Esta semana en el Centro Cultural de la PUCP se estará programando un corto ciclo de Cine Israelí. No se pierdan The Cakemaker. Aquí un comentario a este interesante filme.
Una historia sobre un
romance frustrado y un infiltrado. La ópera prima del israelí Ofir Raul Grazier
desarrolla el encuentro entre Thomas (Tim Kalhof), un pastelero alemán, y Anat
(Sarah Adler), la dueña de un café en Jerusalén, dos personajes vinculados a un
tercero, un fantasma. El repostero de
Berlín (2017) va provocando la expectativa a propósito de la introducción
del berlinés a un círculo judío, lugar que contiene sus propias normas, algunas
conservadoras, y además reserva ciertos prejuicios, síntomas históricos. El
ingreso del pastelero como nuevo empleado del café con certificación kosher
–reglamento alimentario que exige ciertos círculos de la comunidad judía– será
la premisa que dibujará el panorama que expondrá al extranjero a una serie de
trabas. A su condición de forastero, su situación luce aún más complicada debido
a su motivación personal, aquello que lo impulsó a llegar a dicho lugar y
adentrarse a un mundo ajeno, aunque familiar para él.
La motivación de
Thomas es la motivación que tuvo Joseph Cotten en El retrato de Jennie (1948) o James Stewart en Vértigo (1958), la de buscar y reconocer al amante ausente cuando
este se desvaneció físicamente. Caso en la película de Raul Grazier, su
protagonista no alucina viendo a su amor caminar por la ciudad ni mucho menos decide
refabricarlo. Su opción es más bien el de “recoger sus pasos”. De ahí cómo el
pastelero se convierte en un infiltrado. ¿Qué pretende con eso? ¿Acaso busca
algo? ¿Cuáles son sus intenciones? Es a partir de esta situación que El repostero de Berlín comienza a
encontrar el aliciente de su historia. Vemos a un hombre que no husmea ni intenta
suplantar a un desaparecido, simplemente su presencia está ahí, posiblemente
aguardando a que algo o alguien lo guíe. Es significativo que Thomas no tenga
un manejo del idioma. Eso crea en él un rasgo de reserva y anonimato, y por qué
no decir algo que alimenta el misterio.
Las
cosas se ponen aún más interesantes para cuando otros dos protagonistas
comienzan a estimar la presencia del extraño. Algo en Thomas anima a Anat. Por
encima de su personalidad, su habilidad para la repostería, poco convencional
en su círculo conservador, como su ignorancia para los ritos judíos, algo que de
hecho envidia la mujer, es un “presentimiento” el que despierta la curiosidad
de Anat, la cual se va convirtiendo en deseo y se desencadena en una formidable
secuencia. Lo que sigue es extraño. De pronto los protagonistas se vuelven
cómplices sin haber creado un pacto. Se me viene a la mente Odete (2005), de Joao Pedro, en donde
protagonistas pasan similar trance, solo que ellos optan por el contrato. Los
personajes de El repostero de Berlín asumen
más bien una sociedad inconsciente. La mujer dando permiso al extraño para
suplantar al marido. Le cede ropas, le cede el sitio en la mesa, le enseña los
rituales que practicaba. Mientras tanto, el otro siendo obediente. Es un acuerdo
silencioso, como la conmovedora introducción de una suegra, quien, también
cómplice, calla por fidelidad al hijo.
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