A diferencia de
distintas películas que grafican rutinas laborales con ánimo de preparar
terreno para un quiebre dramático que transgreda esa misma cotidianidad, La camarista (2018) no se interesa en exponer
a su protagonista a un cambio radical. En la ópera prima de Lila Avilés, un
conjunto de hábitos no implica una sumatoria de pesares que convertirán al personaje
principal en una olla de presión. Eve (Gabriela Cartol), una humilde camarista
que labora en un lujoso hotel en Ciudad de México, manifiesta una serie de
razones que bien podrían orientar su actitud a un remate angustiante. Lo cierto
es que aquí sus problemas son tan efímeros como los mismos huéspedes o labores
con los que convive esta joven en el hotel. No estamos tratando el caso de un
personaje que posee la habilidad o suerte de liquidar los contratiempos o
dramas que priman en su rutina fuera del trabajo, sino el de alguien que
simplemente sobrelleva su situación.
No es gratuito que la
única locación desde donde es reconocida Eve es en el hotel y no en su hogar,
espacio que bien estimularía la compasión en el espectador. Avilés no acude al
drama social ni está interesada en provocar fuertes emociones. Su personaje,
antes de ser un perfil menesteroso, estimula un perfil personal e íntimo. La
película es pues una síntesis de la rutina y esencia de Eve, su vida como
camarista, madre soltera, interactuando con la gente, reaccionando ante
distintos clientes y situaciones a la que se abre con franqueza; pero es
mediante esta vía plana que se perciben instantes de un sutil encanto. Es la
apreciación por lo cotidiano, que ciertamente es significativo para la
protagonista, quien en el transcurso va experimentando un cambio, o tal vez una
mera manifestación de un comportamiento oculto. La camarista cierra con lo más cercano a un conflicto, hecho que de
igual manera está al nivel de la pauta anímica. Lila Avilés contiene el
dramatismo. Ese gesto es el que le otorga un lado sensible a su ópera prima.
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