Junto a directores
como Ti West o Adam Wingard, Jim Mickle hasta no hace mucho ha sido considerado
uno de los grandes referentes del género de terror en el cine independiente
estadounidense. Lo cierto es que sobrevalorados son sus tres primeras películas
que conforman su corta filmografía, siendo la más conocida de ellas Stake land (2010). A apreciar, sin
embargo, son las atmósferas sombrías impulsadas junto a su creativo de
fotografía Ryan Samul, casi siempre teñido por un matiz tétricamente premonitorio.
Su último filme no es ajeno a dicho sello. Cold
in July (2014) es de lejos la mejor película de Mickle, y tal vez una de
las mejores en lo que va del año. Richard (Michael C. Hall) de un día a otro se
convertirá en el asesino incidental. Este padre de familia, dueño de una tienda
de marcos, habitante de una pequeña ciudad tejana, espantadizo y subestimado
por los que lo conocen, está a punto de vivir no una, sino varias experiencias
que colapsarán su apacible tranquilidad.
Cold in July es una vuelta de tuerca tras otra. Más impredecible a medida
que avanza la trama. A principio, es la película de terror inclinada al acoso
de un forajido; más adelante, un thriller a propósito del montaje de un crimen
y la revelación de una conspiración; luego, el drama detectivesco de un padre
en busca de su hijo; y, por último, el cierre tenso de una película de acción. Irónicamente,
lo que en un inicio fue la motivación de todas estas acciones, nunca se logra
esclarecer. De cierta forma existe más de un cabo suelto en toda la historia.
Es el centro de atención que muta continuamente, no dejando de ser atractiva la
nueva peripecia ni tampoco cuestionando la irresolución de la anterior
relegada. Cold in July al ser una
sucesión de fracturas, divide su historia en capítulos, siendo cada una un
fragmento que sabe asociar las acciones y emociones correspondientes.
Jim Mickle se guía
continuamente de los referentes de género. La paranoia al terror, el suspenso
al thriller, lo parodia a lo detectivesco. Cold
in July alude a una serie de recursos y estéticas de los años ochenta. Es, por
ejemplo, la iluminación de un ambiente cromático y opaco; una banda sonora
compuesta por sintetizadores de lenguaje sórdido y escabroso; la temática que
inicia como un slasher y termina con
un final de acción al mejor estilo de dicha década. Su final hace una
remembranza a los duros (el prototipo del western moderno), los Stallone
o los Van Damme, que luego de su lucha retornan a la rutina, triunfantes,
aunque con un sabor a melancolía.
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