domingo, 24 de febrero de 2013

Los miserables

Muy por encima de alcanzar registros de voz adecuados o incluso del buen tratamiento de trama que una novela canónica como la escrita por Víctor Hugo se merece, está el gran reto de superar el prejuicio de un espectador no acostumbrado al tratamiento narrativo de un musical, uno que rompe continuamente o por completo, como es el caso de Los miserables (2012), de Tom Hooper, con el diálogo convencional. El también director de El discurso del Rey (2010) realiza su primera adaptación musical con tan solo cantos. Apenas son las líneas o diálogos que no están musicalizados, un idioma que ya de por sí se aproxima más a la adaptación teatral que a la fílmica. Lo cierto es que Hooper tiene una gran capacidad para el movimiento de cámaras, el uso de planos abiertos y cerrados, multiplicidad de encuadres consecutivos, efectos que muy pocas veces se encuentran estáticos. El director provoca movilidad y un ritmo fílmico aparte.

Los miserables logra no prevalecerse tan solo del idioma musical, sino también de un idioma fílmico. Hooper experimenta con encuadres inclinados, travellings que terminan en leves contrapicados, planos abiertos picados que finalizan en planos cerrados. El director sabe acompasar la ruta de los movimientos de cámara según las tonadas musicales que resuenan. Los tonos sufridos son los más estéticos, los meditabundos son los de movimientos sinuosos, los alegóricos son cámaras fijadas en un eje aprovechando en su lugar los planos que magnifican o reprimen. Cuando el amor reluce, la cámara acaricia y se mueve danzante, sincronizado y captando los rostros de los que están dentro de escena. Dentro de todo ello, Tom Hooper es un vicioso de los primeros planos, aquellos que también asistía una y otra vez en El discurso del Rey, encuadrando y dándoles perspectivas a sus protagonistas, recluyéndolos a un costado, capturando sus rostros que no dejan de tener un espacio vacío, brindando estética y profundidad. No es gratuito que los muros o espacios donde son encerrados los personajes tienen un fondo texturizado y pastoso, como si fuera el cuadro de una pintura.

En referencia al registro vocal, es comprensible que Hugh Jackman es el más experimentado. Muy a pesar parece no sacarse el provecho suficiente de esta habilidad en un tempo dramático. Jean Valjean tiene un promedio de tres a cuatro solos, siendo uno de ellos donde el drama es recargado, mientras que el resto, tal como “Who Am I?”, son más de una performance enérgica, rabiosa o conflictiva. Anne Hathaway, como Fantine, tiene un único solo, siendo esa posiblemente la mejor escena en todo el filme. Hathaway si bien no tendrá el poder de registro al nivel de Jackman, esto lo compensa con su gestualidad dramática, aquello que recién en la escena final el personaje de Jean Valjean puede sacar provecho en un breve tiempo. Hathaway arrincona a todo el elenco con una esmerada expresividad que va más allá del nivel de canto. Samantha Barks y Eddie Redmayne completan el buen nivel vocal en Los miserables; lástima que solo vocalmente. Débiles suenan Helena Bonham Carter y Sacha Baron Cohen, quienes felizmente hacían un dúo que se inclinaba más a la bufonería.

Si bien Tom Hooper tiene genialidad para crear una esmerada estética, además de haber seleccionado cuerdamente a sus voces protagónicas, parece no tener la misma fortuna en el guión que solo depende de la delicadeza dramática del canto sufrido de Fantine o Éponine. Escenas como la compasión de un cura o el deceso de uno de los soldados en plena Revolución, son instantes que se desperdician al no ser suficientes las estrategias narrativas que disuaden el carácter emocional, momentos que más dependían del modo de la construcción de la trama. En los encuentros entre Jean Valjean y Javert (Russell Crowe) hay, por ejemplo, una deficiencia de tensión. Una escena desconcertante es una batalla entre ambos personajes realizando una rutina que se inclina a lo teatral. Cuál es la necesidad de teatralizarlo. De un momento a otro le haces entender al espectador que no te enfrentas con una película sino con una obra de teatro.

jueves, 21 de febrero de 2013

Artículo publicado originalmente en Cinespacio.

