El relato narrado por
un grupo de habitantes sobre una posible riqueza histórica extraviada en algún lugar
del terruño paraguayo, da como primera impresión de que nos estamos
introduciendo a lo que sería un filme documental. Costa Dulce (2013), sin embargo, se prevalecerá de esta suerte de
prólogo para darle protagonismo a un tipo de discurso que además de ser
frecuente, será fundamental durante el largo de esta ficción. El director
Enrique Collar asiste a las dinámicas de la oralidad no solamente a fin de fundar
la premisa de su historia, sino también como un medio para generar inquietud.
David (Christian Riveros), un joven forastero que ha llegado al poblado de
Costa Dulce contratado como celador provisional de una casa, a medida que va
fraternizando con la rutina de sus nuevos vecinos va siendo testigo de una
serie de cuentos sobre tesoros perdidos, almas en purgatorio, buscadores
desaparecidos y pistas inacabadas. Esto va seduciendo al muchacho. Lo va
obsesionando.
Como en el cine de Apichatpong
Weerasethakul, Costa Dulce por un
lado retrata a comunidades preservando sus creencias sobrenaturales, sucesos
que abordan el realismo mágico y que además forman parte de su cotidiano. Hay un
profundo respeto por el lenguaje de la oralidad y, en contraparte, hay un
ajusticiamiento contra los que no hacen caso a dicha normativa. Es dicho desequilibrio
el que genera David. El extraño que se va dejando arrastrar por la oralidad no por
fervor al misticismo, sino por pura morbosa curiosidad. Como el Humphrey Bogart
en El tesoro de Sierra Madre (1948),
David irá cediendo a la codicia. Su lectura a las revelaciones fantasmales será
cada vez más maligna. La oralidad de esta forma se convierte en cómplice del
drama. Enrique Collar no solo la usa a fin de fundar una historia en base a la
leyenda de un tesoro, sino también es la que provoca la confusión sacando a
flote el lado perverso en algunos, a pesar de que emerge buenos hábitos en otros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario