El cine de Joel
Potrykus es cómicamente irreverente, y en gran parte gracias a la construcción
de sus personajes. En sus películas vemos a individuos que son parias sociales.
Estos anidan en las periferias de pequeñas localidades urbanas. Sus figuras recuerdan
a los slackers de Richard Linklater,
solo que en una versión grosera, muy desaliñada. Su cháchara además consiste en
diálogos burlescos. Son retratos de la desidia social, infértiles por
naturaleza. Muchos de estos son desempleados, y si trabajan lo hacen a
regañadientes (Buzzard, 2014). Son también
ermitaños, y esto mismo los ha convertido en personajes extravagantes (The alchemist book, 2016). Todas estas
características definen al protagonista de Relaxer
(2018). Al mismo le acompañan otros que están de paso. Todos forman un elenco
caricaturesco. Mientras que el cine de Linklater gesta atractivo a partir del
diálogo humanista, Potrykus gesta el atractivo a partir del diálogo absurdo.
Pero Potrykus no se
conforma con la excentricidad de sus personajes. Este director va caldeando un recurso
que encausará en el clímax del filme, ese punto alto de lo irracional. Es el
disparate final de su película. En parte luce ser un quiebre de su ficción,
pero, por otro lado, dicha extensión parece también un complemento de la
personalidad a la que nos estuvimos habituando. Ya a estas alturas de su
fílmica, se puede predecir que algo muy raro nos aguarda al cierre de las
películas de Potrykus. La pregunta es cuál será ese. Sus películas funcionan
como un acto de magia. Se conoce al mago y sus trucos, pero siempre está el “as
bajo la manga”, el truco final que no te deja indiferente, al menos no después
de haberte acostumbrado a sus personajes. En su nueva película, Joel Potrykus
se asume también el reto de reducir su locación. Si Tape (2001), nuevamente Linklater, sucede en una habitación, Relaxer sucede en un sofá.
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