Me tomo la licencia de re-ordenar la trilogía sobre la Dictadura Chilena que Pablo Larraín ha ido dedicando, no por el mero hecho de dejarme guiar por su orden cronológico, sino más bien por el proceso sobre cómo la sociedad chilena –según la mirada del mismo director– ha ido asimilando esa dura etapa ocurrida en su historia nacional. En Post mortem (2010) vemos al personaje interpretado por Alfredo Castro convertido en un empleado de la morgue días previos al golpe de estado a Salvador Allende. Es pues la historia sobre cómo este hombre “sumiso” se confunde en medio de la ruma de cadáveres, siendo él un “muerto en vida más”. El final de esta película es clave. Castro, luego de una actitud parsimoniosa, casi zombie, ultima a una amante suya. Parece haber sido contagiado por ese ambiente maligno. En Tony Manero (2008) ahora Alfredo Castro protagoniza a un hombre que vive en su fantasía, ser el bailarín de Fiebre de sábado por la noche. En paralelo, es un ladrón, un asesino, un ser perverso. En ese entonces, la Dictadura Chilena se encuentra en una de sus peores crisis.

No (2012) es completamente distinta a sus predecesoras. En efecto, el último filme de Pablo Larraín cumple con los rasgos necesarios para candidatear a los Premios Oscar como Mejor Película Extranjera. Es un filme basado en hechos reales, de corte político, un caso delicado para una nación. Posee una trama dinámica, diálogos inspirados a un cine de género como el thriller. Hay momentos de tensión, elementos cómicos que los neutralizan, está el drama familiar. Se sostiene de fuentes reales, spots publicitarios que existieron. Pero de hecho lo que le otorga más peso comercial es la presencia de Gael García Bernal, actor mexicano recorrido y reconocido por la Gran Industria. Son elementos suficientes que la nivelan junto a un ritmo de cine menos hermético, al que por el contrario sí corresponden Tony Manero o Post mortem, filmes plagados de mutismos, situaciones con una carga metafórica. Sus mismas ambientaciones son más extrañas, minimalistas aunque muy significativas. Lo cierto es que fuera de una estrategia comercial o de llegar a otro tipo de público, Pablo Larraín, en correspondencia al tratamiento que ha ido otorgando a la Dictadura Chilena en sus filmes, justifica su inclinación a este nuevo lenguaje, más abierto y sin mayores estribos.

Es 1988 y el gobierno chileno ha convocado a un Plebiscito. El pueblo está libre de elegir si desea o no que continúe Augusto Pinochet en el poder. René Saavedra (Gael García Bernal) se convertirá en el publicista responsable en darle imagen a la votación por el “No”, aquella que es financiada por un gran número de partidos, cada uno con una postura política distinta del otro, pero coincidiendo que el gobierno de Pinochet tiene que ser derrocado. En No hay más personajes que en los anteriores filmes de Larraín que hablan sobre la Dictadura. El director continúa además con una estética de ambiente retro, en esta ocasión, más maltratada y satinada por colores fieles a una grabación casera o de Super 8. Al igual que en Tony Manero, Larraín cita distintas fuentes musicales, recursos de la cultura de entonces, elementos puramente nostálgicos. Una ambientación que sin duda colabora con ese lado sórdido y demacrado, pero no en el sentido de Post mortem, donde su fotografía era pálida y tenue, sino con una variedad de colores desteñidos. El ambiente de No tiene la necesidad de manifestar un aire optimista en medio de un pesimismo que parece estar arraigado. Es pues una especie de diseño estético que está en confrontación, en pleno debate. Se acerca el cambio.

Post mortem, Tony Manero y No pudo haber sido el orden. El primero parte con el luto y la ignorancia de algo que es muy trágico, pero que sin embargo para los ojos del personaje de Alfredo Castro, actor fetiche de Larraín, parece cosa temporal. Ya en Tony Manero el nuevo personaje de Alfredo Castro ha sido presa del contexto. Él es parte de la tragedia, es el chileno que destruye al chileno con un sentido ilógico. Castro aquí goza de su fantasía, de la muerte del otro, del libertinaje, del costeo. Alfredo Castro en No tiene nuevamente su propio personaje. Es el publicista del otro bando, el enemigo, el “Sí”. Castro aquí ya no es ni el sumiso ni la paria social. Es el colaborador del Gobierno, pero uno más por costumbre y no por vocación, y esto se comprueba al final del filme. No merece tener un idioma que pueda ser codificado en su totalidad, con menos patetismo y más realismo. Es un tiempo en que la población ya no se calla y el mutismo ha sido traído abajo. Es el llamado a la libertad, el usar la alegría como estrategia de imagen, citar a las telenovelas superficiales, es el derecho a “soñar”, ampliar horizontes, respirar nuevos aires, vivir sin miedo.

