Enrique Mendez
reutiliza el conflicto de Algo se debe de
romper (2015) para aclarar las pretensiones del mismo. En su ópera prima el
tema del bullying resalta y estimula
el clímax, lo que bien podría dejar en un segundo plano su mirada crítica hacia
lo digital, este contemplado como utensilio multifuncional, en este caso, empleado
de manera perniciosa, usado como arma de boicot masivo y que además ha
pervertido la moral y a allanado la cotidianidad. Mismos indicios se ven
representados en El anti-faz (2018). Esta
historia e incluso el trayecto narrativo y dramático parecen remedar al
anterior filme de Mendez. Nuevamente la tecnología digital tiene un
protagonismo clave. Su dinamismo genera un claro contraste respecto a la
parquedad de sus usuarios. Somos testigos de una generación inclinada ante la
tecnología digital. Estos no solamente la han reconocido como su canal de
interacción, sino también la usan como canal emocional.
De pronto una salida
de amigos no es tan estimulante o celebratoria como el muro de una red social.
Los personajes funcionan mejor dentro de lo virtual que dentro de lo real.
Estos, en algún momento, han olvidado los protocolos de la interacción humana. Sus
debates emocionales reemplazaron el diálogo por el estado de reacción. Expuesta
esa crisis de la rutina digital, Mendez pone contra el paredón a un
protagonista, la carnada, aquel que será la esponja de los defectos sociales
que la tecnología ha incitado. Lo cierto es que, y a diferencia de Algo se debe de romper, este nuevo
protagonista responde de otra manera. En efecto, este también tiene “algo que
romper”, sin embargo, a su reacción se adjunta un efecto de revelación. Si nos
trasladamos a una realidad de Matrix
(1999), el protagonista de El anti-faz
escogió la pastilla roja, ha despertado y percibido cómo la no realidad ha
borrado/pixeleado la identidad del resto y de sí mismo.
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