jueves, 17 de octubre de 2019

La revolución y la tierra

Una serie de certezas invoca el nuevo documental de Gonzalo Benavente. En principio, La revolución y la tierra (2019) da por sentado el valor del cine como fuente histórica. Su misma premisa temática, el de rescatar las implicancias de la Reforma Agraria promulgada por el ex presidente Juan Velasco Alvarado, incentiva a que el filme emprenda una retrospectiva desde tiempos de la ocupación española. Historiadores, politólogos, antropólogos y demás expertos, hacen sus aportes de los principales acontecimientos desde el tiempo en alusión hasta posterior al periodo de Velasco y, en respaldo, los metrajes de películas de antaño se abren paso. Mediante el despliegue de sus imágenes, el cine, así como los testimonios orales, hace esquema de esa línea temporal, solo que a partir de la representación de una coyuntura, o la definición u aproximación de sus estereotipos sociales, que no es más una cristalización de las fantasías y demonios del imaginario dominante o productor de ese cine.
Ahí está una película como Yo perdí mi corazón en Lima (1933), que “para conseguir la presencia viva de la actualidad, (Alberto) Santana fechaba algunas secuencias, incluyendo imágenes de las portadas de diarios –como la primera plana de El Comercio del 8 de mayo de 1933–, capaces de dar cuenta puntual de hechos del momento”[i]. Este mismo filme muestra además el deformado retrato del provinciano; instintivo y osco. Era pues una visión “de entonces” sesgada por los límites trazados desde tiempos de la colonización. Es decir, el cine de Santana, y otros de ese tiempo, fue siembra de una ideología capitalina. A propósito, Benavente alude en su documental al cine como herramienta ideológica. Un claro ejemplo es el cine de Federico García Hurtado, filmografía que es fuente histórica, y también discurso ideológico, a partir de una invocación a la revolución del campesinado en rescate de los terrenos apropiados por los latifundios.

La revolución y la tierra, en su deseo de explorar las motivaciones de la reforma velasquista, rebusca los filmes de ficción que se inspiraron en los hechos que revelaban una divergencia nacional, historias de líderes ajusticiados, levantamientos sociales reprimidos, la conglomeración de demandas e impotencias personales y comunitarias producto de la burocracia y la normatividad que los desprivilegiaba. Se citan también algunas de las películas de Armando Robles Godoy, el cual extiende los conflictos de la propiedad de tierras en espacios fuera de la sierra central, principalmente abordado por García Hurtado. Ahora, si bien Benavente alude a este cine militante para llegar al hecho revolucionario, ello no necesariamente convierte a su documental en un material de apología revolucionaria. Y esto es muy importante: en teoría, La revolución y la tierra asume una postura objetiva y neutral de las incidencias que generó la Reforma Agraria.
Ante eso, y ya apuntando a una línea política, la revolución de Velasco se define como un evento que ni fue triunfo ni fue fracaso. Lo que sí es innegable es su trascendencia tanto histórica como cultural; lo primero por el mismo reordenamiento de las estructuras políticas, económicas y sociales que acaecieron, lo segundo por el significado que tuvo en un momento de hervor social en Latinoamérica, además de la fantasía del héroe transgresor que en la actualidad proclaman generaciones más jóvenes, y que a su vez es un alargue del marketing a la identidad nacional. Por consecuencia, La revolución y la tierra se centra en un tema que no evidencia un claro consenso de ideas. Vemos a expertos que comentan y reflexionan sobre su transcurso e implicancias, sobre qué tan saludable fue ese hecho para la economía y política de la nación, y es este mismo debate el que encausa al epílogo del documental: en el tema de la propiedad de tierras, el Perú continúa caminando por un trecho de conflictos y rebeliones justificadas.




