraña “convivencia”, por momentos inverosímil, pero que no
deja de desembocar a una reflexión en donde el crimen es sintomático, nunca
inherente.
22 Festival de Lima: Los silencios (Competencia Ficción)
Un conmovedor
testimonio se va planificando en la historia de una familia escapando de un
conflicto armado. Los silencios
(2018) asiste a las representaciones del realismo mágico para acercarnos al
dolor colectivo provocado por las guerras internas en Colombia. La directora
Beatriz Seigner realiza un filme en honor a los deudos de una guerra en donde
sociedades más desamparadas son las principales afectadas. El éxodo de sus
protagonistas a una comunidad entre fronteras resulta significativo, una negación
de ser parte de una soberanía. Esto implica un nuevo punto de partida; el
empezar de cero. Lo cierto es que al margen de ese nuevo comienzo, una carencia
resulta ser más importante para la tranquilidad de una familia escindida.
Los silencios es una película sobre el estado de estancamiento de las
víctimas directas del conflicto. Dicho atasco no solo es producto de las almas que
reclaman santa sepultura, es además un acto provocado por el derecho de
declarar, hacer su respectivo descargo, sea liberando un gesto de resentimiento
o compartiendo un llamado a la concordia. Aquí el juicio de los muertos, en
cierta forma, no se distingue a la de los vivos; es la regla del realismo
mágico. Beatriz Seigner le otorga sentimentalidad a su alegoría debido a que el
dolor de la ausencia se dramatiza, se hace palpable, se convierte
“literalmente” en una conmoción comunitaria y cotidiana. Los silencios representa de una manera lograda a la memoria que
busca una indemnización espiritual.
22 Festival de Lima: El motoarrebatador (Competencia Ficción)
La ópera prima de
Agustín Toscano se inspira de una premisa y conflicto ya antes visto. Dos
ejemplos en concreto son Mientras dormías
(1995), de Jon Turteltaub, y Atracción peligrosa (2010), de Ben Affleck. En El
motoarrebatador (2018) un carterista motorizado descubrirá un lado sensible
luego de su último golpe. Este filme argentino combina la historia de una
persona sufriendo amnesia y un ladrón que, sin darse cuenta, va camino a la
redención. Miguel (Sergio Prina) es un antihéroe que tiene sus defectos y
virtudes en equilibrio. Hay razón para odiarlo y razón para compadecernos de
él. Sucede que esa clemencia se estimula a propósito de la coyuntura que lo
rodea. Una crisis social golpea el contexto al que pertenece este hombre. Es
mediante Miguel que Toscano expresa un gesto humano en circunstancias de
desaliento.
Una dosis realista es
latente en El motoarrebatador. Los
espacios desaliñados, además de los personajes que rodean al protagonista
principal, son señas de una negligencia colectiva. A Miguel lo vemos actuando
con el corazón, pero nunca faltan las malas juntas que le recuerdan la
situación en la que está inmerso. Son tiempos en que el delito parece invadir
el terreno de la legalidad. Lo cierto es que a pesar del ánimo agreste dominante,
Agustín Toscano le da un brillo optimista. Su trama, por muy dramática que sea,
tiene un aura esperanzadora. Es por esa misma razón que sabe más a comedia que
a drama. El humor domina la historia, la cual en su gran parte está estimulada
por la convivencia que tiene Miguel junto a su víctima. Ambos participan en la
simulación de una buddy film que en
general gana estima con modestia.
domingo, 5 de agosto de 2018
22 Festival de Lima: Las buenas maneras (Competencia Ficción)
En la escena en donde
Jack Torrance ingresa a la habitación 237, el diseño artístico cambia a una
geometría en tonos pasteles. Stanley Kubrick parece hacer una alegoría a los
cuentos de hadas, en donde brujas atraen a sus víctimas en base a apariencias,
desde físicas como contextuales. Son bajo esos rasgos que se construye el
ambiente de la primera parte de Las buenas
maneras (2017), que de paso es lo mejor de la película. Los directores
Marco Dutra y Juliana Rojas se alían una vez más desde su estupenda Trabajar cansa (2011) y desarrollan una
historia que también desequilibra lo cotidiano, a propósito de una proximidad
fantástica. Ana (Marjorie Estiano) contrata a Clara (Isabel Zuaa) para que sea
la niñera de su primogénito por nacer. Rasgos ordinarios se perciben: la eterna
brecha económica que separa a las mujeres y sus respectivos mundos, la
parquedad de la enfermera, la soledad de la embarazada, y la cordialidad y
complicidad que se va gestando entre ellas.
