Un halo de misterio
envuelve a la ópera prima de Diego Soto. Una familia de la ciudad de Rancagua
atestigua una serie de acontecimientos enigmáticos, pero lo cierto es que solo
uno de sus miembros parece dejarse absorber por la extrañeza de dichos hechos,
que de paso contrastan con la rutina somnolienta del lugar. Un fuego lejano (2019) es una película
que decide fabricar hechos curiosos dentro de un ámbito propiamente ordinario.
A propósito, por momentos el director parece otorgarle a su filme un aire
testimonial. Más allá de la oralidad que provoca una voz en off canina, los mismos personajes, los
que están de paso, e incluso las plazas y otros planos a la ciudad, generan una
perspectiva casi documental. Y, en efecto, ese algo de esa aparente
cotidianidad es la que estimula la percepción de estos eventos insólitos
ocurridos en este terreno plagado de ciudadanos de ánimos tan grises como la
monocromía del mismo filme.
Incendios en los
cerros, un auto abandonado en el negocio familiar, una Navidad sin regalos, una
Navidad que no parece Navidad; son algunos de los antecedentes que Natacha
percibe y el resto simplemente decide no hacer caso. Esta madre de alguna
manera está distanciada del resto de su familia. Su sensibilidad es más aguda
respecto a los suyos, y lo mismo sucede con su carácter empático. Una escena es
imprescindible para comprender que Natacha está en una sintonía contraria a su
familia. Un hombre le pide prestado el baño y ella se niega, y no por propia
voluntad, sino por ordenanza indirecta del marido. Finalmente, ella cede. Gesto
imposible en un personaje tan mezquino como el de su esposo. Tal vez algo de
esos enigmas han conmovido a Natacha, como el caso de la mujer que nunca
volvió, y de la que nunca supo qué le pasó, pero algo nos dice que se enteró de
primera mano.
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