Leyendo un reciente
escrito de Martin Scorsese sobre su afición al cine polaco (artículo aquí), me hace pensar que
un filme como Generación (1955),
ópera prima de Andrej Wajda, de no ser por su línea argumental, tranquilamente
podría ser confundida como una película concebida dentro del territorio
soviético. Wajda, al igual que sus contemporáneos rusos, también poseía similar
uso distintivo del discurso y la estética. La gran divergencia surgía que
mientras la mayoría de filmes soviéticos se dedicaban a construir una
dialéctica partidista en favor del comunismo, Wadja hacía lo contrario. Generación no solamente se reduce a ser
un testimonio que demanda un sector de la Polonia ocupada contra las normativas
del fascismo alemán durante la Segunda Guerra Mundial. Su idea radica de un llamado
más amplio; la de alentar un frente contra las políticas represoras. Y aquello,
transmitido en su correspondiente actualidad, era lo que representaba el comunismo
para Polonia. Wajda, al igual que los soviéticos, había emprendido su propio
cine como medio de adoctrinamiento. Lo cierto es que dicha mecánica, el de usar
al cine sea como folleto o panfleto político, no viene de esa década.
Remontarnos a un cine
que instruye políticamente, implica mirar al primer cine soviético, el de
Serguei Eisenstein, Vsevolod Pudovkin o Aleksander Dovzhenko. Países como
Polonia, República Checa y Rumania, le deben mucho a dicho bloque del cine silente.
Las rigurosas restricciones durante la Guerra Fría obligó a varios directores a
producir un cine políticamente contestatario, y que, además, supiera evadir o
burlar la censura regulada por el mismo Partido Comunista. En URSS, por su
lado, siendo la cuna del comunismo, las cosas se concibieron de una forma
distinta. Instalado Lenin como líder supremo del Partido, las reformas incluyeron
educar a la población en referencia al respaldo y lucha en pos de la causa. El
cine soviético se inició de igual forma de manera contestataria y propagandista
al componer una estructura que graficara los antecedentes y consecuentes de la
Revolución Rusa. Bajo ese plan, por ejemplo, aparecen tres películas de
Eisenstein: La huelga (1925), El acorazado Potemkin (1925) y Octubre (1928). Cada filme es
consecuente de su antecesor, resumiendo así el padecimiento, reacción y acción
del proletariado frente al enriquecimiento de los terratenientes. Similar
intención sigue Arsenal (1929) y Tierra (1930) de Dovzhenko, sumándose a
este último un llamado al acogimiento de las nuevas tecnologías provenientes de
la Segunda Revolución Industrial, estas débiles debido al estancamiento industrial
que tuvo dicha nación.
En una siguiente
etapa, ya durante la era de Stalin y la IIGM, el cine y las demás artes tuvieron
un ligero declive. La denominada “Gran Purga” entraba en operación, cosa que no
era más que la cacería y represión política, la que implicaba además una severa
acción de censura contra pronunciamientos que mellaran la integridad del
socialismo. Dicha regulación afectó, por ejemplo, a la segunda parte de Iván el terrible (1958) de Eisenstein, siendo
reservada al público durante más de una década debido a que se podría causar
malas interpretaciones al relacionar el reinado de terror del zar con la política
de Stalin. Trazada la línea de advertencia, el cine soviético comenzó a
producir películas que no asumieran riesgos al veto. El género bélico y el
musical tuvieron mayor presencia, uno haciendo épica de los valerosos soldados
soviéticos luchando contra los nazis, mientras el otro abarcando de temas totalmente
ajenos a la política. Esto cambiaría a la llegada de la década de los 50 y los
60, temporada que, por el contrario, fue un momento glorioso e importante para el
cine soviético, esto gracias al deceso de Stalin y el nombrado “Deshielo”
provocado por Nikita Jrushchov, quien otorgó flexibilidad a la represión
política y a la censura.
El cine soviético
entonces tuvo mayor libertad de expresión al punto que ya no se observaba el
cine solamente como materia de propaganda, sino también como obra de arte. Dos
directores importantes que iniciaron esta etapa: Mikhail Kalatozov y Grigori
Chukhrai, siendo su materia de inspiración la herencia del primer cine
soviético, específicamente el de Aleksander Dovzhenko. Películas como Cuando pasan las cigüeñas (1957) y La carta que nunca fue enviada (1959) de
Kalatozov, o El cuarenta y uno (1956)
y La balada del soldado (1959) de
Chukhrai, manifestaron la esencia del cine de Dovzhenko, de una estética simbólica
y de gran fuerza discursiva, y que de paso no extraviaba esa mecánica del
adoctrinamiento. La dialéctica del cine soviético había cambiado, sin embargo,
a un idioma más subjetivo. Las cuatro películas mencionadas se construían sobre
melodramas. Historias de amor de parejas separadas por una guerra, ese gran
trasfondo que, a propósito, afloraba la valentía y el compromiso de los
“camaradas”. En La balada del soldado vemos,
por ejemplo, como la ruta del soldado va creando un perfil del modelo ideal del
soldado soviético, esto a través de los percances y desventuras que sufre el
joven personaje. El compañerismo, la lealtad, la valentía, la angustia de ver a
los suyos caídos durante un atentado a un tren. Toda una cadena de valores que
fundamentalmente marcan un interés comprometido. Hay una necesidad por poner en
riesgo la integridad e incluso los sentimientos de los personajes a modo de
gratitud para con el Partido.
El tema de la martirización
dentro del cine soviético durante el “Deshielo” es ese gran punto de inflexión
que convierte a estas películas en grandes dramas humanos. Ninguno de los
filmes posee un merecido happy ending,
muy a pesar, existe en algunos una especie de júbilo u celebración en favor a
los personajes que han cumplido sus respectivas misivas. En el final de Cuando pasan las cigüeñas una mujer, en
medio de su congoja, tras haber perdido en batalla a su amante, celebra el
regreso de la cuadrilla soviética que además de volver triunfante lleva en la
memoria a un héroe caído. En La carta que
nunca fue enviada y La balada de un
soldado el factor premonitorio no evita que la película deje transitar a
sus personajes por un camino risueño. Es, por ejemplo, en el primer caso, los
geólogos que celebran el hallazgo del territorio de diamantes o, en el filme Chukhrai,
el joven soldado que conoce el amor en uno de sus puertos. A pesar de los
momentos gloriosos, en ambas historias hemos sido prevenidos (sea por el título
o mediante una voz omnisciente) que el final del viaje será funesto. Hay un
sentimiento optimista por lo trágico. En las dos historias, los personajes se
convertirán en mártires del Partido. La inmolación de uno será motivo de un
orgullo colectivo.
Según lo expuesto, el gran
móvil de los protagonistas de estos relatos trágicos era definitivamente la
causa socialista. El imaginario del militante soviético coexistía con el
Partido. El protagonista emprendía un viaje y finalizaba el mismo evocando
siempre a una doctrina al que le rendía culto, y que además la ponía encima de
todo. En Cuando pasan las cigüeñas, La carta que nunca fue enviada y La balada del soldado los hijos
abandonan a sus madres, los amantes sacrifican su unión a fin de cumplir con
las órdenes, algo que incluso transciende de forma espontánea, tal como sucede
en Cuando pasan las cigüeñas. La
madurez soslaya de forma innata cuando se trata de defender los principios. En El cuarenta y uno sucede el único caso
en donde el sacrificio sentimental es literal. El mensaje aquí sí es objetivo.
Por encima del amor, está la misión encomendada. Luego de que dos enemigos
compartieran juntos una serie de momentos de profunda sensibilidad humana, la disciplina
política retorna para poner en cumplimiento la misiva.
De Mikhail Kalatozov y
Grigori Chukhrai es preciso comentar también su práctica estética. Ahí es donde
prima la influencia del cine de Dovzhenko. Son de inspiración, por ejemplo, la
escena de Arsenal en donde el contraluz
dibuja a un soldado ultimando a otro del bando enemigo, o la escena de la
marcha fúnebre de un campesino caído en Tierra.
De la misma forma, Kalatozov y Chukhrai manifiestan un lado esplendoroso de lo
trágico. El cine soviético ha inmortalizado muchas escenas funestas desde una
perspectiva estéticamente bella. Está también el simbolismo de los encuadres y
planos que enaltecen a los mártires, la iluminación cristalina que alumbra el
rostro como descubriendo el alma o la humanidad misma y, por último, el gran
dominio de la movilidad de cámara que ni Eisentein ni Dovzhenko pudieron
recurrir debido al equipo incipiente que usaban. Chukhrai y Kalatozov lo
manejan y con maestría, convirtiendo sus películas en lienzos vivos, de amplia
interpretación y gran fuerza visual.
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