Así como en Trabajar cansa, la extrañeza de algo,
que ya se anticipaba mediante su atmósfera, irrumpe el escenario. Clara se da
cuenta que la normalidad de su empleadora termina en las noches en que la luna
va tomando protagonismo. Las buenas
maneras se apropia del folklore gótico y la asienta en una ciudad
modernista. Lo cierto es que aquí el “terror” no se echa a andar
desvergonzadamente por las afueras, como sucede en la segunda mitad de la
clásica Un hombre lobo americano en
Londres (1981). Dutra y Rojas crean una historia sobre un monstruo en la
alcoba. Nadie sabe de su existencia, y qué decir de su origen. Y eso es lo que
hace estimar la primera parte de Las
buenas maneras. Suceden cosas, hay evidencias, y mientras no se manifieste
esa anormalidad que está incubando la madre, los efectos serán inquietantes.
Esa alarma, obviamente, se enciende en Clara, quien toma apunte y formula
hipótesis.
Ya cuando se manifieste
el monstruo, la película no plantea novedad. Seguirá esa presencia fantástica
en la alcoba, sin embargo, está claro que no por mucho tiempo. En esta sección,
el filme hace un recorrido que se siente predecible y, por tanto, largo. Las buenas maneras decrece su interés también
a causa de su dosis cursi, la que gesta el nuevo rol de Clara, que a su vez provoca
una nueva personalidad que hace contraste con la que notábamos a inicio de la
historia. Por entonces, la parquedad convertía a este personaje en otra
incógnita, la cual sugería una mezcla de ternura y sensualidad, como la que
gestaba Ana. No en vano las secuencias en que las mujeres fortalecen su vínculo
de relación son logradas, sin caer en lo pueril o gratuito. Por esta, además de
otras razones que acontecen en la primera parte, es que Las buenas maneras, en general, es una película que se aprecia. A
seguir lo próximo de Marco Dutra y Juliana Rojas.
22 Festival de Lima: Teatro de guerra (Competencia Documental)
Un interesante
ejercicio que busca reactivar la memoria y de paso liberar ciertos demonios. La
directora Lola Arias convoca a veteranos de la Guerra de las Malvinas.
Británicos y argentinos, que oscilan la base cuatro y cinco, se reúnen y
comparten sus experiencias. El recuerdo de cada uno va construyendo un pronunciamiento
colectivo. Escenas en el campo de batalla que quedaron tatuadas en su memoria,
marcas (físicas y mentales) que el conflicto les dejó, resúmenes de lo que fue
de ellos tras el fin del enfrentamiento, son algunas de las declaraciones
compartidas por los ex soldados. Muchas de estas serán representadas en una
puesta en escena, lo que nos lleva a pensar en una similar propuesta empleada
por Joshua Oppenheimer, expuestas en The act of killing (2012) o The look ofsilence (2014), con el fin de dar una versión más palmaria y –por el propio
tema de la guerra– cruda, y que además coquetea con la ficción.
Los protagonistas de
este documental van soltando sus recuerdos mediante una representación que da
la impresión de ser un ensayo o casting. Arias estimula esta idea mediante el
descubrimiento del plató y la intromisión del equipo técnico. Queda en
evidencia un montaje; tal vez un acto consciente de que lo teatralizado no se
asiente o identifique del todo dentro del territorio de la ficción. Teatro de guerra está en una especie de
limbo. Los ex soldados por momentos gozan de una libertad de expresión, y en
otros siguen instrucciones. La entrevista y el teatro se ven intercalados, y
repentinamente se definen como uno solo. Arias empuja a que se cumpla con un
guion, pero no restringe del todo la espontaneidad de sus emisores, y esto se
hace indiscutible mediante un incentivo.
Teatro de guerra (2018) es una puesta que estimula la dialéctica y la
convivencia entre los protagonistas. Si Oppenheimer hacía un retrato aparte
para cada bando, Arias reúne a los dos bandos. Enemigos de un hecho “en
pendiente” se ven las caras, se reconocen e interactúan. Se emprende así un
experimento inquietante: ¿qué pasaría si los juntamos en otra circunstancia? La
prueba manifiesta una resultante opuesta a una situación de guerra. El
documental se inclina a una experiencia que se perfila a la camaradería.
Ausentes son los resentimientos, a pesar de que hay evidencia de posturas
contrarias. Existe una diferencia ideológica y cultural, pero, muy por encima,
el gesto humano domina a estos hombres, y esto se reduce a que todos comparten
el mismo drama, el de la eterna convivencia con una memoria dolorosa.
La interacción con el
otro bando resulta para los ex soldados una oportunidad para sanar o aliviar.
La película de Lola Arias parece buscar la reconciliación entre estos dos
grupos a partir de la identificación de emociones, y la forma de lograr eso es
a partir de la dialéctica y la representación. Británicos y argentinos
conversan, intercambian información cotidiana hasta la emparentada con la
guerra. El diálogo como medio para romper el hielo, y de paso los complejos.
Seguido, la actuación de la memoria ajena. Argentinos narran y representan sus
memorias, mientras tanto, los británicos colaboran en la puesta; y viceversa.
En Teatro de guerra vemos a dos
bandos compenetrándose, aproximándose al drama de sus “otros”. La barra
idiomática, literalmente, es tumbada. Todos parecen hablar un mismo idioma,
manejar (o apoderarse) un mismo recuerdo, como, por ejemplo, el representado en
la escena final; lo mejor del filme.
22 Festival de Lima: La reina del miedo (Competencia Ficción)
Hay algo de John
Cassavetes en la historia. No me refiero necesariamente a Noche de estreno (1977), en donde también se ve a una veterana
actriz a vísperas de protagonizar una obra teatral, sino a gran parte de su
filmografía, que tiene como foco de atención a personajes emocionalmente
inestables. Tina, protagonizada por Valeria Bertuccelli, co directora del filme
junto a Fabiana Tiscornia, es una mujer que está confrontando una serie de
dilemas personales, domésticos y laborales a la vez; es decir, lidia con una
acumulación de disyuntivas. Ahora –y aquí viene el vínculo con el cine de
Cassavetes–, esto es un fruto que no es reciente, sino que se ha venido
arrastrando desde hace mucho al punto de instaurarse en la rutina de la actriz.
Por muy celebrada que sea su vida pública, la vida íntima de esta mujer parece
estar en un punto de quiebre.
La reina del miedo (2018) se reduce a Tina yendo de un lugar a otro, en
ocasiones dominada por un malestar anímico, comportándose bajo la improvisación
o en piloto automático. Ella no logra conciliar el sueño, tiene ataques de
ansiedad y paranoia, planea una puesta en escena sin mapa de ruta, no recuerda
las tres invitaciones que un amigo le ofreció. La desorientación y el
desaliento conviven con la actriz, y la realidad es que no hay seguridad de que
esto sea consecuencia de algún agente o razón externo. Un divorcio, un acoso,
un conocido enfermo; definitivamente, Tina se ve afectada por estos
acontecimientos. La soledad, el miedo y la tristeza la invaden. Sin embargo,
ninguno de estos es causa primordial de sus achaques. Se podría decir incluso
que es a propósito de estos que la protagonista reconoce una excusa perfecta
para liberar su lado innato.
El comportamiento de
Tina es casi enigmático, y esto hace que sus acciones y razonamientos también
lo sean. No es gratuito que La reina del
miedo inicie y termine con dos secuencias en penumbra que tienen poca
explicación. ¿Exageración o alucinación? Sea cual sea, muchas escenas ponen en
duda el juicio de la mujer, y lo estimulante es que la historia no hace el
mínimo esfuerzo por responder a estas interrogantes con lógicas. Nunca nos
enteramos la razón de los apagones, si hubo gente extraña parada en la puerta
de su casa, si el perro ladró; solo nos queda el testimonio de Tina y,
ocasionalmente el de una criada, jocoso personaje interpretado por Sary López,
que parece ser una extensión de la protagonista. Pero lo mejor de La reina del miedo es la actuación de
Valeria Bertuccelli. Solo el inicio es un logro actoral, que explota lo gestual
y lo corporal.
22 Festival de Lima: Las herederas (Competencia Ficción)
Marcelo Martinessi
parece emprender intencionalmente una historia difusa, que además ajusta con
sutileza ciertos gestos. En esta historia sobre dos mujeres compartiendo un
mismo techo no se descubre del todo el origen y el trecho que lleva esta
sociedad, así como la relación amorosa que las vincula, y que por muy evidente,
no se detalla. Las herederas (2018)
sugiere mucho sin anunciarlo, y sin duda el personaje de Chela (Ana Brun) está
movida por dicho mecanismo. Al igual que tantas películas latinoamericanas,
este filme paraguayo apuesta por el protagonista “mudo”, el que reprime y son
sus gestos los que lo van definiendo, y que, sin desearlo, emprende una
búsqueda/descubrimiento de algo ausente. Chela es un personaje escindido, y
esto ha originado un estanco que se está agudizando en su entorno y le está
arrastrando a la mortandad emocional.
Socialmente, Chela es
un rezago de una aristocracia decadente –representada en la historia por una comunidad
jubilada–, dueña de un patrimonio que tiene los días contados. Íntimamente, y a
propósito de la aparición de un tercer personaje, Chela deja al descubierto que
su deseo sexual, motivación puramente humana, estuvo también sujeta a una etapa
estéril. Las herederas es la historia
de una mujer reviviendo, dándose nuevos aires. Chela, luego de un largo tiempo,
ha comenzado a abrirse al exterior, a dejar de lado su orgullo, ciertos complejos
y miedos, desde cobrar una carrera o tomar una ruta en la autopista, así no
tenga el documento vehicular pertinente. Es la “ilegal” o ex presa de su propia
casona reinsertándose en la sociedad. Hay indicio de un efecto liberador en
esta protagonista, y que por cierto no deja de tener sentido si se le relaciona
a su coyuntura.
Las herederas libera un perfil poco descubierto en la sociedad paraguaya. El
mundo de la clase alta en donde dos de sus protagonistas son homosexuales no es
convencional en una sociedad conservadora y machista –herencias de la larga
dictadura que estimuló los prejuicios–. No solo el guaraní, sino que además el
hombre, son los suprimidos en esta película en donde más bien sobresalen las
antípodas de estos. Tal vez sea por eso que Marcelo Martinessi opte por el
recato, la sutileza o sugerencia de contenidos eróticos, una necesidad de
promover a un personaje que se contiene. Lo cierto también es que su ópera
prima no deja de ser osada. Estamos hablando de una sexagenaria homosexual, la
representante de una clase alta que apunta a la consumación. Como toda
sociedad, existen ciertas realidades que poseen sus tabúes; algunas aisladas,
otras cansadas de su encierro.
22 Festival de Lima: Los muertos y los otros (Competencia Ficción)
Dentro de la modestia
argumental, la película de Joao Salaviza y Renée Nader disponen una serie de
ejes desde dónde podría apreciarse su historia. A primera vista salta su valor
etnográfico. Los muertos y los otros (2018)
toma como protagonista a un miembro de la comunidad kraho. Es a través de este
que nos vamos enterando de ciertos deberes y rituales propios de esta población
indígena procedente de la selva brasileña. La muerte, el luto y el chamanismo
serán asumidos dentro de la trama. Cómo se admiten –o deberían–, lo sabemos por
Henrique (Henrique Ihjac Kraho), personaje que ha comenzado a tener un
conflicto de identidad a propósito de esos tópicos. Es con esto que se define
un segundo tema.
Los muertos y los otros narra la historia de un hombre pasando por una duda.
Henrique ha sido “elegido” por su entorno para una función, lo que ha provocado
el titubeo de este joven padre de familia y, a su vez, su retiro temporal. Con
esto, Salaviza y Nader fundan la semilla de lo tradicional confrontando con lo
ajeno. Henrique se sentirá seducido por la ciudad, estímulo que tal vez sea un
intento por escapar de una responsabilidad sagrada para su comunidad. Sin
embargo, no deja de ser perceptible cómo el joven se ajusta con facilidad a la
rutina de lo ajeno. Salvo por un detalle, el individuo y esa cultura extraña no
se repelen. Claro que eso no garantiza que la trama geste una colonización
cultural. La colonización deviene por otro lado.
Un tercer eje que
manifiesta este filme es la colonización terrenal; coyuntura tan antigua como
vigente. Los muertos y los otros
puede ser asumida también como un gesto de resistencia. Una comunidad y las respectivas
costumbres, que se expresan mediante el alrededor del contexto natural, se
oponen a su desaparición. Joao Salaviza y Renée Nader provocan una visión
documental a consecuencia de ciertos detalles testimoniales. Un hombre narra en
tono de mito cómo campesinos quisieron apoderarse de sus tierras. Lo contado
posee un significado relativo. Tiene de trágico, pero también de victorioso;
parece un hecho pretérito, pero a la vez reciente.
sábado, 4 de agosto de 2018
22 Festival de Lima: La búsqueda (Competencia Documental)
En el documental de
Mariano Agudo y Daniel Lagares tres individuos ponen en manifiesto una misma “búsqueda”:
la sanación. Ellos son deudos de la guerra interna provocada por Sendero
Luminoso. Los recuerdos de los días de terror de alguna forma agobian y
carcomen el presente de estas personas. Existe, sin embargo, un retorno que es voluntarioso.
Es esa tarea autoimpuesta la premisa y el móvil de La búsqueda (2018). En el filme vemos a estos ciudadanos inclinados
a una necesidad de buscar, reconciliarse y testificar. Dolores Guzmán retorna a
su comunidad original para saber el paradero de los desaparecidos, José Carlos
Agüero es el hijo haciéndose cargo de los excesos de sus padres, Lurgio Gavilán
es el ex ejecutor atestiguando contra dos bandos.
Agudo y Lagares
intercalan las historias de sujetos que sobrevivieron a la guerra interna de
una manera distinta, consecuencia de las circunstancias a las que se vieron
envueltos. En los 80; Guzmán fue testigo de una masacre militar sometida en su
comunidad, Agüero conoció desde dentro al senderismo por medio de sus vínculos
familiares, Gavilán fue forzado a colaborar con las líneas senderistas y luego
las militares. Los tres casos coinciden y confirman un acto de compromiso para
con los otros deudos mediante el hallazgo de cuerpos o la publicación de sus
respectivos testimonios personales, según sea el sujeto. A criterio de estos,
es este deber el que les otorgará el alivio. La búsqueda es un documental en donde perjudicados intentan
resarcir a la sociedad. Es además un documental sobre la depuración, el
descargo, la reivindicación.
22 Festival de Lima: El silencio es un cuerpo que cae (Competencia Documental)
La asistencia al
registro fílmico, esta vista como fuente para una búsqueda. Al igual que en Reminiscencias (2010), de Juan Daniel F.
Molero, Agustina Comedi recurre a las grabaciones familiares para hallar las
respuestas de un pasado difuso. El
silencio es un cuerpo que cae (2017) es un documental tributo a Jaime, el
padre de la directora, un hombre que contuvo su condición homosexual desde el
nacimiento de su hija. Comedi, interesada en saber más sobre esa identidad que
ignoraba de su progenitor, recurre a los momentos familiares que Jaime grababa con
su videocámara, como esperando que algo de este registro diese pista de la
personalidad que acalló su padre ante su familia. La búsqueda será fructífera.
Ciertas secuencias, anilladas a testimonios de amigos del “pasado” del padre
que la directora reunirá, formarán parte de una evidencia que construye una
identidad personal, y de paso generacional.
El silencio es un cuerpo que cae es la reconstrucción a una memoria
que estuvo por muchos años en reserva. La decisión de Jaime, la de padre, por
muy determinada que fuera, gestó la vida de una persona incompleta. Aunque no
hubiera una total certeza, este documental sugiere la historia de un hombre
abnegado, privado de su condición por propia convicción. Es también el retrato
a un personaje que ha vivido dos etapas o modos de represión. La primera en su
tiempo de “libertad”, escondiéndose de las políticas conservadoras propias de
la época. La segunda, menos mencionada, en su tiempo de padre, siendo agredido
por el bullying machista orquestado
por su propio entorno familiar. El
silencio es un cuerpo que cae es además la revelación de lo indesligable.
Jaime, director de los videos familiares, en ciertos momentos, posiblemente,
fantaseaba y rememoraba su vida anterior, por ejemplo, mediante el
descubrimiento del “David” de Miguel Ángel o su paseo/retorno a lugares
exóticos.
22 Festival de Lima: Temporada de caza (Competencia Ficción)
El hecho de que la
historia sobre la relación crítica entre un padre y un hijo se desarrolle en un
entorno retirado, le brinda al conflicto un plus
dramático. Temporada de caza (2017)
acontece en la Patagonia. El clima gélido y agreste, rodeado de la naturaleza
–entorno de cacería trazado de fronteras imaginarias–, resulta significativo
para los protagonistas, ambos dominados por una postura reticente. Luego de la
muerte de su madre, Nahuel (Lautaro Bettoni), un adolescente de personalidad
impulsiva, tendrá que convivir a fuerza con Ernesto (Germán Palacios), su padre
biológico, a quien no ha visto en años. La directora Natalia Garagiola nos
adentra en la trama de un hijo reprimiendo un luto y no reservando su
resentimiento hacia su padre.
