El cine de Sergei
Loznitsa exige a un espectador en estado de contemplación. Desde sus primeros
cortos documentales, que registraban las rutinas de una población rural rusa,
hasta su más reciente, Maidan (2014),
sobre una protesta popular en contra de una orden del gobierno ucraniano, el
director ha recurrido siempre a los planos fijos y secuencias largas. Es a
través de lo descrito en la imagen que el espectador comienza a habituarse con
lo que luce uniforme, sin argumento ni conflicto. Los documentales de Loznitsa incitan
a una reflexión que alude, por ejemplo, una exposición fotográfica que se
extiende. Adicionalmente, sugieren
también un cierre que se eleva al carácter alegórico; una especie de homenaje
al colectivo registrado.
Austerlitz (2016), su último filme, es tal vez el documental temáticamente
más dialéctico que haya realizado el director ucraniano al evocar conceptos
universales, fuentes históricas y hasta prejuicios actuales de forma espontánea.
A diferencia de sus otros filmes que se acercaban a una naturaleza exclusiva,
en Austerlitz el paseo turístico a
uno de los campos de concentración nazi ya parece tener un rótulo prescrito en
cuanto a lo que desea motivar el director en el espectador; por ejemplo, el de poner
en tela de juicio una inconsciencia o insensibilidad del público visitante ante
un contexto de anales nefastos. Sergei Loznitsa busca esos momentos de
inflexión, aquellos en donde conecta la valoración histórica y la actual de un
pan que escaseaba para cuando reinaba el terror, pero que se come con libertad
en lo que asume es un parque recreativo. En tanto, ese gesto alegórico que se
manifiesta en sus otros documentales es casi imperceptible. Es como si el filme
estuviese atrapado en su propia necedad.
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