Del lenguaje de barrio
impostado a la resucitación de uno de sus protagonistas, la nueva Django: Sangre de mi sangre (2018) tiene
los componentes de un cine de culto. La nueva película de Aldo Salvini se
apropia de las fórmulas de género mediante una particularidad extravagante que
se manifiesta en las performances que pugnan por aventajarse del resto del
elenco, las líneas picarescas que establecen el grado de poder en el hampa,
situaciones disparatas que ocasionalmente estimulan las risas involuntarias, el
esquema de estereotipos empujados a lo caricaturesco, la atractiva y estridente
fotografía de Micaela Cajahuaringa. Todo funciona dentro de este universo de
pulsiones exóticas y de constante dinamismo. Tal vez eso último sea lo más
gratificante del filme de Salvini: no se perciben los tiempos muertos o residuo
en su trama. Dentro de lo exagerado o “malempleado”, la película sigue un
itinerario reflexivo.
La historia inicia con
Django (Giovanni Ciccia) puesto en libertad. Su reinserción en la sociedad tendrá
complicaciones al verse comprometido con una mafia del crimen organizado en
donde uno de sus hijos reside. Salvini aprovecha esa oleada de secuelas
fílmicas, sobre el retorno a la pantalla grande de los (anti)héroes envejecidos
masticando su propia redención, para hacer de Django un nuevo hombre que se
esfuerza por seguir la línea de lo correcto. No hay que ser vidente para presagiar
el fracaso de su objetivo. Sucede que mientras Django se encarrilaba tras las
rejas, la ciudad se pervertía aún más. Django:
Sangre de mi sangre se inspira en la coyuntura social para sembrar a sus
enemigos. El sicariato y la extorsión son el foco de atención e investigación
de las fuerzas policiales y ya no los robos a mano armada a lugares públicos.
De repente en la secuencia de un golpe del protagonista, quien hace remembranza
de su discurso o permiso previo al atraco, resulta muy de los noventa. Hay
modos de delincuencia y violencia que pasan de moda.
Es esa nueva representación
de la violencia la que abre paso a que Django:
Sangre de mi sangre sea más descarnado que su historia original. Tiroteos,
persecuciones y ultimaciones al paso dan la pauta de acción al filme. Salvini
recarga con descaro todos los mecanismos empleados en el primer Django (2002) que atrajeron en su
momento, pero además le empadrona una dosis de comicidad e ironía, como para confrontar
con el estado de tensión o la propia acción, fabricando de paso ese rasgo de
personalidad pintoresca. Vale mencionar que dentro de ese oasis burlesco una
escena parece ser un OVNI en el cielo: una lograda escena dramática (que son
varias, pero esta no provoca hilaridad) en donde Django y su hijo están
abiertos al diálogo. Gran actuación de Emanuel Soriano. En adición, la
presencia de su personaje, como sucede en esa secuencia, genera un contraste dentro
del entorno. Por lo resto, Django: Sangre
de mi sangre es un ejercicio que parece una sala de juegos. Hay un
desenfado creativo, pero hay fórmulas o reglas que se siguen.
Salvini se alía al
género gang, el thriller, el cine de
acción, toma a sus estereotipos y les asigna un idioma particular a la orden de
su universo. Está el jefe de la mafia, el “mudo” celador de este, el tartamudo
de fragilidad para la lealtad (que curiosamente se repite), el brazo derecho,
los parásitos. Es interesante cómo se crean pequeños grupos y rivalidades dentro
de la pirámide que conforma esta delincuencia. Vemos en menor escala a Montana
(Emanuel Soriano) haciendo su propio duelo con un personaje cliché de ojo de
vidrio, y además tiene sus propios aliados y traidores. Está también la alusión
a la femme fatale, protagonizada por
Stephanie Orué. Django: Sangre de mi
sangre se estructura en dos partes: la calle y la cárcel. Eso convierte
también a la película en un filme carcelario, momento en que se verá la
resolución de todo lo amasado en las calles. Por último, Aldo Salvini fabrica
su propia trivia haciendo alusiones autoreferenciales: asalto al Huáscar, Neptuno.