miércoles, 20 de febrero de 2013

Los juegos del destino (o Silver linings playbook)

Al igual que ocurrió con The fighter (2010), anterior película de David O. Russell, Silver linings playbook (2012) ha sido parte de una campaña sobrevalorada, esto a partir de una premisa que ha provocado a diversos sectores de la crítica condecorarla hasta el punto de un clásico más del boxeo o de la comedia romántica. Russell agrega a la convencionalidad unas cuantas cucharadas de complejidad, esto manifiesto en la doble personalidad inserta en dos boxeadores o dos personajes víctimas de intimidades frustradas. En su filme pugilístico, el director se inclinada en encarnar esa dualidad del hermano bueno y el hermano malo, el que tiene futuro y el que no, el buen deportista y el que ha tirado la toalla. Russell, en su último filme, (re)crea una nueva química, la de juntar a dos personas que aparentemente se complementan.

Ante todo, hagamos un espacio sobre las interpretaciones de sus protagonistas. Bradley Cooper, Jennifer Lawrence e incluso Robert De Niro, juegan a un mismo rol. Son personajes excéntricos, sobreactuados, levantan los brazos, gritan y recitan a la vez, ironizan, encojen los hombros, son capaces de lanzar por lo menos cuatro palabras por segundo. De Niro por su lado es un caso con más control. El verlo más sofocado era ver al protagonista de El padre de mi novia (2000), entonces una versatilidad más en el actor, pero que luego se fue caricaturizando en sus secuelas. Cooper y Lawrence están bien, nada más, tan bien como Chris Tucker está en su corto papel. Eso sí, nadie se hubiera imaginado que Tucker tendría tan poco protagonismo en una película, mucho menos irse sin hacer una que otra payasada. Eso no pasa. Aquí los excéntricos son otros y, ciertamente, estos como aspirantes a un Oscar, es prematuro.

Pat (Bradley Cooper) acaba de salir de un reformatorio. Ha pasado tiempo desde que ha descubierto la infidelidad de su esposa y ha concluido que nuevamente está en órbita para retomar su vida matrimonial. Exacto, el tipo no se ha recuperado. En el camino encontrará a Tiffany (Jennifer Lawrence), una joven y simpática viuda que ha decidido construirse la fama de “chica fácil”. Silver linings playbook es el encuentro de dos personas que tienen algo en común. Ellos han caído en una profunda depresión la misma que reprimen, uno insistiendo que su separación matrimonial no es más que un breve “break”, mientras que la otra haciendo oficial su intimidad libertina, siempre dispuesta, siempre acompañada. Pat y Tiffany se resisten a llorar o quebrarse cuando están a solas o acompañados. El caso que los diferencia el uno del otro es que uno afrenta su realidad mientras que el otro lo niega. Independientemente que la muerte de su esposo sea un evento que no tiene marcha atrás o forma de enmendarlo, Tiffany crea en su velo de “mujer que insiste en no estar sola”, una estrategia de auto-castigo, una aceptación de culpabilidad, la misma que repite a diario. Ella cambia las lágrimas por las relaciones fugaces, muy a diferencia de Pat que la cambia por ataques de histeria.

Es a partir de esto que Tiffany posee un sesgo de fortaleza, algo que en cierta forma se ha frustrado ya que la imagen ficticia que se ha creado, la de mujer de todos, se le ha comenzado a ir de las manos. Silver linings playbook junta a dos personajes que tienen eso que le falta al otro, así como el luchador que tenía la técnica y el otro la buena conducta. Tiffany es la técnica y Pat es la buena conducta; entre comillas, claro. Tiffany abandona esa mala fama, mientras que Pat ahora repite una terapia de baile. Ambos se enderezan y pasa lo que tiene que pasar. Mitad de la película es una serie de sucesos convencionales, giros y escenas que ya se han visto en otros filmes de corte romántico que en todo caso tienen derecho a reclamar su nominación al Oscar.

domingo, 17 de febrero de 2013

Django sin cadenas

Artículo publicado originalmente en Cinespacio.

