Un tema frecuente,
aunque expuesto a un filtro poco convencional. La película de Ana Urushadze
toma por protagonista principal a Manana (Nato Murvanidze). La historia de esta
mujer es la historia de Jeanne Dielman, Thelma y tantas amas de casa
sobrellevando una rutina doméstica y luego rebelándose o liberando –que es lo
mismo– sus represiones frente a una masculinidad en su versión patriarcal. Los
enemigos de Madre aterradora (2017) son
los padres represores, no los hombres. Ellos son los que gobiernan a su
protagonista, y de paso dan señas de que sus dictaduras se extienden fuera del
círculo conyugal. Es decir, las hijas son también atormentadas por los tiranos.
Todo esto, Urushadze lo manifiesta a partir de un ambiente gélido, mortuorio,
extraño y enfermizo, una ligera inclinación al thriller psicológico, risas que
no son risas, sino que se confunden con el llanto. Hay un peso visceral que
expresa Manana.
Esta protagonista es
una escritora “en el clóset”, y como todo escritor, su literatura es una extensión
de su biografía. Su nueva obra será núcleo del conflicto, creación que ha
irritado al esposo de Manana y que, posteriormente, despertará prejuicios,
tabúes, pero también encontrará un único fan, un hombre solitario, letrado,
empeñado en contagiar a otros el valor que este observa en el libro de la
mujer. Madre aterradora tiene la
intención de promover una película que hace una demanda frontal frente al caso
de una mujer asediada por las convenciones. Manana parece una especie de Emily
Dickinson, revolucionando la literatura de su tiempo o localidad dentro de su
propia ficción, pero fuera de esta será desaprobada por el canon. Lo cierto es
que la película es argumentalmente evidente de inicio a fin. Por muy
extravagante que sea la propuesta, aludiendo a criaturas míticas filipinas, su historia
no propone giros. Su final ya estaba escrito antes de.
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