La nueva película de
Sam Mendes tiene momentos imponentes. Son las escenas en que la acción y el
drama se combinan, instantes en que la cámara se obliga a correr
estrepitosamente sin perder completamente la estabilidad, al menos lo necesario
como para descubrir la coherencia que surge entre el ritmo cardíaco de los
personajes y el panorama caótico del campo de batalla. Son en esos instantes en
que el plano secuencia encuentra el mejor sentido de su naturaleza: combinar la
fuerza dramática con la habilidad de un montajista. Es un modo de registro
complejo que implica un alto riesgo. Son muchos elementos y pautas, y todos
deben de cumplir una misma sincronía. Es un baile en el que cualquier paso en
falso desmoronaría la iniciativa. Técnicamente, 1917 (2019) es un logrado desfile de planos secuencias que
aparentan ser una única toma.
Argumentalmente, la
última película de Mendes se queda corta. La historia se alinea al tópico de “rescate”
en terreno bélico. Los dramas o motivaciones de los protagonistas no son ajenos
a lo que el género ya antes ha manifestado: cumplir con una misión, disuadirse
por lo personal o el simple deseo de no morir. La película no posee muchas
opciones para estimular las expectativas argumentales, e incluso parece
escatimar el desarrollo de eventualidades o intromisión de otros personajes. 1917 es un filme de sobrevivencia. Es
decir, son los protagonistas resistiendo, siempre en movimiento y hacia una
misma dirección. Lo único que cambia son los terrenos y extras que no tienen
más meta que el de hacer pausa o ser puntos de tránsito o descanso. Sam Mendes no
se empeña en desarrollar más personajes o dramas complementarios. Todo se
concentra en las pruebas de riesgo que les espera a los protagonistas, que no
es más que la definición de la espectacularidad de su montaje. A eso se reduce
su filme.
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