Más allá de promover la
enmienda de un lazo familiar, esta película argentina está en la búsqueda de la
rutina, el acto de la adaptación. No sería exacto decir que seremos testigos de
personajes cambiando sus temperamentos o sus maneras de pensar. Caso el de
Nahuel, vamos observando un acto de reajuste rutinario sin abandonar sus
pulsiones; y esto no solo se manifiesta en la interacción con su padre, sino
con cualquier otro personaje que se le cruce. Es así como somos testigos que
una escena romántica termina siendo un acto frustrado, muy acorde al
temperamento del joven. Salvo por unas escenas finales, Temporada de caza para bien logra evadir los sentimentalismos que
serían inconexos dentro de esta situación. No hay reclamos ni tampoco
descargos, solo escenas enérgicas, las que por cierto van acompañadas de una
lograda banda sonora.
22 Festival de Lima: Los adioses (Competencia Ficción)
La iniciativa de
concederle una retórica literaria es la que genera una serie de desaciertos en
esta película que se inspira en la biografía de Rosario Castellanos. No hay
duda que la directora Natalia Beristain quiere hacer de la igualdad de género
su tema de fondo, a propósito del compromiso de la escritora mexicana a lo
largo de su labor académico y diplomático; sin embargo, antes de ello habrá
otorgado a su historia impresiones melodramáticas de tonos idílicos que, más
allá de introducir, retardan, e incluso la desvían de su propósito principal.
Los adioses (2017) crea flashbacks
y una dialéctica poética emitida por su protagonista, para después descartarlos
apenas se explote el discurso de intenciones feministas. La película parece
estar formada por dos momentos que distingue personalidades distintas zurcidas
por bruscas elipsis. Existe un cambio abrupto entre el paso de la soltería a la
vida doméstica de Rosario (Karina Gidi), porque pareciese que tratamos con una
protagonista distinta. El feminismo de la escritora en la primera parte es
nulo, lo que incentiva un gesto inverosímil, consecuencia de la “revolución”
enfática de la escritora por frenar lo injusto.
jueves, 2 de agosto de 2018
22 Festival de Lima: Malambo, el hombre bueno (Búsquedas)
Más que un homenaje a
un baile tradicional, esta película se inclina al retrato de un espíritu
competitivo. La idea de Santiago Loza es ponernos al tanto de un circuito de
practicantes de malambo, y en base a esto ficcionalizar la vida de un bailarín
dispuesto a ganar un torneo de dicha danza. Malambo,
el hombre bueno (2018) es un documental que sigue a Gaspar Jofre, desde su
preparación hasta un concurso del popular baile. El director argentino compone
este seguimiento como si se tratase de una oda a su personaje. Lo define en
blanco y negro, nos dispone circunstancialmente de una voz en off que descubre las motivaciones y
temores de su héroe. Por encima del valor cultural, existe un valor humano. Gaspar
es talentoso para una cosas, pero para otras es defectuoso.
Malambo, el hombre bueno es la historia sobre una redención personal. El
bailarín no se ha recuperado de su anterior derrota. A propósito, se descubren
dos tipos de motivaciones que se gestan en cualquier competencia: la pasión y
el agravio. Gaspar, sin darse cuenta, ha perdido la pasión y ha estado
asumiendo la postura de un agraviado. Su derrota se ha tornado como algo
personal, y esta ha ido carcomiendo su tranquilidad y habilidad, al punto de
originarse una dolencia que le evita mejorar en su baile. Es curioso que al
poco tiempo de retomar su entrenamiento, Gaspar comience a sufrir de un achaque
físico, además de pesadillas. Síntomas parecen anunciar que antes tendrá que
poner en orden su condición mental y hasta espiritual. De ahí por qué es un
documental que redime a un hombre.
22 Festival de Lima: Pájaros de verano (Competencia Ficción)
Así como en El abrazo de la serpiente (2015), en
esta nueva película de Ciro Guerra, codirigida con Cristina Gallego, hay
evidencia de un choque entre una cultura autóctona y una foránea. En la trama,
Rapayet (José Acosta) decide esposar a una mujer perteneciente a su clan; los Wayúu.
El pago de la dote correspondiente que hará el hombre será el punto inicial de
su relación con el negocio del tráfico de marihuana. Pájaros de verano (2018) acontece entre finales de los 60 y los 80;
época en que dos familias sumaron su poder económico, y en el tránsito se
fueron corrompiendo. Guerra y Gallego relatan una historia conocida, de
acontecimientos y tópicos predecibles; sin embargo, no deja de generar estima
el modo en que se condensa esa larga temporada, además de exponerse la riqueza
del imaginario cultural de la etnia oriunda de La Guajira.