En Django (1966), Franco Nero está a punto de batirse a duelo frente a cincuenta hombres, aproximadamente. El pistolero ya antes había hecho demostración de sus habilidades, sin embargo el número de enemigos había sido muchísimo menor. Lo que va ocurrir en dicha escena es posiblemente una de las más celebradas en la historia del spaguetti western. Sergio Corbucci realiza un filme violento, uno que no se alimenta del puro goce, sino de la consecuencia de la tensión o el suspenso, algo que Quentin Tarantino conoce y logra provocar por ejemplo en Inglourious basterds (2009) durante su famosa escena en una taberna. El encuentro de un grupo de soldados judíos infiltrados en un nido de nazis, es el ejercicio tenso y calculador que será el preámbulo a una masacre, la misma que provocará en el espectador un efecto de catarsis resultado del desfogue de dicha tensión. Es decir, un goce justificado.

Django sin cadenas (2012) relata la historia de un esclavo negro del mismo nombre, uno que será liberto gracias a las habilidades de King Schultz (Christoph Waltz), un cazarrecompensas de origen alemán. Ambos, casi por puro oportunismo, serán convertidos en socios, teniendo como último propósito buscar a Broomhilda (Kerry Washington), esposa de Django (Jaime Foxx), para así comprar su libertad de quien la posea. QT por fin realiza su propio western, uno que ciertamente no le es leal al género clásico. En este filme el director no tiene ánimos de hacerle un monumento al spaghetti western, mucho menos al western de John Ford o Howard Hawks, a quien admira mucho. “Homenaje”, como muchos han afirmado, no es exacto, ya que esto implicaría adoptar ciertos estamentos del género o de sus directores, cuestiones que van más allá de los escenarios tales como líneas temáticas, personajes o técnicas. Lo que sí hay, son citados del género. Lo más cercano sería llamarlo un tributo al cine de Sergio Corbucci, de quien ha tomado por prestado el nombre de su película más famosa, además de fabricar un cameo del mismo Franco Nero.

No existe nada más inspirador para QT que ser fiel a sí mismo. Django sin cadenas es un western muy propio de este director. Esto puede identificarse en similares recursos que retoma de sus anteriores películas, muchos de estos asociados a su estilo de cine donde la violencia rebasa, la ironía y la elocuencia es continua y situacional, las acciones son estimulantes y la tensión se libera a modo de un ritual, severo y bien premeditado. Todo esto sin embargo nunca antes ha sido tan débil en alguna otra película realizada por este director. Django sin cadenas se convierte en la “oveja negra” de QT, esto gracias a una historia modesta, deficiente de sorpresas o giros repentinos, exabruptos donde los personajes o la misma ficción (coincidencia) van creando. Desde Reservorio de perros (1992) hasta Inglourious basterds QT ha sabido fabricar diálogos que nos enganchan a la historia, esto a pesar que el tema debatido pueda ser ajeno a la trama en sí. La conversación entre Vincent y Mía mientras esperan su orden en Pulp fiction (1994) o el inusual discurso de Bill sobre los cómics y los superhéroes en Kill Bill 2 (2004) tienen sentido y simpatía independiente. Esto parece ausentarse en Django sin cadenas.

