Muy por encima de alcanzar registros de voz adecuados o incluso del buen tratamiento de trama que una novela canónica como la escrita por Víctor Hugo se merece, está el gran reto de superar el prejuicio de un espectador no acostumbrado al tratamiento narrativo de un musical, uno que rompe continuamente o por completo, como es el caso de Los miserables (2012), de Tom Hooper, con el diálogo convencional. El también director de El discurso del Rey (2010) realiza su primera adaptación musical con tan solo cantos. Apenas son las líneas o diálogos que no están musicalizados, un idioma que ya de por sí se aproxima más a la adaptación teatral que a la fílmica. Lo cierto es que Hooper tiene una gran capacidad para el movimiento de cámaras, el uso de planos abiertos y cerrados, multiplicidad de encuadres consecutivos, efectos que muy pocas veces se encuentran estáticos. El director provoca movilidad y un ritmo fílmico aparte.
Los miserables logra no prevalecerse tan solo del idioma musical, sino también de un idioma fílmico. Hooper experimenta con encuadres inclinados, travellings que terminan en leves contrapicados, planos abiertos picados que finalizan en planos cerrados. El director sabe acompasar la ruta de los movimientos de cámara según las tonadas musicales que resuenan. Los tonos sufridos son los más estéticos, los meditabundos son los de movimientos sinuosos, los alegóricos son cámaras fijadas en un eje aprovechando en su lugar los planos que magnifican o reprimen. Cuando el amor reluce, la cámara acaricia y se mueve danzante, sincronizado y captando los rostros de los que están dentro de escena. Dentro de todo ello, Tom Hooper es un vicioso de los primeros planos, aquellos que también asistía una y otra vez en El discurso del Rey, encuadrando y dándoles perspectivas a sus protagonistas, recluyéndolos a un costado, capturando sus rostros que no dejan de tener un espacio vacío, brindando estética y profundidad. No es gratuito que los muros o espacios donde son encerrados los personajes tienen un fondo texturizado y pastoso, como si fuera el cuadro de una pintura.
En referencia al registro vocal, es comprensible que Hugh Jackman es el más experimentado. Muy a pesar parece no sacarse el provecho suficiente de esta habilidad en un tempo dramático. Jean Valjean tiene un promedio de tres a cuatro solos, siendo uno de ellos donde el drama es recargado, mientras que el resto, tal como “Who Am I?”, son más de una performance enérgica, rabiosa o conflictiva. Anne Hathaway, como Fantine, tiene un único solo, siendo esa posiblemente la mejor escena en todo el filme. Hathaway si bien no tendrá el poder de registro al nivel de Jackman, esto lo compensa con su gestualidad dramática, aquello que recién en la escena final el personaje de Jean Valjean puede sacar provecho en un breve tiempo. Hathaway arrincona a todo el elenco con una esmerada expresividad que va más allá del nivel de canto. Samantha Barks y Eddie Redmayne completan el buen nivel vocal en Los miserables; lástima que solo vocalmente. Débiles suenan Helena Bonham Carter y Sacha Baron Cohen, quienes felizmente hacían un dúo que se inclinaba más a la bufonería.
Si bien Tom Hooper tiene genialidad para crear una esmerada estética, además de haber seleccionado cuerdamente a sus voces protagónicas, parece no tener la misma fortuna en el guión que solo depende de la delicadeza dramática del canto sufrido de Fantine o Éponine. Escenas como la compasión de un cura o el deceso de uno de los soldados en plena Revolución, son instantes que se desperdician al no ser suficientes las estrategias narrativas que disuaden el carácter emocional, momentos que más dependían del modo de la construcción de la trama. En los encuentros entre Jean Valjean y Javert (Russell Crowe) hay, por ejemplo, una deficiencia de tensión. Una escena desconcertante es una batalla entre ambos personajes realizando una rutina que se inclina a lo teatral. Cuál es la necesidad de teatralizarlo. De un momento a otro le haces entender al espectador que no te enfrentas con una película sino con una obra de teatro.