[i] Bedoya, Ricardo. Un cine reencontrado. Diccionario ilustrado de las películas peruanas (1997). Pág. 81.

martes, 15 de octubre de 2019

Ad Astra

La devoción hacia lo filial es una constante en la filmografía de James Gray. En sus historias contemplamos relaciones entre hermanos (Little Odessa, 1994) o entre padres e hijos (We own the night, 2007) que penden de un hilo muy delgado, aunque estos resultan ser inquebrantables. Los conflictos familiares que plantea su cine de alguna manera responden a viejos resentimientos, los mismos que han generado un contraste de comportamientos, o hasta un antagonismo. El hecho es que este vínculo de amor-odio es aparente. Una fidelidad innata es la que impide el divorcio entre los protagonistas, a pesar de que alguno incluso parezca desmerecer dicho gesto de abnegación. Ad Astra (2019) se encuentra en esta última senda. Roy McBride (Brad Pitt) será asignado a un viaje espacial para “reencontrarse” con su padre. Es la historia de un hombre envuelto en una misión oficial, pero que además es una misión personal. Su trayecto será un doble compromiso al que no dudará en emprender.
Dado los precedentes de Gray, lo personal siempre está un paso adelante, algo que provoca que la búsqueda sea más dramática. El viaje en el espacio exterior, ese lugar “surreal” y que involuntariamente incita a cuestionar el significado y trascendencia de la humanidad, no es más que un catalizador que repercutirá en el estado emocional de Roy. Su parentesco marital, su relación con su padre y su mismo oficio serán temas que evaluará mientras se enrumba a la misión que se le ha encomendado. Es decir, su viaje en cumplimiento de su función como astronauta, que es además el retorno al recuerdo de su padre, resulta también ser un encuentro consigo mismo. De alguna forma, Roy representa una necesidad universal de su propio presente. Ad Astra se asienta en un futuro en donde la humanidad está empeñada en encontrar vida en otros planetas, lo que a fin de cuentas es un medio o excusa para preservar el sentido de la vida. Será pues bajo la inmensa cúpula estrellada que Roy descubrirá el sentido de su propia vida, lo que terminará por encausar a la relación que llevó con su padre.

Para Gray, la condición humana es un síntoma de lo hereditario. La naturaleza del hijo responde a la naturaleza del padre, y esto, para el primero, es algo innegable, por mucho que reniegue de la misma o del destino consecuente. Ello se percibe en Ad Astra y en La ciudad perdida de Z (2016), otro claro ejemplo en donde un hijo, en un punto inicial, cuestiona los precedentes de su padre, pero que con el proceder comenzará a comprenderlo al punto de terminar asimilando sus mismas manías u obsesiones. Ahora, y en ambos casos, no estamos tratando con un adiestramiento o imposición de pensamientos patriarcales. Este proceso de adopción de ideas o comportamientos es prácticamente voluntario. La biografía de Roy y la del hijo del polémico explorador de La ciudad perdida de Z coinciden a propósito de que ambos tuvieron casi por entero una orfandad física paternal –producto de la exigencia de un oficio que se autoimpartían los padres– y se conformaron con las breves convivencias domésticas y, principalmente, con las noticias o mitos que oían sobre sus progenitores. O sea, el adiestramiento presencial de padre a hijo fue casi nulo.
Es a partir de esta situación que se genera el gran conflicto del protagonista de Ad Astra. A medida que las fechas del viaje transcurren, la estabilidad psíquica de Roy va agitándose. El acercamiento a su punto de destino de su tarea equivale a la proximidad de un enfrentamiento ante el lado revelador del padre, un perfil contradictorio al que muchos hablan, y que aflige al hijo. Lo que resulta ser una misión espacial para los superiores, para este adulto es una oportunidad para curar o “rescatar” su relación filial. Lo cierto es que James Gray no se conforma con eso. Ad Astra aspira a convertirse en un viaje épico. Una vez más, el director se apropia de otros géneros. Al derrotero dramático, se entremezcla un enfrentamiento que alude a un terreno western, una escena de suspenso que se remonta a las pesadillas espaciales que fueron tendencia en la década del 50, o el mismo arranque del filme, el cual despliega las expectativas de una película que no deja de ser impredecible.