En la saga Kill Bill el enfrentamiento de espadas era el paso a un festín de sangre, algo que si bien el director remarcaba, no tiende a lo exagerado. Es correspondiente ver tres litros de sangre cuando un hombre es decapitado o cuando ocurre un tiroteo y en este son muchos los decesos. Django sin cadenas ocasionalmente desvirtúa el sentido de la violencia en el cine de QT. El pistoletazo a quemarropa, en efecto, es el desenlace de un momento de tensión, la apertura a una escena cómica o la reacción inoportuna o inesperada de algún pistolero, pero en medio de esto el director se deja arrastrar por el espíritu morboso, el mismo que por ejemplo provoca la saga El juego del miedo o Saw, sobre el destripamiento y fragmentación de extremidades, que de hecho hubieron en sus películas anteriores, solo que ninguna precisaba del remarcado sonido de vísceras explotando, el chorro de sangre que brota a litros del agujero provocado por un arma que no tiene apariencia ni efecto (me imagino) tan bizarro. QT parece haber cedido a la necesidad de exagerar, que no es nada más que el exceso de algo, aquello que está demás, que no es necesario. Para eso están los teens gore.
QT, más que discriminatorio, usa o recrea los mismos prejuicios sociales, los históricos o los actuales, y a partir de ello crea situaciones, personajes que al hablar o dialogar ironizan a otro o se ponen a sí mismos en ridículo. Django sin cadenas tiene momentos de humor logrados, unos muy hilarantes, tal como el recibimiento de Stephen (Samuel L. Jackson) al esclavo liberto Django en la hacienda “Candyland”. Sin embargo, hay momentos en que el humor confunde la ridiculización de sus personajes con la ridiculización de la acción. Una escena a descartar es la riña a boca entre unos encapuchados, debate que parece estar inspirado en algún capítulo animado de Seth MacFarlane. Django sin cadenas es entretenida, más se desintoniza de la habilidad de QT en provocar con ingenio. Lo mejor de la película es sin duda el personaje de Stephen, individuo que asalta la misma intención que tuvo Harriet Beecher Stowe en La cabaña del tío Tom. La interpretación de Samuel L. Jackson es además la mejor en todo el filme, reconocimiento que no es justo sea apañando ni por Leonardo DiCaprio como  Calvin Candie o el “ex cazador de judíos”, ahora “cazarecompensas”, Christoph Waltz, quien por cierto en esta película tiene un sesgo misericordioso. ¿Reivindicación aria? Solo Tarantino lo sabe.

miércoles, 13 de febrero de 2013

Mamá

Artículo publicado originalmente en Cinespacio.

Basado en su propio cortometraje, Andrés Muschietti dirige Mamá (2012), película coproducida por Guillermo del Toro (Cronos, 1993), director que ha servido de trampolín a otros directores quienes han decidido iniciarse o hacerse notar dentro del género de terror. De las manos de Del Toro han pasado películas como El orfanato (2007) o Los ojos de Julia (2010). Vincenzo Natali, uno de los rostros más notables en el género de horror canadiense, ha recorrido también dicha productora con su película Experimento mortal (2009). Mamá, a diferencia de los mencionados, ha tenido un mayor énfasis promocional. Dentro de su estrategia estaba el rescatar el corto del mismo nombre (2008), aquel que por cierto prometía la producción de un interesante largometraje en manos de su mismo creador.

Mamá tiene buenos momentos y momentos indeseables. Los primeros, como ya se ha vuelto costumbre en distintos filmes de terror, están aglomerados en sus primeras escenas, las mismas que te introducen a una historia truculenta, en principio, sin ningún indicio o explicación. Muschietti se sirve del drama sobre la orfandad para revelar a un ente y otros dos personajes malditos. Por un lado una madre perdida en el limbo, mientras que por otro, dos pequeñas sobrevivientes de una tragedia familiar. Ambas historias desde el inicio convergerán y convivirán. Es pues la correspondencia de dramas; uno precisa del otro para complementarse y buscar su orden. Las cosas se complicarán cuando este “orden” se quiebra con la llegada de otros personajes. Han tenido que pasar cinco años para que Lucas (Nikolai Coster-Waldau) halle a sus dos menores sobrinas luego de ser raptadas por su desaparecido padre. Junto con su novia Annabel (Jessica Chastain) adoptarán a las niñas quienes hoy están convertidas en seres humanamente descuidados; pequeños salvajes.

En definitiva el gran desacierto de Mamá es resolver anticipadamente el conflicto escondido, uno que después de todo recae en la revisitada leyenda de la mujer con problemas mentales, enclaustrada, solitaria, rodeada de monjas y elementos traídos de una prensa amarilla del siglo XIX. Por otro lado, Muschietti se inclina al thriller, el de resolver un caso olvidado por el tiempo, y es en este donde intervienen elementos de la ciencia, grabaciones, videos, apuntes, periódicos, una serie de evidencias que intentan armar un simple rompecabezas que no precisa de tanta fuente escrita o tecnológica para llegar a ser resuelto. Mamá está rodeada de elementos citados hasta el cansancio, sueños que se vuelven pistas, paredes humedecidas por aguas turbias, insectos nocturnos que sobrevuelan en una habitación, espíritus contorsionistas con los miembros dislocados.

