El protagonista de La mula (2018) está delinquiendo, pero
no deja de ser un individuo que evade la línea de la decencia. Se podría decir
que Earl Stone no se encuentra en su lugar. El mundo del narcotráfico no es
terreno para un octogenario que en su vida no ha faltado a una señal de luz
roja, sin embargo, las circunstancias y su mismo pudor ante su fracaso personal
lo han arrastrado a esa alternativa. Clint Eastwood dirige y protagoniza a un sujeto
de moral ambigua, dueño de una personalidad añeja que podría ser caldo de
prejuicios (tal vez un racista u homofóbico involuntario), pero que su
comportamiento no abandona el perfil de un ciudadano ejemplar, hombre que
proyecta valores que se anteponen a su idea y nacen de manera espontánea. Es el
producto de una vida que siempre ha caminado por la vía correcta, públicamente
hablando. Otra historia es su vida no pública, una opuesta y nada ejemplar, de
la que se avergüenza y decide hacer una enmienda.
La mula, como casi todas las películas recientes de Eastwood, convierte a su
protagonista en el centro de la historia. Son sus decisiones las que amasan el
drama y el conflicto, en tanto es su personalidad la que va generando afección
hacia el personaje. Más allá de su condición vulnerable, anciano y en
bancarrota, la empatía llega de su carácter público, sujeto amable y de
antecedentes intachables, la imagen que este personaje se creó en su deseo de
ser el centro de atención. Earl es un modelo de la fantasía “americana”. Eastwood, en tanto, decide poner al
descubierto el lado íntimo de esa fantasía. Earl no ha sido el esposo y el
padre modelo. Se podría decir que el sacrificio de lo íntimo en gran parte ha
sido medular para su éxito público. Earl, así como la mayoría de las políticas
estadounidenses, es pura portada. La diferencia es que el protagonista está
dispuesto a hacer su acto de enmienda. Antes de convertirse también en un
abuelo ausente, decide hacer algo al respecto. Es decir, su acto de redención,
el conflicto de la trama, es también el fin de su derrotero como paradigma
social.
Earl se convertirá en
un enemigo público, pero lo curioso es que su imagen o fama pública, el que
responde a la fantasía americana, se convierte en su escudo, una credencial que
lo mantiene en resguardo. Dicho de otra manera, hay razones para no condenar a
Earl. Su imagen pública no es un peligro para la sociedad, a diferencia de
cualquier otro individuo que, por ejemplo, tenga rasgos latinos. La mula es una película que delata los
prejuicios sociales dentro de una nación de doble moral, sospechando del otro y apostando por lo propio. Earl
podrá estar haciendo un acto de resarcimiento, auxiliando a su familia o a
veteranos de guerra, sin embargo, no deja de ser un narcotraficante. Claro que
Eastwood no deja de acariciar el sentimentalismo como defensa que bien podría
aligerar el acto delictivo. Son las escenas en que Earl no pierde la
oportunidad en extender consejos que él mismo no sigue. Existe un ánimo
optimista en donde el más “ilegal” podría reformarse si es guiado. La mula es lo menos trágico que ha
realizado Clint Eastwood, por su misma historia (sobre un protagonista
rehabilitado), su grado de humor y la ausencia de Tom Stern en la fotografía
que elimina la dureza de los contrastes.
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