Lo mejor de Pájaros de verano son las abruptas
elipsis que definen con claridad la intención primordial de sus autores. Es a
través del paso temporal de intervalos medianos que se percibe una
transformación radical en los conceptos de sus protagonistas. La película atestigua
cómo las tradiciones wayúu, tan opuestas a las rutinas propias del oficio
ilícito en cuestión, se van ajustando a una nueva realidad. Los que en
principio se presentaban como miembros honorables del clan, al tiempo se
convertirán en cómplices o hasta autores intelectuales de lo que era
inexistente en la comunidad. El filme de Ciro Guerra y Cristina Gallego, más
allá de hacer un retrato sobre la bonanza y decadencia de una sociedad de
narcotraficantes, reproducen un relato sobre representantes de una cultura depravándose,
y la cultura misma (una asamblea, aves simbólicas), incorruptible, cuestionando
a los que faltaron a los valores tradicionales.
22 Festival de Lima: Ayotzinapa, el paso de la tortuga y El testigo: Caín y Abel (Competencia Documental)
Dos documentales que
no deberían de desestimarse por el solo hecho de seguir una corriente
tradicional, sin ornamentos narrativos o estéticos, lo que no lo hace menos
fílmico. Enrique García y Kate Horne coinciden en el deseo de promover la
reconstrucción de un acontecimiento; uno más reciente, el otro correspondiente
a un largo período. En Ayotzinapa, el
paso de la tortuga (2018) se hace un repaso a los sucesos previos y
posteriores a la desaparición de 43 estudiantes de la Escuela Normal en
Ayotzinapa. En El testigo: Caín y Abel
(2017) el fotógrafo Jesús Abad hace una búsqueda o reencuentro con algunos de
los protagonistas de sus fotos que tuvieron lugar durante el conflicto entre las
FARC y la nación colombiana. Ambos directores nos trasladan a duelos nacionales
aún frescos, casos impunes que generaron notoriedad internacional.
Ayotzinapa se extiende en los momentos siguientes al rapto colectivo.
Familiares y organizaciones exigen con énfasis una aclaración por parte del
Estado. El descargo de los funcionarios del gobierno es inconsistente y hasta
infame. El acto criminal se define como un plan policial premeditado que además
ha dejado evidencias desvergonzadas. Queda claro que el crimen y la negligencia
se han instaurado en las fuerzas del orden, y el Estado no duda en encubrir a
los responsables. Por su lado, El testigo
repasa historias. El fotógrafo se vuelve cronista, y sus fotografías
testimonios en pos de la reconciliación. A medida que vamos avanzando, y por muy
optimistas que sean algunos casos, ciertas historias irán cuestionando o
poniendo en duda la curación nacional. El perdón luce relativo. No es
suficiente el acto de contrición del agresor. Si bien las fotos intentan
apaciguar, desde otra perspectiva ha inmortalizado el dolor.
miércoles, 1 de agosto de 2018
22 Festival de Lima: Muere, monstruo, muere (Competencia Ficción)
Alejandro Fadel
realiza una película sostenida por una dosis de turbación que provoca una
segunda mirada. Muere, monstruo, muere
(2018) tendrá un gesto arriesgado, hasta pretencioso; sin embargo, dispone una
propuesta consecuente dentro de su fantasía desmedida y sugerente. La historia
se abre desde los ambientes y tópicos western.
Ya antes el argentino había manifestado su fascinación por este género en su
ópera prima Los salvajes (2012). Casualmente,
aquí también el western es solo un
estímulo, quedando de este los planos generales –que, a propósito de la
iluminación durante la nocturnidad, recuerdan a Érase una vez en Anatolia (2011) – y Cruz (Victor Lopez), una
suerte de cowboy de aire fatalista y
decadente, para después fabricarse un melodrama y un posterior thriller envuelto
por una atmósfera de terror.
