Es como si nada
hubiera cambiado desde La virgen de los
sicarios (1999). La película de Laura Mora nos descubre a una Medellín
plagada de mata recompensas que anidan en tugurios que solo recorren sus
iguales. De la misma forma que en el filme de Barbet Schroeder, la juventud
está dominada por este oficio, y tal parece no existe aliciente o intención de
salvación. Existe sí un detalle, punto crítico, que distingue a Matar a Jesús (2017) del clásico
colombiano. En esta coyuntura lo estatal ha perdido las riendas del asunto.
Medios de comunicación y redadas nos evidencian que los responsables del orden
funcionan como copartícipes de los actos delictivos. La violencia se ha
institucionalizado.
Matar de Jesús nos narra la historia de una adolescente enfrentando un hecho
impune. Sicarios y policías son los responsables del pesimismo social que se
concentra en Laura (Natasha Jaramillo), testigo de la muerte de su padre. Mora
nos desplaza por la ruta de la frustración, el del protocolo policial. Es el
panorama social desde una perspectiva superficial. Ya después, inicia un nuevo
conflicto. Por cosas del destino, Laura tiene la posibilidad de realizar su
desquite, y con ello se manifiesta un panorama social, esta vez desde el corazón
de la violencia. Matar de Jesús nos
conecta con una extraña “convivencia”, por momentos inverosímil, pero que no
deja de desembocar a una reflexión en donde el crimen es sintomático, nunca
inherente.
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