Andrei Tarkovski, Béla
Tarr y Sharunas Barta parecen reunirse en esta película. La ópera prima de
André Gil Mata hace un ejercicio de contemplación; es el cine no basado en
acciones, sino en sensaciones. El espacio, el tiempo y los sonidos –el mutismo,
el repiqueteo de botellas y el bombardeo– componen el universo sensorial de
esta historia en donde no sucede mucho, pero sí sugiere. Drvo (2018) alude a un instante en ruinas. No se sabe a ciencia
cierta si es un pasado, presente o, por qué no, un futuro apocalíptico. Una
madre y su pequeño hijo, y un anciano y su perro son los únicos individuos
dentro del encuadre. Fuera de este, el rumor de una guerra en cumbre nos da a
interpretar que los protagonistas de este filme son sobrevivientes de un
conflicto. No serán perseguidos, sin embargo, hay indicios de que están
inmersos en un estado represivo.
Estos refugiados,
vagando entre los estragos, como si no tuviesen en claro su correspondencia
terrenal, recuerdan a los personajes de Barta, sometidos, en gran proporción, a
largos planos secuencias –uno que otro plano fijo– como en las películas de
Tarr. Es el contraste del individuo y la soledad territorial, en estado de miseria,
pero extrañamente esplendorosa, lo que nos remonta a Tarkovski. Muy a pesar, la
estética de Drvo tiene un límite,
pues solo depende de las apariencias de sus locaciones. André Gil Mata no tiene
la fuerza artística del ruso o el lituano. De igual forma, sus largas secuencias
no planean armar un orquestamiento. Dicho proceso crea una pauta, fija una
extensión en el tiempo, mas no sirve para generar una “danza” melancólica. No
estoy seguro si el cierre de personajes no generacionales reconociéndose en una
misma tragedia compensa la larga y silenciosa ruta que toma Drvo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario