Un cine de purga
emocional. La vida de Salvador Mallo (Antonio Banderas) transita por un momento
de inapetencia e incertidumbre. Su salud, su ánimo y su misma creatividad
–aquella que lo ha convertido en un director de cine mundialmente reconocido–
parecen ir en su contra. Achaques físicos, el rezago de una depresión no curada
y el estanco en su producción artística lo mantienen embargado. ¿Es el punto
inicial de su decadencia o el toque de fondo para su posterior renacimiento?
Esa es una pregunta que se hace constante en Dolor y gloria (2019), filme que además muta frecuentemente la
orientación de su trama y el modo cómo se expresa. Tal como lo anticipa su
título, la historia promueve una serie de cambios y contrastes sin fabricar
ambigüedad alguna. Pedro Almodóvar observa, o fantasea, su autoficción como su
película ideal, aquella en donde la comedia y el drama están bien equilibrado,
y, por supuesto, nunca falta el melodrama.
Dolor y gloria es un largo y activo testimonio, y Salvador se convierte en
la voz de este. En tanto, y a propósito de ese modo de expresión, no es de
extrañar que el presente se encuentre en continuo diálogo con el pasado. Esto
es esencial. Al ser una película confesional, Almodóvar quiere retratar también
la memoria de su protagonista con el fin de abrirlo, exponerlo con franqueza y
sin pudor. Otro detalle importante es que esta memoria no solo se construye
desde los flashbacks. Siendo un autor
creativo, Salvador “habla” también desde la creación, tanto la literaria como la
fílmica. Para Almodóvar, todo gesto artístico es una selección biográfica. De
ahí la definición de autoficción. El director español afirma que no existe la
represión o el silencio total en un autor. Ya sea mediante una obra teatral o
el montaje fílmico que, sea el escritor como el director, genera una
depuración. A Salvador lo veremos ataviado por una serie de dolencias de
distintas índoles, sin embargo, la creatividad y la inspiración nunca se
postergan íntegramente.
El punto final de Dolor y gloria es, en efecto, esa
naturaleza innegable e impostergable. El director de cine no puede vivir sin
dialogar o exponer su propia vida. Nada tiene que ver la comercialización
efectiva del yo. Es más bien una
necesidad personal e íntima. La represión de esos “dolores”, tal como lo
manifiestan los guiños de la lograda performance de Antonio Banderas,
implicaría ansiedad, efectos secundarios expresos en torturas físicas. El
coqueteo con alguna experiencia yonki, más que convertirse en un acto de
curiosidad, significa una inclinación hacia un método desesperado que pueda
aliviar esos padecimientos. Es también, obviamente, un engrane empático hacia
el personaje. Pedro Almodóvar introduce el humor con sutileza cotidiana. Este
cine, incluso siendo una biografía ficcionalizada, no manifiesta impostación o
exageración. El director tienta con gracia instantes ridículos que hacen
remembranza a su primer cine, pero en su camino genera además similares escenas
que anteriormente lo han definido como el cineasta maduro, sensible e
insinuante, detalle que se refleja a la perfección en la secuencia entre el
pintor y el pequeño profesor.
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