Lograda película de Lorenzo Vigas
que combina dramáticas tanto universales como sociales asociadas al México de
hoy. La caja (2021) inicia con un niño reclamando los restos de su padre
en un territorio cercano a la frontera. Ya desde aquí Vigas enciende la
sensibilidad, a propósito de los casos de familiares en México reclamando a sus
seres queridos reducidos a pertenencias o huesos reunidos en una caja por los
órganos estatales. Un precedente fílmico cercano que toca este mismo tema es Sin
señas particulares (2020), otra película mexicana. Ambos filmes atienden al
efecto perturbador que provoca ese acto burocrático insensible que ejerce el
funcionario público carente de cualquier gesto ceremonioso o respeto funerario
a vista de los deudos, algo que, por ejemplo, sí expresan los encargados
públicos presentados en la guatemalteca Nuestras madres (2019) o en la
peruana NN (2014). Las mexicanas hacen pues una crítica a la indolencia ante
la pérdida ajena, fruto de un desinterés natural o, tal vez, de la afluencia de
casos que adormece la empatía hacia lo reconocido como parte de una rutina administrativa.
Ahora, mientras que Sin señas particulares atiende a los testimonios de
los que sucumbieron intentando cruzar la frontera con EEUU, La caja observa
a los desaparecidos por una explotación laboral.
Ese es el segundo marco o
conflicto que despliega el desértico escenario de la película de Vigas que, a
pesar de ser zona fiscalizada, manifiesta un punto ciego desde donde se amasa el
abuso hacia la mano de obra. De ser un individuo buscando a su familiar, Hatzín
(Hatzín Navarrete) pasa a ser un habitante de este lugar, luego empleado,
testigo y, por tanto, cómplice de esa dinámica explotadora. Desde una mirada
inocente, el muchacho va recogiendo esas experiencias que implican medias
verdades y actos puramente delictivos. Es uno de los tantos ejemplos de las
injusticias en un país que ha convertido en tradición el fraude a beneficio
propio aprovechando la ausencia o limitación de la intervención del Estado y la
desesperación de comunidades que migran ante la carencia de trabajo. Pero hay
más, porque a cada problema surge otro. Hatzín al convertirse en cómplice se
convierte en una víctima de la corrupción. Ese problema me recuerda a la
italiana A Ciambra (2017). Tanto en esta como en la mexicana, vemos a
protagonistas menores interactuando con un mundo que supura violencia. Su
acercamiento hacia ese círculo es producto de sus limitaciones económicas y
además de sus antecedentes hereditarios. Sucede que en sendas historias los
niños solo siguen los pasos de sus cercanos, su entorno o incluso sus mismos
familiares. La corrupción se hereda en estos espacios corrompidos.
A partir de ello, un nuevo drama
se suma a la cadena de conflictos. La relación entre Hatzín y su nuevo tutor no
solo construye una relación laboral criminal, sino también una relación filial.
Vigas introduce una cuota sentimental para dar forma a otra problemática
habitual del territorio mexicano. La
caja en cierto momento pierde interés por las problemáticas sociales
apuntadas y se convierte en un drama de padre e hijo. El ingreso al turbio
negocio para Hatzín es el reconocimiento a una figura paternal. Es decir;
inconscientemente, el muchacho, e incluso el adulto, interpretarán su tiempo
laboral como la recuperación de un tiempo perdido o enmienda de un error
frecuente: el abandono de los padres a sus menores hijos. Es por esa razón que
Hatzín comenzará a ver dicha modalidad criminal con cierta pasividad. No es
solo ingenuidad; es un deseo por abrazar el mundo de su imagen paternal, ello
que se le privó por años. En consecuencia, Hatzín cederá a la corrupción a
causa de una necesidad sentimental y no por el despertar o curiosidad hacia una
naturaleza criminal. La caja es interesante al razonar cómo un problema
desata uno nuevo, lo que ocasiona un colapso en la identidad y la construcción
moral del individuo. De ahí por qué vemos continuamente a Hatzín frenar o
entrar en un estado de rebeldía o catatonia. Hay una pugna en su interior.
No dejo de pensar en “la caja”
como una alusión a lo mítico. Estamos ante un escenario en donde una caja de
Pandora ha sido abierta y de ella escapan una multitud de efectos que ponen en
desequilibrio el orden de las cosas. Lorenzo Vigas realiza una película muy
interesante. De lejos mucho mejor que Desde allá (2015). Notable la
actuación del joven Hatzín Navarrete. La neutralidad de su facción contrasta
enormemente con las secuencias en que vemos al adolescente liberar su
frustración o cada que comienza a tomar decisiones dramáticas y hasta trágicas.
Eso es elemental para este tipo de tramas en donde los menores se ven expuestos
a actos amorales. La corrupción invade, pero no dejamos de ver la lozanía y
pureza del rostro, y la franqueza de los ojos. Pienso también en la dialéctica
que surge entre las locaciones y el drama. Tiene este aire de western si
pensamos en la relación de padre e hijo y cómo el primero comienza a adiestrar
al menor a un ritual masculino que implica la erradicación de la inocencia. Es
una tradición hostil que está en sintonía con los escenarios áridos y de
cambios climáticos bruscos. Lograda la secuencia bajo la nieve. Es un momento
frecuente en el cine de Werner Herzog o Peter Weir, dado que sus personajes se
sienten poseídos por un estado de autodestrucción, siendo la naturaleza la
responsable de tomar cartas en el asunto. Por último, el final. Una seña de que
el adolescente ha decidido cerrar un ciclo. Es el inicio de la madurez o la
adultez.
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