Un terrible asesinato
a una mujer, acontecido en un terreno rural ubicado entre el límite fronterizo de
Argentina y Chile, ha puesto en jaque el área vigilada por Cruz y otros
policías. Lo que en principio parecía un caso criminal corriente, que además
manifestaba con prontitud a su principal sospechoso, se torna un caso denso e
inexplicable que implica a un depredador. ¿Inventos de un orate o simple
cuartada para sacudirse un crimen? La película responde a este posible
cuestionamiento mediante pistas y evidencias que van revelando a una criatura
no terrenal, una aparición que al parecer ha sometido a David (Esteban
Bigliardi), el sospechoso, quien será crucial dentro de la trama, y se
convertirá en el puente entre los crímenes y el responsable de estos. Así como
ocurre con los mitos de Drácula o el doctor Moreau, el antagónico de esta
película tiene a un servil a su disposición, quien será el foco de atención de
los investigadores que, salvo por uno, se resisten a seguir el juego del
“monstruo”.
A medida que Cruz vaya
implicándose más con el caso y el sospechoso, la película irá agotando sus
propósitos de crear el thriller. La
pesquisa se verá relegada a medida que el protagonista vaya admitiendo y
percibiendo eso que menciona David. En Muere,
monstruo, muere vamos viendo a un grupo de hombres contagiándose de los síntomas
del portador de una supuesta enfermedad que el director decide convertir en
concepto. Más que enfermedad, David carga con una revelación o algo
inconscientemente soterrado en la esencia del hombre. Fadel crea la historia de
una serie de feminicidios, y convierte en responsable a un monstruo que
curiosamente está únicamente vinculado a los hombres. Este monstruo los domina,
los convierte en esclavos, en conejillos de india. Los hombres, de alguna
forma, parecen ser testigos, cómplices de estos crímenes, y están
imposibilitados a frenar la matanza. Es el gesto de complicidad que se genera a
propósito de un colapso mental. ¿Es que acaso ese monstruo se anida en el
inconsciente varonil?
Hasta cierto punto, ya
es evidente que Muere, monstruo, muere
es una alegoría a la coyuntura feminicida, y, en adición, su director sugiere
el posible origen de este mal, el cual se manifiesta en los hombres mediante
visiones y babas. El monstruo, causante de las muertes, se perfila como un ser
primigenio –en la escena final lo vemos en medio de ruinas, como adjudicando su
antigüedad–, lo que provoca pensar que existe una alusión de que el feminicidio
sea una práctica primitiva. Las causantes de que este monstruo tenga esas
pulsiones se deben a su forma, a su naturaleza sexual. Literalmente, el sexo se
convierte en autor del feminicidio. Alejandro Fadel agrega que este monstruo es
una representación sexual grotesca, como sugiriendo su esencia violenta. Muere, monstruo, muere tiene aún mucho
por comentarse. Tiene un valor enigmático, como esa aserción de motociclistas que
recuerdan a los de Under the skin (2013),
de Jonathan Glazer.
22 Festival de Lima: Robar a Rodin (Competencia Documental)
Empezamos a comentar las películas programadas en la nueva edición del Festival de Lima, que va del 3 al 11 de agosto.
Inicia como un
thriller para después evocar a la crónica de un “proyecto artístico” de visión personal.
Robar a Rodin (2017) es estimulante a
medida que sugiere lecturas y juicios que se confrontan. Es la historia de un
hurto que puede también ser asumido como un osado plan de motivaciones benignas;
la patraña o hazaña a manos de un personaje, que pueda ser un genio o un
fraude. Todo es relativo. Desde los hechos, el protagonista, hasta las
concepciones de este mismo. Cristóbal Valenzuela nos envuelve en este insólito
caso que aconteció en Chile, y puso al país sureño en el ojo de la tormenta. Lo
cierto es que este director desea ir más allá del relato y asistir a las causas
que desató el robo de una pieza de arte del escultor Auguste Rodin, a fin de
minar una serie de reacciones en el espectador. Es ese derrotero lo que
convierte a este documental en un filme de búsqueda.
Robar a Rodin no se encasilla al lenguaje policial o de pesquisa para desmembrar
las razones de este delito público, sino que va sugiriendo otras intenciones.
Lo serio de pronto se convierte en lo estúpido, luego transita a lo chiflado y después
a la sensatez, o tal vez solo sea un gesto de condescendencia o puro sarcasmo.
De hecho, es el espectador quien irá decidiendo qué vertiente o comportamiento
asume el filme. Mediante esa hipótesis es que Robar a Rodin se vislumbra como un experimento social. Cristóbal
Valenzuela, a medida que retrata este acontecimiento, revive a los implicados,
invita a analistas, especialistas, al protagonista y a sus conocidos. Es decir,
revive a la coyuntura de entonces que, como toda, nunca se pone de acuerdo y
apunta a distintos juicios.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)