La ópera prima de
César Augusto Acevedo me recuerda a La sirga (2012). La tierra y la sombra
(2015), al igual que la película de William Vega, es un retrato sobre lo
decadente. El regreso de un envejecido campesino a una zona de sembríos de caña
de azúcar, es el desencuentro con un lugar que no se acerca a lo que un día
fue. Del antiguo paisaje apenas sobreviven las huellas del recuerdo que Alfonso
(Haimer Leal) cuenta a su pequeño nieto, sucesos que acontecieron casi dos
décadas atrás, antes de que el anciano decidiera marcharse a la ciudad
abandonando a su esposa y a su hijo. El retorno de Alfonso, además de abrir un
relato sobre una familia en vías a la reconciliación, promueve la historia de un
rescate a un territorio que parece estar perdido. La agonía de los sembríos, la
descomposición de la naturaleza y el deplorable trato a la mano de obra,
parecen predecir el fin de un hábito generacional.
Acevedo para esto se
apoya de lo representado. Al igual que en La
sirga, el contexto de su película despliega metáforas que evocan a la
sequía o lo expirado. Son, por ejemplo, la
polvareda que da la bienvenida a un recién llegado, la penumbra que ha tomado
el recinto de una familia, la lluvia de cenizas que pinta de luto a los
habitantes de la zona o la humareda que despide a los que ya no quieren estar
en dicho lugar. Es como si el paisaje siempre tuviera un filtro turbio, como
limitando la vista o simulando un pueblo fantasma. A su vez, las situaciones
que enfrentan sus personajes terminan por complementar la idea de una antesala
a la consumación. El regreso de Alfonso es a causa de la convalecencia de su
hijo, la construcción de una pajarera que no atrae a los pájaros, un ambiente
laboral con continuos paros o el sueño con un caballo que se aleja a galope y que
trae a la memoria una secuencia de La
infancia de Iván (1962); todos son señas simbólicas. Eso, junto a su
estética, es lo mejor de La tierra y la
sombra.
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