Sin ir muy lejos, El aro (Gore Verbinski, 2002) sería un gran referente de esta película. Es una historia dramática que, en principio, nada tiene que ver con los fantasmas pero que de pronto se ve envuelta en un evento paranormal. En ambos el tema de la orfandad es ese drama, el mismo que también pesa en el historial del ente. Lo que sigue es la venganza o el desquite contra los vivos. Mientras no se resuelva la pena de este condenado, los vivos seguirán siendo acechados. Mamá termina con un final símil a El aro. Cuando parecía estar resuelto todo, el muerto dice “no, quiero más”. El filme está compuesto por una gran fotografía, Jessica Chastain está ahí sin ninguna pretensión. La figura de “mamá” de un momento a otro es tan expuesta que ya no provoca sensaciones tan profundas, esto a diferencia cuando todavía ni se asomaba o cuando la cámara se acercaba a la oscuridad poco a poco y uno decía “prepararse para lo que se viene”, y nada venía. Eso es suspenso, eso es tensión.

domingo, 10 de febrero de 2013

Lincoln

Tres días después de celebrarse las elecciones en Estados Unidos se estrenó Lincoln (2012). Barack Obama había sido reelegido por su pueblo y como alternativa de celebración se proyectaba en las salas de cine una remembranza histórica sobre los sucesos previos a la aprobación de la 13va Enmienda, aquella que ponía punto final a la esclavitud de la raza negra en dicha nación. Lo cierto es que el último filme de Steven Spielberg, muy por encima de hacer memoria a uno de los sucesos políticos más cruciales en el transcurso de su historia, recrea el retrato esmerado y agudo de uno de sus personajes, posiblemente, más citados por mandatarios, maestros y padres de familia en discursos políticos, ceremonias de graduación o matrimonios, hasta incluso en algunas aperturas al “Super Tazón”. Es pues la respuesta o gratitud hacia uno de sus “líderes a seguir”, uno que dejó una herencia que va más allá de la ley impresa o las enmiendas raciales.
Lincoln en definitiva no está dentro del interés general. Spielberg hace una adaptación fílmica centrada en una ardua investigación histórica, es decir, habrá más de un ajeno a esa nación dormitando en las butacas y, en contra parte, no habrá profesor de historia de los EEUU que no salga excitado de la sala de cine. Ahora, si bien la Historia nos ha enseñado a ser chauvinistas, también nos ha inculcado a ser históricamente selectivos. Es decir, naciones pueden aprender de los aciertos de otras naciones sin la necesidad de alterar sus cánones políticos, culturales, sociales e incluso económicos. Es a partir de esta última premisa que se asoma una excelente excusa para que ese “ajeno” evada el sueño o aburrimiento que pueda provocar este filme. Lincoln es pues la cátedra de un líder, la aproximación a esa lección que desde niños nuestros profesores de Historia insistieron en inculcarnos.

