Así como en El abrazo de la serpiente (2015), en
esta nueva película de Ciro Guerra, codirigida con Cristina Gallego, hay
evidencia de un choque entre una cultura autóctona y una foránea. En la trama,
Rapayet (José Acosta) decide esposar a una mujer perteneciente a su clan; los Wayúu.
El pago de la dote correspondiente que hará el hombre será el punto inicial de
su relación con el negocio del tráfico de marihuana. Pájaros de verano (2018) acontece entre finales de los 60 y los 80;
época en que dos familias sumaron su poder económico, y en el tránsito se
fueron corrompiendo. Guerra y Gallego relatan una historia conocida, de
acontecimientos y tópicos predecibles; sin embargo, no deja de generar estima
el modo en que se condensa esa larga temporada, además de exponerse la riqueza
del imaginario cultural de la etnia oriunda de La Guajira.
Lo mejor de Pájaros de verano son las abruptas
elipsis que definen con claridad la intención primordial de sus autores. Es a
través del paso temporal de intervalos medianos que se percibe una
transformación radical en los conceptos de sus protagonistas. La película atestigua
cómo las tradiciones wayúu, tan opuestas a las rutinas propias del oficio
ilícito en cuestión, se van ajustando a una nueva realidad. Los que en
principio se presentaban como miembros honorables del clan, al tiempo se
convertirán en cómplices o hasta autores intelectuales de lo que era
inexistente en la comunidad. El filme de Ciro Guerra y Cristina Gallego, más
allá de hacer un retrato sobre la bonanza y decadencia de una sociedad de
narcotraficantes, reproducen un relato sobre representantes de una cultura depravándose,
y la cultura misma (una asamblea, aves simbólicas), incorruptible, cuestionando
a los que faltaron a los valores tradicionales.
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