La historia nos ha enseñado que a
toda guerra le sigue una temporada de oscurantismo, los rezagos de un conflicto
que a su vez germinan uno nuevo, pero de una naturaleza distinta, aunque igual
de contranatural. Ahora, esta etapa no es una exclusiva de los perdedores.
Incluso los mismos ganadores o condecorados de la guerra son víctimas de los
estertores posteriores a la batalla. Se provoca así la extensión de un síndrome
de amputación, o la carencia de algo físico o anímico, aquello que impulsa a
los damnificados, sea el bando que sea, a consultarse: ¿Valió la pena? Si
pensamos en ejemplos cinematográficos, ahí están películas como The Deer
Hunter (1978), First Blood (1982), Nacido el cuatro de julio
(1989) o American Sniper (2014). Todos son casos de colapsos personales provocados
por una frecuente retrospectiva y cuestionamiento de esa nueva vida que llevan.
Hay un desencanto hacia el presente o la realidad, y, por tanto, una necedad por
retomar el pasado o plantearse la fantasía -o ficción- de una realidad ideal o
alternativa. Esa es la premisa de Doctor Strange en el multiverso de la
locura (2022), algo que el MCU ya nos había adelantado en la primera parte
de Avengers: Endgame (2019), extracto en donde vemos a los Vengadores mostrando
su lado más lánguido, actitud consecuente luego de la derrota, mas no diferente
a la que también expresan los “ganadores” protagonistas de esta película más
reciente.
Desde un punto de vista
histórico, el conflicto de Wanda (Elizabeth Olsen) es una secuela de guerra,
así como el principio de explorar el multiverso. Los héroes no indagan esas
realidades paralelas por el mero deseo de ampliar sus conocimientos, sino por un
interés personal, el de encontrar un escenario capaz de curar esas fracturas
existenciales consecuencia de sus batallas. Lo hicieron los Vengadores en Avengers:
Endgame, lo hizo el neófito héroe de Spider-Man: No Way Home (2021),
y Wanda intentará hacer lo mismo en Doctor Strange en el multiverso de la
locura. Los damnificados intentan revertir su realidad. Su drama es un
drama universal, el de la inconformidad humana ante el destino, el deseo de ser
dioses para cambiar el orden de las cosas según sus demandas. Es un acto de
egoísmo; ciertamente, una traición a su condición de héroes. En las dos
primeras películas mencionadas no luce tan desagradable esa idea, pero en esta
última sí que lo es. Sucede que aquí es literal el oscurantismo -la magia negra-
posterior a la guerra. Wanda convertida en la Bruja Escarlata es el equivalente
a la heroína consumada por su secuela de guerra. Esto es trágico. Volvamos a
los antecedentes cinematográficos. El neorrealismo italiano nos enseñó cómo una
sociedad inocente, la de los niños, se corrompía. Era el lado más doloroso de
la posguerra. Sucede algo similar en la película dirigida por Sam Raimi: vemos
la perversión de la heroína.
Según la leyenda alemana, Fausto hace
un pacto con el diablo producto de la insatisfacción ante su vida. En la
versión de Goethe, Fausto, bajo la venia de su maligno tutor, viajará a tierras
lejanas y tiempos distintos al suyo con el fin de encontrar ese goce que le es
carente en su realidad. La idea de un multiverso es una antiquísima fantasía
asociada a la dramática humana, y es además la fuente de un debate entre el
bien y el mal. El seguir el destino es el lado correcto, mientras que el
evadirlo implica hacer un desvío rumbo a terrenos maléficos. Cuando cruzas ese
umbral, ya no hay vuelta atrás. Quién mejor que Raimi para fabricar una deriva
a ese territorio oscuro, como el que experimentó Ash en Evil Dead II (1987)
luego de abrir el libro del Necromicon o el que descubrió poco a poco la ingenua
protagonista de Drag Me to Hell (2009) después de humillar a la anciana
equivocada. Luego que ingresas al mundo de las tinieblas, no hay vuelta atrás. No
es gratuito que todo inicia con una pesadilla. A medida que avanza Doctor
Strange en el multiverso de la locura, la película se embarca al género del
terror. No se dude: es la primera película de superhéroes que sabe canalizar y
representar el terror. Ahí están las escenas de persecuciones acompasadas por la estimulante musicalización de Danny Elfman que por momentos crispan la piel, así como la multitud de referencias al género. La
brujería, el espiritismo, Lovecraft, lo zombie e incluso hay un guiño al J-Horror.
Pero es la alusión al tópico del folclore popular lo que más llama mi atención,
aquel que no solo es referencia indirecta, sino que, en cierta perspectiva, podría
asumirse como la base del precedente del conflicto de esta película. La Bruja
Escarlata parece ser la reencarnación de un ser maligno producto de una ira ante
esos enemigos que le negaron algo tan humanamente congénito.
Olvidemos por un momento la
lectura histórica sobre los traumas de la guerra. En la leyenda de La Llorona,
tenemos el fantasma de una mujer que vaga por distintas épocas mientras clama
por sus hijos. Es el padecimiento ante la no posibilidad de cumplir un rol
maternal. ¿Eres tú, Wanda? Nos vamos hasta Asia, continente que ha producido
una enorme cantidad de películas inspiradas en leyendas medievales asiáticas
sobre espíritus de mujeres a quienes en vida se les negó el amor de un hombre. Es
un sufrimiento consecuencia del rechazo o separación física del ser amado. Una
vez más, ¿eres tú, Wanda? Es seguro que Sam Raimi no pensó en la leyenda
mexicana o en una película como Historia del fantasma de Yotsuya (1959)
al momento de conceptuar su universo, pero lo que sí es seguro es que apelo por
recalcar las constantes del género de terror, a propósito de la idea de que los
fantasmas femeninos siempre están vinculados a la maternidad o el amor
frustrado. La Bruja Escarlata es como un alma vengadora llena de odio dispuesta
a acabar contra todo aquello que reviva sus sentimientos de frustración. Esa
masacre –la que no escatima el director– es la que, obviamente, gestiona el
terror. Pero ese es solo un lado del conflicto de la trama, pues del otro se
gestiona un perfil dramático, y ello sucede también con La Llorona y las
fantasmas asiáticas. No olvidemos que estas sufren por una carencia humana. Es
la humanización de un maligno. La compasión ante un alma maldita,
estigmatizada, la damnificada de una guerra que la pervirtió, desesperada por hallar
su propio consuelo.