domingo, 13 de octubre de 2019

Proyecto Géminis

La historia de la última película de Ang Lee no es más que un reciclaje de tantos sci-fi que hacen referencia a personajes suplantados/clonados. De hecho, es una idea rescatada de los noventa, uno de esos tantos proyectos estancados y que aspiraba estar a cargo de la dirección del hoy desaparecido Tony Scott y barajaba como protagonista principal a nombres como Arnold Schwarzenegger y Clint Eastwood. Desde un principio, dicho plan exigía el reto de tener a dos personajes interpretados por el mismo actor, en donde uno de los protagonistas sería rejuvenecido por la corrección digital. Las pruebas fueron poco fiables, razón de sobra para que la película nunca se echara a andar. Esto nos lleva al principal estímulo de Proyecto Géminis (2019). Que la trama no desvíe la atención a este filme, el cual incentiva a hacer un regresión sobre cómo ha ido evolucionando la tecnología de la imagen generada por computadora o CGI.
Como todo experimento, ha habido muestras terribles, y no necesariamente en el principio de su uso. Actores reinterpretados como Dwayne Johnson en La momia regresa (2001) o los vueltos a la vida como el Peter Cushing de Rogue One (2016), son los más memorables fake de este modo de digitalización que replica los movimientos del actor y le ponen un mayor énfasis a los gestos faciales a fin de no perder “del todo” la interpretación original. Frente a ese panorama falsificado, Proyecto Géminis supera la valla de lo que hasta el momento se ha realizado. Los efectos visuales de Weta Digital –los mismos a cargo de la saga de El Señor de los Anillos y la futura Avatar– son los responsables de orientar el CGI. Esta empresa ya ha tenido antecedentes de reducir las arrugas a actores, siendo el más próximo resultado el de Kurt Russell en Guardianes de la Galaxia Vol.2 (2017).
Las mejoras de esta experiencia digital son notorias. Uno de los grandes defectos de este tipo de tecnología es que tiende a otorgarle un brillo plastificado a los rostros. Este efecto se ha reducido en el joven Will Smith, en parte también gracias al trabajo de dirección de fotografía –la idea es exponerlo lo menos posible a tonos claros–. A esta ilusión visual, se suma su experiencia de 120 fps. Esto implica una velocidad de reproducción superior a la normal. En teoría, el producto sugiere un registro más realista, algo que también puede ser interpretado como una reproducción surrealista, no lejana a la gráfica de los videojuegos. Ya es la segunda ocasión que Ang Lee hace uso de esta experiencia a la que suma el formato de 3D. Su película Billy Lynn’s Long Halftime Walk (2016) recibió buenas críticas en su trama, aunque su estética opacó estas mismas. Proyecto Géminis pasa al revés. Son justo dos secuencias de persecución lo más logrado del filme, aquellas en las que la explosión digital entra en acción.

jueves, 3 de octubre de 2019

Guasón

La historia de un protagonista subalterno en pugna con sus problemas y los que les sugiere su propio entorno, una sociedad en crisis. Existe un deseo de superación de este individuo, un vano optimismo que definitivamente se irá desvaneciendo en el transcurso de su derrotero al convertirse en víctima de una serie de acontecimientos (tal vez) desmerecidos, dado que muchos de estos son producto de efectos colaterales, por ejemplo, los provocados por agentes nocivos que han incubado entre la delincuencia. En consecuencia, se rebela el rasgo antiheroico del protagonista, su impulso o reacción amoral, y hasta transgresora, por sobrevivir. Es un acto de negación, el de convertirse en mártir en un espacio que de alguna manera lo ha excluido y no deja de hundirlo, de convencerlo de su propia sentencia. El desenlace de la historia da muestra de una asistencia o atención tardía, pues todo está perdido para este personaje. Ese es un argumento recurrente en la filmografía de los hermanos Dardenne y tantos filmes que se inspiran del neorrealismo italiano.
Gran parte de la nueva película de Todd Phillips consiste en ese cuadro dramático y social en donde Arthur (Joaquin Phoenix) es el protagonista que, adicionalmente, es secundario e insignificante dentro de un sector ya de por sí rezagado. Es decir, es un subalterno dentro de la subalternidad. Dicho esto, Joker se distancia de los argumentos espectaculares y convencionales del universo cómic adaptado a la pantalla grande. No estamos hablando entonces sobre una serie de desquites de un demente en potencia para regocijo de la fanaticada. En su lugar, es más bien una revisión y entendimiento a los antecedentes que azotaron al individuo y que gradualmente “justifican” su arrebato indomable. Posiblemente, lo más cercano a este tipo de argumento –y que pudo haber funcionado– fue la reciente Venom (2018). El Eddie Brock de esta historia era candidato perfecto para este circuito trágico al ser un protagonista tocando fondo y no por mérito propio, sino por pura injusticia y negligencia coyuntural. Pero el argumento decide asumir un camino distinto.