En efecto, toda la trama de Spielberg se desenvuelve en los meses previos a firmarse el acuerdo de la 13va Enmienda. Ese es el cuento, sin embargo las fuentes históricas son pues sobre cómo y de qué forma el mandatario se valió a conseguir el apoyo político suficiente, tanto de sus opositores como de su mismo partido donde ciertamente existían miembros ajenos a ese deseo antiesclavista. El perfil de Abraham Lincoln (Daniel Day Lewis) es pues la del político ubicado entre la orilla del idealismo y el oportunismo. Por un lado está el deseo de poner fin un acto inhumano, mientras que por otro el de dañar la economía principal de los Estados Confederados para la posterior cese de la Guerra Civil cada vez más crítica. En paralelo, su vida íntima fue complicada. La convivencia con una esposa mentalmente frágil, un hijo mayor con deseos de alistarse en el ejército, frente al amor arraigado hacia su hijo menor, uno que corretea e inoportuna durante las reuniones políticas más vitales para la nación. Spierlberg otorga al semblante del mandatario un equilibrio que está en sintonía con la cordura necesaria frente a una crisis, tanto nacional como familiar, que podría colapsar con cualquier paso en falso.
Lincoln es la idea de la política postmoderna, la de no estar aislado en un solo bando, sino el de establecer consenso mediante intereses grupales o personales. El gobernante tiene como “as bajo la manga” a un trío de sabuesos (Tim Blake Nelson, John Hawkes y James Spader) que buscan votos en pos a la Enmienda, un grupo que hoy se podría conocer limpiamente como un Asesor de Imagen político. En cierta perspectiva pueda ser perverso, pero es efectivo y próspero, al menos en este caso para el bien de una Nación. No se le quita sin embargo ese sesgo soberbio, casi oscuro, a Lincoln, personaje que casi siempre parece asomar un doble rostro, cortesía del trabajo de dirección fotográfica de Janusz Kaminski. Es la mitad iluminada, la otra opacada. Un rostro que no tiene prejuicios en habitar en el limbo. Lincoln presenta un gran reparto. Daniel Day Lewis sin duda es lo mejor, muy a pesar dicha interpretación ni se aproxima a su calidad en otras películas, tales como En el nombre del padre (1993) o There will be blood (2007).

viernes, 8 de febrero de 2013

El último desafío

Artículo publicado originalmente en Cinespacio

Arnold Schwarzenegger is back porque desde Terminator 3 (2003) no se le había visto en algún otro protagónico principal, y no se confunda con sus apariciones fugaces en la serie Los indestructibles, donde tan solo aparece a modo de cameos, reciclando viejas frases del típico duro pegándola de vieja gloria, es decir, imitando los mismos trotes que hace 30 años realizaba sin trucos de cámara. El último desafío (2012) para Schwarzenegger es un retorno al cine de acción manteniendo su dignidad de “duro retirado”, aquello que actores como Sylvester Stallone o Steven Seagal pasan por alto, de que el espectador es consciente que las patadas o bombazos no reducen las arrugas o la edad. El director surcoreano Kim Ji-woon hace su debut en Hollywood con una película que centra su historia en un personaje veterano, uno que le pesa la edad y que no vacila en transmitirlo.
Corea del Sur ha sido forjador de un gran cine a partir de este, aún, nuevo milenio. Es en dicho transcurso que ha nacido una nueva generación de directores, algunos apuntando a un cine con una estética personal (Kim Ki-duk, Lee Chang-dong), mientras que otros rumbo a un estilo más comercial (Bong Joon-ho, Hong Sang-soo). En este último se alinea Kim Ji-woon, director que ha rozado distintos géneros como el thriller, el terror o el western, todos bajo un estilo propio o, al menos, patentado por los directores de dicho país (hasta incluso del continente asiático), poseedores de un humor extraño y macabro, que para el idioma ajeno al contexto podría ser cercano al humor negro o excéntrico. El último desafío tiene mucho de eso. Kim Ji-woon le ha ofrecido a su filme una historia cómica, dentro de una situación dramática. No se confunda con la comedia dramática, pues en esta el drama se toma muy a pecho, sin embargo el código asiático dice “aquí no pasa nada”.

El sheriff Ray Owens (Arnold Schwarzenegger) luce al borde del retiro, muy a pesar esto no le impide tumbarse contra el enemigo para luego levantarse tomándose la espalda sin ninguna vergüenza. Esta es pues la mecánica de la dignidad. El envejecido policía es de armas tomar, un individuo digno de subestimar, porque aún dispara en el blanco y obsequia golpes con gran precisión. Lo anecdótico es que luego de realizar eso, antes que el espectador absorto se manifieste, él mismo se adelanta para decir que se “siente viejo”. Antes que se pronuncie alguna queja, nuestro protagonista se divierte de sí mismo, se burla o hasta se ridiculiza, y al espectador no le queda más que reírse y guardarse sus quejas. El último desafío tiene además otro grupillo de personajes tipo de orden asiático, los de espíritu bufonesco como el interpretado por Luis Guzmán, o los alocados como el sadomasoquista Johnny Knoxville, quien por cierto no tiene mucho protagónico como se esperaba.
Kim Ji-woon le da el toque de personalidad a su filme haciendo citado a los géneros acostumbrados en el cine surcoreano, tales como el cine de mafias, cambiando las asiáticas por las de narcotráfico mexicano. Está también el cine violento, el que se inclina más a un gore hilarante. Esta también el thriller, uno que por el contrario se maneja con seriedad, y es ahí donde el filme consigue tropiezos. Son en las escenas de drama serio o en las que interviene el personaje de John Bannister (Forest Whitaker), un agente del FBI, en que la película decrece su interés. De pronto el intento de crear piruetas de trama/drama son pisadas en falso, poco ingeniosas o inspiradas. El último desafío por último parece dejarse llevar por un mero exotismo, una costumbre que parece remarcar (tal vez inconscientemente) prototipos como el narco, el latino (¿Por qué Rodrigo Santoro?) o hasta el yankee. Esa escena de pelea tipo wrestling es sin duda lo más desconcertante en la película.

