La historia de Tonya
Harding (Margot Robbie) calza a la perfección con las crónicas endémicas de los
tabloides en EEUU, a propósito de la caída de un ídolo o, como sucede en este
caso, de una promesa. La patinadora que llegó a realizar dentro de una competencia
la pirueta más compleja en dicho deporte, no conocerá más gloria que esa. Lo
resto a narrarse en el trayecto de su biopic
será pura desdicha. Yo, Tonya
(2017) es una historia dramática sobre una mujer criada y asediada por lo
indecente, sin embargo, el director Craig Gillespie opta por promover una
comedia en tonos de sátira. El retrato que se fabrica en esta película no está concebido
para redimir o liberar de culpa a los personajes envueltos en esta historia. Su
intención no está lejos de los documentales de cable que abundan a granel, dirigiendo
y estimulando los (pre)juicios y opacando la problemática social que acontecen en
la trama, desde los modos de crianza hasta las políticas discriminadoras de las
competencias en patinaje de hielo.
La película de Gillespie
parece estar dirigida a la demanda voraz de un espectador a la expectativa de
un protagonista defectuoso como los que se figuran en cualquier archivador escandaloso
de la Discovery y demás. Sea por esa razón que Yo, Tonya se comporta como un documental en donde los personajes de
un presente que hacen remembranza a su pasado dan pauta de sus imperfecciones
desde el solo significado de sus vestimentas y las locaciones en las que se
encuentran. A Tonya y LaVona (Allison Janney), la madre lapidaria, las
conocemos en sus respectivas casas, ambas vistiendo como lo harían en su
rutina: el fracaso es evidente y anticipado. Yo, Tonya es entretenida, tiene logradas actuaciones, un soundtrack
de los setenta grato para cualquier melómano, pero peca de reusar ciertas
usanzas que generan tonos ridículos y caricaturescos (todos tienen sus
momentos, en especial el guardaespaldas) y sobretodo peca de un amarillismo
rutinario.
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