Drácula y la Momia de
los Universal Studios fueron románticos tanto por sentido artístico como
sentimental. Sus historias afloran en entornos fantásticos de aires exóticos,
uno en la gótica Cárpatos, el otro en la vistosa área colonizada de El Cairo.
Ambos protagonistas son “zombis” condenados a no ser correspondidos por sus
amadas. El conde y el sacerdote del Antiguo Egipto se enamoraron de la persona
equivocada, sin embargo, ninguno desistió a sus sentimientos. El amor es la
motivación de estos monstruos ficticios, satanizados por ser de naturalezas
extrañas. Ellos son los rechazados por ser diferentes del resto. Es mediante
esta idea que Guillermo del Toro fabrica su premisa para La forma del agua (2017), película que deja en claro que el
mexicano es un apasionado por el cine. Es su filme más referencial y apasionado.
Transcurridos unos
minutos de la película se me viene a la mente Hugo (2011), de Martin Scorsese, otra película que también expira
nostalgia por el cine. Scorsese y Del Toro hacen respectivos homenajes a sus
experiencias como cinéfilos, uno señalando una temporada puntual, el otro una
más amplia. Muy a pesar, dicha ofrenda no los obliga a ser ceremoniosos.
Estarán muy sintonizadas con lo clásico pero como buenos directores
contemporáneos sus películas amalgaman expresiones y géneros. Scorsese rinde
culto al cine de George Melies, aunque no deja de reflexionar ante las nuevas
formas de ver el cine. Por su lado, Del Toro piensa en los espantos del terror
clásico, obvia referencia a La criatura
de la Laguna Negra (1954), mas integra el musical, el romance e incluso sugiere
una afición por la antigua publicidad gráfica. El diseño artístico de los dos
filmes tiene además cierta afinidad, así como sus paletas de colores y banda
sonora. Por último, La forma del agua
retrata también a personajes huérfanos, marginales.
Elisa (Sally
Hawkins) y Giles (Richard Jenkins) son
dos vecinos y amigos. La mudez y el vicio, respectivamente, los ha convertido
en personas solitarias. Ese sesgo de desamparo, sin embargo, no los ha
retraído. Parece más bien que el mundo se retrae de estos personajes, en cierta
manera estigmatizados. Sus vidas estarán a la línea de una rigurosa rutina
hasta la aparición de la Criatura (Doug Jones) – encarnado por el actor fetiche
del director–. La forma del agua nos
introduce a una trama compuesta por personajes incomunicados hallando a sus
iguales, a la que se suma una solitaria esposa. Se germina una historia de
amistad que se abre a una historia de amor. Del Toro es un cineasta que no
reprime deseos. Dentro de su universo existe la posibilidad de unir a dos
especies “distintas”. A propósito, lo grotesco en el director mexicano es una
constante en su filmografía y ello se manifiesta no solamente a partir del gore. Sus películas tienen un gesto
extravagante ante lo tabú. En Cronos
(1993), por ejemplo, un artefacto provoca placer casi sexual al personaje
interpretado por Federico Luppi. Ante eso, por qué no la protagonista pueda
crear su ritual en la bañera.
En tiempos antes de
los 70, o sea, antes que la desinhibición sexual sea pública, Del Toro decide
husmear en el baño o la alcoba de sus personajes. La forma del agua es una película no habitual para el aún
conservador Hollywood, como también lo son algunas películas de Paul Thomas Anderson,
caso Vicio propio (2014). Esto, junto
con la honra ante una tradición cultural –ya no hablamos de solo fílmica–, es lo más
estimulante del último filme de Guillermo del Toro. Sucede pues que la fábula
de los dos amantes en medio de un mundo lleno de prejuicios no es novedoso. La
comedia ligera y el atractivo lascivo son las ruedas de esta trama que a
fuerzas avanza hasta llegar a un final que parece emular a El laberinto del fauno (2006).