miércoles, 6 de febrero de 2013

El vuelo

Artículo publicado originalmente en Cinespacio.

Con Robert Zemeckis nunca hay pierde. Desde su filme de culto Volver al futuro (1985), pasando por su más laureada Forrest Gump (1994), la paranormal Revelaciones (2000) o la animada Cuento de Navidad (2009), el director sabe entretener; disponerse de una historia que siempre encuentra una brecha original; actores carismáticos, de buen talento y muy reconocidos; recreando escenas que saben explotar los efectos cada que sea necesario. Zemeckis sabe promover un cine de masas, sea el género cual sea, rodando películas con una duración que se digiere sin dificultad ni bostezo. El vuelo (2012) es el último aporte a su filmografía, una película que al igual que sus anteriores dramas, encuentra formas narrativas distintas, ejes temáticos disímiles, casos ajenos a los citados anteriormente.
Whip Whitaker (Denzel Washington) es un piloto de avión, tercera generación de aviadores de su familia paterna. Para Whip, más que un oficio una pasión, algo que es parte de su día a día, parte de su rutina, es por eso que cuando ocurrió un aterrizaje forzoso logró salvar muchas vidas. Whip es también alcohólico, algo que no asume con pasión, pero sí con conciencia. Para mala suerte, dicha rutina no fue ajena durante aquel vuelo fatídico, el mismo que lo convirtió por un momento en héroe, y que ahora está a punto de condenarlo por negligente. El vuelo presenta a un personaje tópico. Es la historia de una balanza que mide lo positivo y lo negativo de un sujeto que está envuelto en su propia realidad, una que ciertamente él mismo no la observa como un drama. He aquí el punto que diferencia a este filme frente a otras películas, aquellas en donde solemos ver a personajes que bien tocan fondo en sus vicios o que simplemente luchan para contrarrestar aquella rutina.

Whip es una especie de interrogante. Un sujeto que se bambolea entre enderezarse o seguir empinando el codo. Hasta antes del final, no se sabe a ciencia cierta en qué lado terminará este sujeto. Este es el plus de la película. No hay mucha habilidad en crear situaciones que compliquen el caso judicial de este personaje, pero es la misma personalidad de este la que mantiene atento al espectador. Se asoman también otras motivaciones, tales como el personaje de John Goodman, una especie de “yonki dealer” que a cada aparición es todo un suceso respaldado además por alguna pista musical de los Rolling Stones. En contraparte, el cliché toma por asalto al filme a medida que se va planteando el historial de Whip. Hombre divorciado y odiado, sin amigos, una nueva novia que también tiene un historial adictivo. Lo que se podría haber esperado de esto era una selección de regaños o “jaladas de orejas” al protagonista en pos al abandono de su adicción. Esto afortunadamente no ocurre, al menos de manera hostigante.
El vuelo, al igual que otras películas de Zemeckis, tal como Forrest Gump o Contacto (1997), cita el tema de la redención divina, solo que en esta ocasión se manifiestan a manera de pistas o situaciones que indirectamente tratan de calar a un despistado y agnóstico Whip, detalle que en otro sentido abren paso a que el espectador obedezca más a ese mensaje celestial antes que las acciones desinteresadas del mismo protagonista. En momentos Robert Zemeckis parece ser pregonero de fe, algo que sí sentaba bien en la personalidad del joven Forrest, pero que en El vuelo más bien desentona o hasta suena insistente.