(Música de fondo – Requiem:
Dies irae, Giuseppe Verdi)
Un grupo de
adolescentes corren por sus vidas. Entre la penumbra y las brumas, ellos
esquivan con violencia los árboles de aquel bosque en donde, exactamente, hacía
diez años había muerto violentamente alguien de nombre impronunciable. Se
supone que por esos días dicho recinto sería para los muchachos su área paradisiaca,
retiro cómplice de su primer encuentro sexual –acto que en sus fantasías los
anticiparía al mundo de la adultez–, pero que en su lugar se convirtió en
espacio que dejó en libertad al mismísimo terror,
esa presencia de ultratumba que ahora los perseguía con un arma de dimensiones fálicas,
dispuesto a penetrarlos y gozar de eso
que en vida no pudo experimentar. Era su acto de venganza, un acto perverso
producto del resentimiento y la envidia, el de ver –el acto sexual ajeno– y no
poder ser parte de ello. Mientras tanto, en la realidad, nosotros gozamos desde
nuestros asientos de esas historias. Las películas slasher, la del verdugo y sus fáciles víctimas. Y nos encanta
cuestionar a los indefensos. “No salgas”, “por qué te caes”, “remátalo, todavía
está vivo”. Nos sabemos de memoria los hechos, tenemos estudiado la lista de
advertencias para sobrevivir a una película de terror. Somos ese personaje en Scream (Wes Craven, 1996) que imparte
lecciones de sobrevivencia a los menos expertos, “esos tontos de la ficción”.
Nos creemos mucho porque somos reales y ellos no. Pero, en verdad, ¿hemos
aprendido de las películas de terror?
Halloween (John Carpenter, 1978) |
La situación nos dice
que no. Esta temporada nos tocó vivir nuestra propia ficción. Sin darnos
cuenta, nos hemos convertido en una premisa de Alfred Hitchcock: Somos los
sujetos comunes y corrientes implicados en un evento extraordinario en contra
de nuestra voluntad. Lo cierto es que nuestra trama, hasta el momento, no tiene
nada de proeza. Incluso parece nos esforzamos por resaltar nuestra agonía. Los mass media solo se dedican a difundir –y
nosotros a expandir– noticias sobre las víctimas y símiles derrotas provocadas
por ese agente extraño que parece sacado de la fílmica de la ciencia ficción.
Vaya que hasta en la realidad nos fascina ver cómo la humanidad perece. Somos
consumidores perversos de nuestro propio sufrimiento. En síntesis, no somos
héroes de nuestra propia película. Y basta de echarle la culpa a nuestra
deficiencia de Tom Cruise o Dwayne Johnson, premios nobeles de la ciencia a
disposición entera, armas avanzadas, viajes al tiempo, además de tantos
utensilios que las películas inventan para asegurar el triunfo de sus
protagonistas. “Así quien no”; dirán algunos. Aprende a escuchar y observar
espectador.
En The Killer That Stalked New York (Earl
McEvoy, 1950), una de las tantas historias que se convirtió en metáfora de la invasión comunista a EEUU durante la
Guerra Fría, narra el evento de un virus introduciéndose en la Gran Manzana.
Los norteños parecen aceptar con conciencia: no hay plan de contingencia frente
a esos casos, sin embargo, tenemos mucho valor cívico. Doctores privados,
policías y ciudadanos se convierten en los héroes de la historia. Por muy escurridiza
que sea la bacteria; la responsabilidad, la solidaridad y el nacionalismo son
más fuertes. No es el típico argumento de una ciudad dominada por el pánico. La
calma deviene de una comunidad dispuesta a acatar lo que los expertos
aconsejan. Es decir, no estamos tratando de actos extraordinarios o
superpoderes en esta película. Es simple protocolo. Son un grupo de personas
haciendo lo que saben hacer y con compromiso, e invocando al resto a cumplir
con el reglamento. Son las mismas aptitudes de los héroes ordinarios de las
recientes películas de Clint Eastwood. Nuevamente, no hemos aprendido nada de estos
ejemplos de la ficción. En su lugar, hemos engendrado una paradoja. Éramos
doctos en historias de sobrevivencia. Pero la realidad es que, en menos de tres
meses, nos convertimos en víctimas de un fracaso colectivo. Fruto de nuestro
descuido y arrogancia, nos hemos visto obligados a retornar a la Edad Media, a
confinarnos en nuestras casas y no salir hasta que la naturaleza cumpla su
ciclo o se invente la cura. Lo que venga primero. Aunque parezca cobarde, es la
estrategia más sensata.
Sully (Clint Eastwood, 2016) |
A todo esto, se
descubre un lado positivo. Muchos han vuelto a nuestros principios humanistas. No
se producirán equivalentes al Decamerón al
final de este aislamiento, pero sí se han reactivado antiquísimas pasiones. Los
libros vuelven a tener sentido y, junto a este, el cine se convierte en fuente
de consumo generalizado. Muchos lo entenderán como simple entretenimiento para
matar el tiempo, pero mejor verlo como una oportunidad para repasar nuestras
faltas. Distintas películas sobre virus y pandemias han sido vistas en el Perú
y el mundo en los últimos días, y muchos receptores se preguntarán: ¿En qué nos
hemos equivocado? Ahora, el cine es quien nos da una lección, porque hemos sido
superados por la ficción. Renovaremos nuestro respeto hacia esta arte que
edifica los rasgos humanos y el heroísmo. En estos días, seremos serviles de la
pantalla y, por qué no, también de las letras. Les otorgaremos a estas
industrias del cine y la literatura el sentido que se merecen, muy a pesar del
ninguneo que se les dio en tiempos de no aislamiento, el bajo costo concedido,
el escaso apoyo del Gobierno respecto a otras materias, la poca difusión y la
nula preservación. ¿Cuántos libros y VHS has rescato en los últimos días en tu
alcoba? ¿Te imaginas entonces cuántas gemas perdidas, cuánto patrimonio
cultural, amontonado en alguna biblioteca o depósito educativo, cumple con una eterna
cuarentena? Se abre otra paradoja.
1 comentario:
Hola, muy bueno. ¿Lo puedo compartir?
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