La narración en clave
retrospectivo en el cine de Martin Scorsese no es novedad. La intención de que
uno de los protagonistas de la historia se comporte como un guía de los
acontecimientos garantiza el entendimiento de un panorama que es muy amplio y
frondoso, aquel que no solo implica una compleja red de sucesos y pormenores, sino
que también demanda a la introducción de todo un colectivo de personajes, cada
uno con sus propios credenciales –que a veces invitan al narrador a hacer
pausas que encausan a los típicos flaskback–,
que son los responsables de echar a andar un entorno muy bien articulado. Las
historias de Scorsese son exigentes en la materia de información y
antecedentes, y, por tanto, exigen además a un conductor que la pega de
cronista, historiador y, ocasionalmente, soplón. El irlandés (2019) se sostiene de un narrador con mismas pretensiones,
aunque con un particular esencial.
No es gratuito que
Scorsese en esta ocasión simplemente no suelte la lengua de su orador. La
historia central comienza minutos después. Antes, la cámara circundará los
espacios de un territorio en busca de su narrador y protagonista principal.
¿Desde dónde habla este narrador? ¿En qué momento de su vida decide narrar su
historia? Son preguntas a atender y que se aclaran su propósito recién en la
última etapa del filme. Así como en Silencio
(2016), es muy significativo el modo cómo se concibe el narrador en primera
persona. ¿Con qué intención los protagonistas de Casino (1995) comienzan a dar detalle de la industria del casino,
además de su inmersión en un triángulo amoroso? El simple goce de revelar lo
que pocos saben y muchos imaginan. En tanto, el caso o motivación del jesuita
Rodrigues es distinto. Para él, el narrar su historia, es un acto de
depuración. No en vano lo que cuenta se escribe sobre el papel de un diario,
desde lo intrascendente hasta sus pensamientos más impronunciables. Silencio es un filme confesional y El irlandés parece perfilarse a esto.
Frank Sheeran (Robert
De Niro), un irlandés veterano de la Segunda Guerra, nos cuenta sobre sus
labores como sicario dentro de una mafia italoamericana. En toda esta
discursiva, vemos mucho del clásico Scorsese. Es la presentación a la
estructura de un escabroso negocio que se robustece mientras va generando
titulares, pugnas externas e internas, y, posteriormente, vínculos políticos,
ese detonante que pondrá un tope a la escalada –y que en Buenos muchachos (1990) fue el narcotráfico–. Es una nueva historia
dentro de un similar universo que el director antes haya realizado. En
definitiva, aquí lo más novedoso es la asistencia a la tecnología del CGI,
aquella que permite –sobre todo en el principio– rejuvenecer o envejecer a los
actores, según la pauta del narrador; por lo resto, El irlandés resulta familiar y, en cierto extracto, agotador; en
mayor parte, consecuencia del enrollo político que parece mimetizarse con la
coyuntura de la Guerra Fría. Más tensiones, pocos instantes de enfrentamiento. Y
este rasgo, incluso, parece generalizado. Este filme, en distinción a otros del
director, no está presionado a ser sórdido. La violencia aquí está calibrada.
Lo atractivo de la
película comienza desde el momento en que se revela el gran dilema del
protagonista principal. Es Frank, el sicario, convirtiéndose en mediador y,
posteriormente, en mensajero de un enfrentamiento. Es la resistencia a ser el
ejecutor de la situación en cuestión. Scorsese alarga el drama para alimentar
la angustia de su personaje. Son escenas que se manifiestan en el orden de un
calendario, el acortamiento de una fecha a punto de llegar, que no es nada más
que la aproximación al momento del clímax. Mientras más se acerca la acción al
momento crucial, el tiempo de duración parece extender su alargue; y eso lo
convierte en una estrategia soberbia. Scorsese combina escenas de tensión con
otras que aparentan no serla. Frank se desplaza entre entrevistas con diálogos puntuales
y secos, y las extendidas y con reacción dramática. Fundamental hacer un
comparativo entre la personalidad calmada y hasta protocolar de Russell
Bufalino (Joe Pesci) y el temperamento impetuoso y, en cierta manera,
desafiante de Jimmy Hoffa (Al Pacino). No solo es el disentimiento de propósitos,
sino también el de caracteres.
Este encuentro, y en
medio la figura de Frank, recuerda, en una versión menos violenta y
caricaturesca, al choque entre el cargoso negociante de pelucas Morris y el
alto de la mafia James Conway, y entre estos Henry Hill, en Buenos muchachos. Estas dos esperas estimulan
la ansiedad; ¿qué pasará con este sujeto al que la mafia le ha puesto la mira? En
tanto, existe una diferencia abismal entre el dilema de Henry y Frank. Sin que
lo mencionen, hay un punto de inflexión en la larga cadena de servicios que
estos personajes han efectuado sin titubeo dentro del sistema al que sirven;
sin embargo, el tono dramático con que Frank narra las circunstancias en las
que está implicado, lo delata como un individuo que está siendo sorprendido por
un conflicto moral pronunciado. Es a propósito de la fidelidad que tiene Frank
hacia su amigo Hoffa que se alienta la ansiedad a un nivel superior a la
situación de Henry en Buenos muchachos.
El clímax de la disyuntiva de Frank desembocará en una larga y formidable secuencia
que equivale a un vía crucis para el protagonista. Formidable, pero no lo mejor
del filme. Lo siguiente es magistral.
Posterior al clímax,
después de la prolongación de la acción, todo sucede de una manera rápida e
intempestiva. Como si se tratase de un sueño, en un abrir y cerrar de ojos, el
narrador concluye su historia, lo que a su vez es la conclusión de una era. Entonces
inicia otra película. El irlandés, desde
un plano apartado, es la historia de un ex miembro de la mafia en clave confesional,
un acto de remordimiento provocado por la propia conciencia y el advenimiento
de lo decadente. La fugacidad con que termina el narrador su historia parece
ilustrar a una sociedad desaparecida, no tanto por las condenas impuestas, sino
por una cuestión natural; el juicio inevitable. Por encima del testimonio del
hampa, Martin Scorsese compone un testimonio desde y sobre el ocaso. Vemos al
protagonista de El irlandés extinguiéndose
en su propia ley. Son las consecuencias lapidarias de una lealtad férrea, un
cuadro totalmente contrario al que es merecedor en su final el cínico
protagonista de Buenos muchachos,
quien ha extraviado la moral o simplemente no es presionado por esta. Por su
parte, Frank tiene consciencia y tiene a su frente la mirada silenciosa y
acusante de su hija Peggy (Anna Paquin).