Ahora, estética y técnicamente, Joker no pretende comportarse como un drama de cepa europea, sino que es partir de esa apariencia que lo espectacular hace presencia y adelanto. Phillips se alinea a las aspiraciones del nuevo cine independiente, y no necesariamente estadounidense. Me refiero a películas, por ejemplo, producidas por la A24 o Film4, curadores de filmes que están en el limbo, entre el cine de autor y el comercial, muchos de estos remedando una similar estética. Para no ir muy lejos, una película como You Were Never Really Here (2018), también protagonizada por Phoenix, parte de una premisa de drama social, lo que no interfiere a que tenga momentos movidos por el cine arte. La misma puesta fotográfica que se observa aquí, opaca y sombría, también resuena en Joker. Los tonos verdes de las luces no solo aluden a la personalidad correspondiente al enemigo de Batman, sino que además ambientan un espacio avinagrado y añejo, que además de hacer una alusión pretérita, crean la pauta de una mente insana que se va caldeando a medida que transcurren los eventos.
Joker no se remonta al neorrealismo al no contar con los planos largos y de apariencia muerta, al emplear una banda sonora que siempre acompaña a su trama, y porque su historia se abre a un momento espectacular, el cual se revela con el quiebre de su personaje, el nacimiento del mito, el payaso que ha convertido su tragedia en comedia. Nuevamente, así como en You Were Never Really Here, que por muy sosegada y flemática que sea su trama, posee esos tópicos o clichés comerciales, en este caso, muy de los ochenta, sobre vengadores anónimos. Esta película de Lynne Ramsay guarda sus reservas comerciales. Y pasa con Joker; la historia de un Charles Bronson o, mejor aún, un Travis. Arthur apunta a convertirse en un libertador para los que piensan como él, fruto del amasijo de hechos que vive al exponerse a una ciudad decadente. Visto desde una perspectiva, este joven se convierte en una suerte de justiciero, pero uno que transgrede la ley, como los cazarecompensas de los western o los autoasignados “alguaciles” de la nocturnidad urbana.

A propósito, Joker cuenta con una serie de guiños a películas en donde Taxi Driver (1976) resuena una y otra vez. A pesar, la presencia de Robert De Niro en el rol de un afamado comediante, parece tener un doble propósito. En dos oportunidades, De Niro la hizo de Arthur: el transgresor, en su papel de Travis en Taxi Driver; y el comediante frustrado, en su papel en El rey de la comedia (1982). Sin necesidad de citar un gesto, la presencia de la citada primera película de Martin Scorsese está más que clara. En todas las Batman, Gótica siempre fue una reinterpretación del New York del director de ascendencia italoamericana. En cuanto a El rey de la comedia, su argumento se va removiendo cada que Arthur mira el programa del cómico y fantasea con su idea de que la risa es su motivación, cuando más bien es su trastorno –o toc–. Al respecto, ese es el estimulante más atractivo del filme: la risa que asume un sentido irónico y hasta trágico que, obviamente, es contrario a su concepto más inmediato.
Pero Joker es también una mirada cuestionadora a la doble moral, tan revisitada en estos días como en los años 80. En El rey de la comedia, el comediante Jerry Lewis, interpretaba a Jerry Lewis, artista antipático, agrio, mordaz, una imagen distante a la de su personaje comercial. En Joker vemos a muchos Jerry Lewis, y no solamente el que ahora interpreta De Niro, sino también los políticos, los de saco y corbata, los burócratas o los pequeños obreros como el mismo Arthur. Los vemos por todas partes, asumiendo distintos oficios. Todos son colaboradores de esa sociedad indiferente y egoísta. Es con estos precedentes que el perturbado Arthur obtendrá el material necesario para poder sustentar su manifiesto, el que curiosamente muchos compartirán. La película de Todd Phillips termina con una divergencia de ideas, aquello que de paso abre una brecha social. La ciudad cede a los mecanismos del espectáculo, el de apoyar a un bando y aplastar al otro sin derecho a réplica, la fabricación de una marcha ciudadana sin hoja de ruta y simplemente dominada por la acción de un líder rebelde.