Desde que inició la
cuarentena, he podido retomar mi método de crear mis propios ciclos de cine.
Veo lo que se me antoja, pero respetando una línea. Es así como tengo un
horario para ver únicamente cine peruano. A continuación, comparto mis
comentarios a las películas peruanas vistas por primera vez y que me generaron
interés.
Yo perdí mi corazón en Lima (Alberto Santana, 1933)
Una película que
ignoraba ya estaba disponible en red. Justo la vi para cuando la plataforma de
Amazon encendió las redes luego de una censura no premeditada a Lo que el viento se llevó (1939). Me
imagino al público que apoyó esta iniciativa rasgándose sus vestiduras o
extirpándose los ojos al ver esta producción peruana de antaño que tiene una
escena infame –aunque de antología–, en donde el prejuicio hacia el hombre
andino es motivo de mofa y el ridículo a su identidad es razón de celebración.
Al margen de esa realidad histórica, Yo
perdí mi corazón en Lima pareciese tener la intención de ser un melodrama,
pero es más un panfleto nacionalista. El contexto es el principio del corto
enfrentamiento entre Perú y Colombia provocado por el conflicto territorial en
Leticia. El gobierno de Luis Sánchez Cerro hace un llamado a las filas militares.
En la película, ciudadanos varones de distintas clases inflan sus pechos tras
recibir la convocatoria. A pesar, el final del relato parece contradecir el
discurso. La coda de una amada cumpliendo su palabra, es un cierre deprimente,
ánimo muy contrario a la algarabía de la guerra. El claustro es equivalente a
una protesta de postura antibélica.
Loco Lucho (Mary Jimenez, 1998)
Llego tarde al canal
en Vimeo de Mary Jimenez. Al primer mes de cuarentena, la directora tuvo la
gentileza de liberar su filmografía. Me perdí Du verbe aimer (1985). Siento que hubiera sido “correcto” verla
antes de Loco Lucho. En la primera,
la directora hace homenaje y memoria a su madre; mientras que en la segunda,
hace homenaje a su padre aún vivo. Este documental, enteramente intimista, dicta
tener como premisa el ofrendar al personaje en cuestión. Esto es textual. Sin
embargo, la directora tiene algo en mente. Su intención es buscar respuestas y
justificaciones del comportamiento que su padre tuvo después de la desaparición
física de su madre. Es decir; el cine como medio de depuración y la cámara convirtiéndose
en cómplice de esa redada que la hija, sutilmente, le prepara a su progenitor.
Vemos así, en principio, un registro de lo más básico, por ejemplo, la
presentación formal de José Luis; todavía no es “loco Lucho”. De igual forma,
se registra lo poco trascendental. Ya luego, Jimenez va preparando el terreno
mediante la exploración de escenarios o situaciones que son una indirecta para
el espectador. Son por ejemplo, la escena en la piscina o una fiesta en casa.
Vemos al padre rodeado de mujeres. Aquí hay algo. Ya con la escena a orillas
del mar, lo mejor del documental, la directora deja de lado las evasivas y, con
serenidad, emprende su interrogatorio.
Antuca (María Barea,
1992)
Un testimonio femenino
desde las trincheras del oficio doméstico. Antuca (Graciela Huaywa) es una
empleada del hogar. A medida que observamos su presente, la mujer rememora su
pasado. Es a partir de esa narrativa que se ejerce un diálogo entre estos dos
tiempos. Es como si la protagonista confrontara el antes y el después de que
tomara conciencia de los conflictos que implicaban su tarea al servicio de
familias, en su mayor parte, de clase media. El acoso sexual y la explotación
laboral son los principales flagelos que degradan a este trabajo a un clima de
presidio. El ser empleada del hogar sería equivalente a exponerse a un estado
de la apropiación física, sea para fines libidinosos o esclavistas. En
respuesta a esto, vemos la resistencia, la negación a ceder a la humillación de
Antuca, quien además es promotora y difusora de esa conciencia de género y de
oficio. Y hay más. Antuca es también
una reflexión sobre cómo el imaginario, en cierto grado, se apropia de los
comportamientos de los sujetos al punto de desterrar ciertas costumbres o
tradiciones originales. Cerca al final de la película, la protagonista, mujer
de provincia, se percata que su nueva identidad ya no corresponde a su terruño,
motivo suficiente para afianzar su compromiso sindical.